El liberalismo de la segunda posguerra –que alcanzó altas tasas de crecimiento en las economías industriales avanzadas– entró en una fase de crisis a finales de los 60’s principios de los 70’s. En este contexto se consignaron ciertos fenómenos sintomáticos de una crisis de gran envergadura: los desequilibrios fiscales en las economías occidentales (Gran Bretaña, por ejemplo, tuvo que ser rescatada por el Fondo Monetario Internacional en 1975), la descontinuación del patrón oro como base universal de las unidades monetarias, el aumento meteórico de las tasas de inflación y desempleo (cerca del 13 y el 9 por ciento respectivamente), el colapso del valor de los activos (acciones, bienes, ahorros), y en general un hundimiento estrepitoso de las tasas de crecimiento y acumulación.
La pregunta urgente en ese contexto era básicamente cómo reanudar el proceso de acumulación de capital.
Cabe recordar que la acumulación no es un capricho de una clase o grupo social: es un imperativo categórico del capitalismo. Sin acumulación de capital las bases del modo de producción capitalista se deterioran irremediablemente. Pero, ¿qué es exactamente un patrón de acumulación? José Valenzuela Feijóo explica:
“Un patrón de acumulación constituye una unidad o totalidad orgánica, es decir, real. Por lo tanto no se puede explicar por la simple suma de sus partes. No es menos cierto que en cuanto totalidad real, debe responder a cierta estructuración objetiva jerárquica. Y esto es lo que nos debe permitir el hallazgo de su matriz o determinante esencial. En este sentido podríamos ensayar una definición breve que vaya un poquito más allá (o más acá) que la de entenderlo ‘como una modalidad de acumulación, históricamente determinada’. Podríamos por ejemplo, decir que un patrón de acumulación constituye una unidad específica entre formas específicas de acumulación, producción y realización de la plusvalía” (Feijóo, 1990).
Atendamos entonces “la matriz o determinante esencial”, y la forma específica de “acumulación, producción y realización de la plusvalía” dominante en la presente era.
El capitalismo (forma general de producción de plusvalía) puede continuar sus ciclos de reproducción con poco o nulo crecimiento, pero no sin acumulación (forma específica de producción de plusvalía). De hecho, el neoliberalismo (unidad específica de acumulación) es un ejemplo paradigmático de este horizonte. Si bien las políticas neoliberales solucionaron parcialmente el problema de la acumulación (sólo parcialmente, pues nunca consiguieron evitar las crisis económicas constantes), en materia de crecimiento estas políticas sufrieron un revés palmario. E incluso allí donde las potencias económicas registraron un crecimiento relativamente alto, la característica dominante de estos casos extraordinarios fue el empobrecimiento. Es un fenómeno económico que se conoce como “crecimiento empobrecedor”, y que refiere a procesos de crecimiento-acumulación marcados por el signo de la centralización de la renta, en claro detrimento de la redistribución.
El dilema era cómo reactivar el proceso de acumulación en un contexto de escaso o nulo crecimiento, y agotamiento o crisis terminal de un patrón de acumulación otrora exitoso (fordista o pacto corporativo o alianza capital-trabajo). Basta decir que la solución que se alzó victoriosa fue el neoliberalismo: es decir, la solución de ciertas élites económicas. En este sentido, se trató de una respuesta de las clases altas a la crisis. En atención a la esterilidad de la solución corporativista se acudió a la solución neoliberal. Pero naturalmente en beneficio de ciertas élites añejas y otras en ascenso. En efecto, “en cuanto totalidad real” el patrón neoliberal de acumulación es inseparable de una “cierta estructuración objetiva jerárquica”.
Si el patrón de acumulación fordista se basó en un acuerdo entre la clase obrera organizada (sindicatos) y el capital, el patrón neoliberal de acumulación se basa, por el contrario, en una radical fractura de esa alianza. La naturaleza de las políticas correspondientes a este patrón revela palmariamente ese divorcio. La flexibilización laboral apunta en esta dirección cismática, al igual que todo el recetario de políticas macroeconómicas consustanciales al ideario neoliberal: políticas monetarias restrictivas, disposiciones fiscales orientadas a gravar el consumo básico, desregulación de los capitales, liberalización de las economías nacionales, privatización de las empresas e instituciones estatales etc.
Se tiene que insistir: la primacía y triunfo indiscutido del patrón neoliberal de acumulación no fue el resultado de una probabilidad social o científicamente certificada. Fue una decisión cupular, vinculatoria con una “cierta estructuración objetiva jerárquica”, que consistió en la sustitución de las fórmulas aliancistas de la acumulación fordista en franca crisis terminal (producción en masa, estandarización, contratación colectiva, regulación estatal, socialización del bienestar), por otra estrategia en provecho irrestricto de la gran industria, el comercio oligopólico, y especialmente la alta finanza. A decir de Pierre Bourdieu:
“La globalización económica [o neoliberalización]… es el producto de una política elaborada por un conjunto de agentes y de instituciones y el resultado de la aplicación de reglas deliberadamente creadas para determinados fines, a saber la liberalización del comercio (trade liberalization), es decir la eliminación de todas las regulaciones nacionales que frenan a las empresas y sus inversiones. Dicho de otra forma, el mercado mundial es una creación política (como lo había sido el mercado nacional), el producto de una política más o menos conscientemente concertada” (Bourdieu, 2001).
El neoliberalismo se distingue de otras “formas específicas de acumulación” por una estratégica disposición estructural: a saber, la transferencia de los costos de la crisis al trabajo y a los segmentos poblacionales mayoritarios.
Y en esas andamos, en las vísperas de un 2016 poco alentador.