Camilo González
La participación ciudadana es un concepto liberal. Esto quiere decir que le es común a aquellos pensadores como Voltaire, Rousseau y más para acá Weber o los politólogos alemanes y yankis de la posguerra (Habermas, Almond y Verba).
Pareciera mentira, pero esto es ampliamente significativo en nuestras vidas cotidianas.
Si comparamos a la participación ciudadana con la opinión pública, podríamos decir que son conceptos que nacen más o menos en la misma época, y que tienen más o menos a los mismos pensadores fundamentales. Y también podríamos decir que ambas (la participación y la opinión) son derechos y fomentan actividades que ejercemos día con día, y que ya cada vez menos tienen algún valor ético o político debido al desprestigio en que la corrupción ha sumido a todas las actividades nacionales (sí, desde el futbol y las votaciones hasta el periodismo y la academia).
En esta concepción liberal del mundo, el ciudadano ejerce con libertad sus actividades que le proveen alimento y casa, por supuesto, pero más allá de eso, la posibilidad de industrializar su producción a través del acceso a capital, que por cierto, solamente el 3 por ciento de la población mundial acapara. Así que desde la concepción misma, es imposible que todos los ciudadanos tengan el mismo capital que tienen unos muy pocos ciudadanos. Y por ende, también aunque estén manifiestos los derechos, muy pocos en verdad pueden ejercerlos.
De esta manera, se han consolidado en los últimos años (los primeros del siglo XXI sobre todo) grandes individuos que representan en realidad a grandes corporaciones. De esta manera, tanto la producción de alimentos como la prestación de servicios ha pasado cada vez más a manos privadas, dejando las labores del gobierno en unos cuantos asuntos nimios como el patrullaje de las calles o la contención de los hambrientos.
Estas ideas liberales fueron apabulladas con el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX. Así que durante varios años se reconstruyó y se reconfiguró a sí mismo como el neoliberalismo con el que estamos más familiarizados, y que tiene en Milton Freedman uno de sus alfiles teórico-prácticos. Con esa “doctrina del shock”, que no es más que la disminución del estado de bienestar, los recursos sociales que se generan son destinados a las transnacionales, y ya no a los estados-nación.
Con el comienzo de siglo (y el aumento de la corrupción y la ineficacia en los gobiernos de todo el mundo como en Grecia, Egipto y México) se han roto las fronteras nacionales, ejemplo significativo de ésto es que las drogas no tienen fronteras pero las personas sí.
Así que cuando los adalides de la democracia advierten que la participación ciudadana se ve afectada, no se están refiriendo en un sentido social, a que la desigualdad cada vez es más pronunciada y gran parte de la “ciudadanía” -mejor llamada población- no puede ejercer sus derechos más significativos. Se están refiriendo a que las transnacionales no están recibiendo los suficientes recursos de infraestructura, ni han externalizado en el Estado todos sus costos más significativos. También se refieren a que estas industrias constantemente deben ser rescatadas con fondos públicos, en detrimento de la calidad de vida.
La participación ciudadana electoral es meramente un espectáculo, ya que ninguna de las decisiones trascendentes sobre la economía, la energía, la seguridad o la alimentación de los mexicanos se toma en función de la elección popular o la consulta pública. No son los ciudadanos quienes determinan la agenda del gobierno, por ende, la participación ciudadana no existe, o por lo menos, no es trascendente para el gobierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario