La copa del mundo es un
observatorio para el análisis de conductas, usos, comportamientos, prejuicios,
de las distintas culturas que convergen en el evento. Dada la modalidad
organizacional de estas competencias deportivas, la auténtica cultura local a
menudo es opacada por la hipercomercialización que todo lo pervierte.
Escandaliza e indigna que la gente que visita Brasil en este contexto elabore una
prescripción del país con base en lo que ofrece la cartelera copera: el
alojamiento, los centros de entretenimiento, las engalanadas calles de las
ciudades capitales, los foros destinados al acompañamiento del mundial de
fútbol, las actividades adyacentes al espectáculo (inaceptablemente mediocre) de
la copa, la oferta comercial que conjuntamente dispusieron las empresas
domésticas y el conglomerado de compañías que confluyen en la FIFA, etc. Y los
juicios con frecuencia tienen aspiraciones categóricas: que si Brasil está
subdesarrollado, o que si los brasileños son perezosos, o que si el pueblo de
Brasil tiene una genética propensa a la desorganización, o que si todos los
brasileños son sexualmente promiscuos, etc. No extraña que especialmente los
latinoamericanos (y no tanto los europeos) alimenten estos mitos: todos los
pueblos de esta región del hemisferio llevan siglos sometidos a esa falsaria
estigmatización, que es un ingrato legado de la colonización.
Por desgracia, los
mexicanos figuran entre los principales emisores de esas rudimentarias opiniones.
Esta afrentosa cualidad del mexicano es sintomática de una psicología del atraso:
el complejo de inferioridad, tan visiblemente acentuado por esa desafortunada
proximidad con Estados Unidos, urge al mexicano a contrastar el supuesto
progreso de su país con el de otros. El mexicano no se permite nunca una autocrítica:
el autoengaño es su estado psicológico estándar. Lo mismo se refleja ese autoengaño
en la poca ilustrada apreciación de otras sociedades, como en la valoración del
rendimiento de su equipo. También allí rige con obstinación la ausencia de una crítica
y el engaño como canon expiatorio. De acuerdo con la narrativa que siguió a la derrota
de México frente a Holanda, el factor decisorio de nuestro descalabro fue la
deshonestidad de Robben, la intervención oscura de la FIFA, o la ceguera del
árbitro. Al término del partido, circuló viralmente la versión de un “robo”. Fielmente
ilustrativo de nuestra idiosincrasia, el relato de la derrota jamás aludió a
los errores tácticos de la dirección técnica, ni a la incompetencia de ciertos
jugadores insólitamente elevados a condición de ídolos abnegados, ni al infame proceso
pre-mundialista, ni a la ruinosa fórmula canónica de los directivos del fútbol
nacional, que inflexiblemente nos condena a la eliminación en octavos de final
cada cuatro años. Nada de eso tiene importancia, alegaban los mexicanos en Fortaleza.
Los partidos se pierden o se ganan en 90 minutos, según sus precarias consideraciones.
En esta copa se tenía equipo para alcanzar la final, y una mala decisión
arbitral estropeó la oportunidad, proferían los incautos. Y así hasta la
hipertrofia. Los argumentos siguieron una tesitura monocorde, abocada a la
externalización de responsabilidades, a la construcción de otra fábula más que
justificara, sin menoscabo para el mancillado orgullo nacionalista, nuestro
acostumbrado fracaso.
Pero estos relatos
exculpatorios no discurren solos; con frecuencia vienen acompañados de otros
modos de compensación ideológica. Por ejemplo, la reivindicación de otros
triunfos ajenos a lo deportivo: que México tiene la mejor afición, que nuestra
cultura es encantadoramente folklórica o alegre, que los varones mexicanos ocupan el primer lugar en
las preferencias de las mujeres brasileñas (de acuerdo con una de esas
encuestadoras que miden todo excepto lo que realmente importa), etc. Y aunque se
pudiera argüir que esos y otros reconocimientos tienen un valor especial, lo
cierto es que llegan a desempeñar una función que abona a nuestro
estancamiento, porque desvían la atención de lo fundamental, que en este caso
es la competencia deportiva. Por allí un mexicano que paseaba taciturno en los
alrededores del estadio Castelao, acaso el único que conocí con un poco de
criterio en estos rumbos, osó contrariar el clamor general. Mientras la
multitud coreaba al unísono la consigna de “robo”, un reportero se acercó al estoico
compatriota, para averiguar su opinión acerca de la derrota de México.
Escuetamente respondió: “A Holanda le bastaron 25 minutos de fútbol para dar la
vuelta al marcador. La victoria es merecida”. Pero los mexicanos no perdonaron
el exceso de objetividad, y le propinaron, con las manos agitadas al cielo, el
obligado recordatorio: “puuu…”
Nuestros paisanos nos
son los únicos obstinados con la negación de la realidad. Muchos brasileños se
suman a este penoso vicio. La prensa local peca de arrogante, y en cada
oportunidad menosprecia a los rivales en turno, y erige a condición de “crack”
a las incoloras figuras de la selección verdeamarela. Aunque acá se sospecha
que se trata más bien de una ardid mercadotécnico, y no tanto de un desplante
típico de una superioridad pretendida. Brasil quedó expuesta en los últimos dos
cotejos. Los apretados triunfos sobre las selecciones de Chile y Colombia no
dejan certezas, salvo una sola: que Brasil es un equipo desteñido que se olvidó
de jugar al fútbol en provecho de una inelegante táctica eficientista. Este
equipo es tan grisáceo e insípido que en lugar de contagiar alegría provoca
nostalgia. La magia que le conocemos a Brasil está secuestrada por la sumatoria
de intereses que concurren en la copa. Eduardo Galeano tenía razón: “El juego
se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores,
fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más
lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se
juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de
pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y
prohíbe la osadía”. El país del “jogo bonito” busca coronarse con base en un
fútbol que ni los gringos se permiten practicar.
En Brasil todos ruegan
que la copa se quede en América. Para que este escenario se realice tendría que
ganar alguna de las dos impresentables selecciones latinoamericanas que restan
en la competencia: Brasil o Argentina. El único país hermano que dignificó la tradición
e identidad futbolística de la región fue Colombia, ahora tristemente
eliminado. Aún cuando uno pudiera simpatizar con el latinoamericanismo, la
situación obliga a poner menos atención a las banderas e inclinarse por los
valores. No es un pronóstico ni un deseo personal, pero objetivamente el mejor
equipo de la copa, acaso el único que procura el trato de la pelota y honra
estéticamente el fútbol, es Holanda.
Que logre ganar el mejor equipo es el único alivio al que puede aspirar el auténtico amante del fútbol, especialmente en esta época de espectáculos montados para beneficio de unas pocas empresas voraces que saben poco o nada de fútbol.
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