A nadie sorprende que durante la actual administración sexenal, la cuestión relativa a los sindicatos figurara como uno de los temas torales de la agenda política nacional. Aunque superficialmente pudiera calificarse al gobierno federal de incurrir en una actitud esquizofrénica, la relación de este último con los sindicatos responde a una lógica de control centralista del poder, y es perfectamente coherente con este propósito supremo de toda forma de gobierno subordinado a intereses creados, enquistados en la sede misma del poder. La política oficial en lo tocante al sindicalismo –discursivamente congruente, materialmente inconsistente– se explica en función de un fetichismo de poder que alude a la corrupción originaria de lo político: la existencia de una autoridad autorreferente que ubica la fuente del poder político en sí misma, no obstante la red de intereses que constriñen este poder. Ante la falta de un proyecto auténtico de nación (“Los países coloniales y semicoloniales no están bajo la influencia del capitalismo nativo, sino del capitalismo extranjero” –León Trotsky), la clase gobernante define su agenda con base en disposiciones decretadas allende los confines de su poder formal. Jesús Cantú, columnista en Proceso, atina cuando escribe: “Las reformas estructurales… no son otra cosa que la adecuación de la legislación mexicana a las condiciones impuestas por los organismos financieros internacionales con el fin de crear el escenario ideal para el modelo neoliberal”.
Por lo tanto, cabe subrayar que para juzgar la intricada relación gobierno-sindicatos se debe atender los fenómenos sistémicos globales (léase, la primacía del “modelo neoliberal” como estrategia política internacional). En México, la extinción del sindicato de Mexicana de Aviación (véase http://lavoznet.blogspot.mx/2012/03/mexicana-de-aviacion-el-extrano-caso-de.html) y el Sindicato Mexicano de Electricistas, cuya autonomía e independencia casi incondicional siempre incomodó al Estado, y la extraña conservación –con apreciable respaldo gubernamental– del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM), cuyas cúpulas dirigentes entronizan el ejercicio vitalicio de la corrupción, pone de manifiesto la influencia decisiva de los poderes fácticos extraterritoriales (“la red de intereses que constriñen el poder”) y la nulidad de los órganos ejecutivos y legislativos en relación con el trazado de un proyecto auténtico de nación (“autoridad autorreferente que ubica la fuente del poder político en sí mismo”).
El modelo económico referido, irremediablemente tiende a la privatización de todo cuanto se refiere a la actividad vital de un pueblo. Pero en este proceso de desincorporación de las empresas y/u órganos públicos, el Estado se ve obligado a respaldarse en grupúsculos con amplio poder político, preferentemente maleables o políticamente dóciles, dada la escasa o nula legitimidad que entrañan tales políticas. Precisamente los sindicatos más corruptos componen el eslabón faltante de esta ecuación. Además, el anquilosamiento de dirigentes gansteriles en las organizaciones obreras, sirve a los intereses del proyecto en cuestión: figuras como Elba Esther Gordillo (lideresa del SNTE) y Carlos Romero Deschamps (líder del STPRM), ambos señalados por peculado electoral, malversación de caudales públicos, nepotismo, clientelismo político, y otras prácticas análogas, contribuyen a erosionar la imagen del sindicalismo, en particular, y de las organizaciones obreras, en general, y por lo tanto, proveen un argumento infalible para la eventual desarticulación de cualquier contrapoder que suponga un obstáculo al proyecto privatizador.
Como se ve, las organizaciones sindicales –específicamente aquellas corruptas e íntimamente ligadas al poder del Estado– pueden constituir una palanca para la creación de un “escenario ideal para el modelo neoliberal”.