Los críticos no tan críticos, los optimistas e incautos que juzgan cualquier discrepancia como una infundada actitud de “pesimismo catastrófico”, afirman que al final todo salió bien durante la celebración de la edición XX de la Copa del Mundo en Brasil. Y vamos a conceder que aciertan, pero sólo admitiendo por cuestiones estrictamente prácticas el tenor de los argumentos más frecuentes. Efectivamente, el certamen transcurrió sin exabruptos mayúsculos. Y los inconformes, que no eran pocos, domeñaron los estertores de la indignación, en respuesta a la solícita exigencia de un pueblo que se rinde sin remedio a los embrujos del futbol.
Las grandes empresas involucradas en el evento cosecharon las astronómicas ganancias previstas con mucho tiempo de anterioridad. La publicidad deportiva, otrora discreta o más refrenada, alcanzó su zenit mercadológico con la novedosa instrumentación de estrategias no convencionales, como la aplicación de grabados alusivos a las compañías con más presencia en la Copa. La gente, con una disposición asombrosa, imprimía imágenes de una botella de refresco o una pantalla plasma en algún sitio visible de las extremidades. Pero el grabado, que era más bien una suerte de tatuaje, no se removía sencillamente con agua, jabón o cremas ordinarias. Sólo el tiempo lo borraría. A una semana de finalizada la Copa, algunos todavía caminan por las calles con la indeleble imagen publicitaria a la vista, a la manera de un espectacular ambulante. El “guerrilla marketing” (como se conoce en Estados Unidos), antiguamente reservado para pequeñas o medianas empresas, se inauguró con éxito en el marco de un evento deportivo y en beneficio de las firmas más poderosas.
También la industria hotelera tuvo rendimientos increíbles. Con un aumento que fluctuó entre 200 y 400 por ciento en los precios de alojamiento, los dueños de los grandes hoteles, y de los no tan grandes albergues, recaudaron posiblemente lo correspondiente a un año de utilidades. Quienes no pudieron pagar los absurdos montos, acaso a modo de compensación, tuvieron el privilegio de presenciar los incandescentes amaneceres desde la comodidad de algún banquillo en la vialidad pública, o desde los improvisados campings instalados en las orillas de la playa, a menudo con un cordial “buenos días” enunciado por algún policía militar con rifle automático en mano.
También los operadores políticos de la FIFA hicieron su agosto. Según cifras oficiales, sólo el 18 por ciento de la infraestructura quedó en estado inconcluso. Pero la cifra es falsaria. Si uno transita las ciudades sedes descubre de primera mano que la mayoría de las obras están inacabadas, que los proyectos urbanísticos que estaban programados para la Copa todavía ni siquiera arrancan con la primera piedra. Los recursos previstos para el certamen, según la lectura de los ciudadanos, acabo en las arcas privadas de los políticos al servicio del órgano internacional. Aunque también a ellos –a los ciudadanos brasileños– frecuentemente los descalifican con el epíteto en boga: “pesimistas catastróficos”.
Las oligarquías domésticas de igual forma recogieron beneficios a granel. La empresa Odebrecht, oriunda de Bahía (uno de los estados más pobres del país), consiguió apuntalarse como el competidor casi exclusivo en las licitaciones para la infraestructura de la Copa, y de los Juegos Olímpicos en puerta. Dueña indiscutida de las concesiones, la empresa brasileña se perfila para multiplicar sin reservas sus ganancias en los años venideros, ante la mirada negligente, no pocas veces cómplice, de los poderes públicos. Por añadidura, estos proyectos infraestructurales han contribuido directamente a impulsar una iniciativa programática de las élites: a saber, la ocupación sin freno de las ciudades para beneplácito de fracciones poblacionales minoritarias, y por consiguiente el arrinconamiento cada vez más agresivo de las clases populares. Más aún, como insistentemente señala el movimiento anti-copa, la agenda de la Copa, que es la agenda de unos pocos, sirvió para desplazar la demanda general de la gente: educación, salud, satisfactores básicos. La asignación de recursos no es neutral: o bien sirve a los fines de la población o bien se aboca al interés de un grupúsculo de acaparadores. La Copa de futbol, que lo que menos prioriza es el futbol, sólo se ocupó de lo segundo, y lo primero –el interés general– figuró únicamente en el discurso de una clase política con vocación de sofista.
Después de la vergonzosa derrota de Brasil (ese inexcusable 7-1 que propinó Alemania), la gente recuperó el ánimo de la crítica. ¿Para qué traer la Copa a Brasil cuando la situación del país es acaso tan desfavorable como la situación del equipo? Doble atropello: por un lado, latrocinio irrestricto, y por otro, humillación deportiva. No es un asunto menor que los dos archirrivales de Brasil disputaran la final de la Copa. Ahora existe una polémica en torno a las magnitudes de la deshonra. ¿Qué fue más vergonzoso: el “maracanazo” o el “mineirazo”?
Dice el refrán que lo que mal empieza mal acaba. Puedo escuchar los necios señalamientos de “pesimista”, “catastrófico”, etc.
En cierto sentido la Copa del Mundo Brasil 2014 es una metáfora de las sociedades modernas: aunque todo marcha mal las cosas avanzan; lo que es estrictamente vital se arrolla en provecho de lo insubstancial; y al final el desastre se traduce en éxito.
Pero la derrota o la victoria, el fracaso o el éxito, es un asunto de los dioses… y de uno que otro analista apoltronado en el confort de la complacencia. Acá interésanos destacar lo valioso, rendir honor a quien honor merece. Y naturalmente la felicitación es para el pueblo brasileño, que con su fecunda alegría, generosidad, logró enmendar un escenario de virtual desastre, y ofrecer a los viajeros foráneos la mejor de las experiencias. A ellos, los menos beneficiados con la Copa, los más apenados con el mediocre e intrascendente rendimiento de su selección, extiéndoles mi más profunda gratitud y admiración.
Brasil son ustedes. Brasil somos todos.
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