“¡Órale hijo de tu puta madre! Dame la cartera. Y el celular. Tu también pendejo, no te quedes mirando. Apúrenle o les meto plomo a los dos. Aquí se los cargo la chingada”.
Algo que parecía un revolver, que amenazantemente apuntaba como un revolver, que sonreía con la atípica soberbia de un revolver, y que efectivamente era un revolver, se apoyaba con su fingida frialdad sobre mi sien. La noche de aquel viernes santo lucía particularmente lóbrega. La ciudad de México despedía su habitual tufo a podredumbre reciclada. Agazapados en el interior del auto, presas de la natural parálisis que asalta en momentos donde la vida coquetea fatalmente con la muerte, sin la menor esperanza de que algún héroe enmascarado acudiera a nuestro auxilio (menos un policía), apenas alcancé a articular: “Tranquilo hermano. Ahorita te damos las cosas…”
Yo esculcaba con aparente profusión mis bolsillos, procurando dejar lo más posible dentro de los mismos. El increpante extendía una mano a la espera de las ofrendas, mientras la otra mano sujetaba peligrosamente el arma de fuego. Mi acompañante, quien iba al volante, ponía a prueba su pericia en estos menesteres, aplicando, en el momento de más tensión, tácticas de marrullería fina. “Toma la cartera. Pero, neta, no traigo celular. Si quieres escúlcame”. Pero nada torpe el impasible asaltante, espetó: “Entonces dame el reloj… y la chamarra, cabrón. ¡Órale puto o aquí te mueres!” Obedientemente le entregamos una por una todas nuestras pertenencias. Mi escaso patrimonio personal quedaba en manos de un delincuente anónimo por la vía de la fuerza. La misma lógica que impera en el ámbito de la economía formal, pero en este caso sin retórica ceremoniosa.
Después de ocultar el arma, el villano desenmascarado profirió la última indicación: “Se me van derechito por la avenida. Y cuidado y se les ocurre soplar. Tengo su información personal. Voy y me los tuerzo en sus casas”.
Al día siguiente, ya de regreso en la ciudad de las flores, con escasos 20 pesos en el bolsillo y las tarjetas bancarias vacías, abordé un taxi con dirección a mi domicilio. A medio camino, alcancé a divisar a una mujer con bebe en brazos corriendo desesperadamente. “Ahí va el cabrón”, comentó el taxista, estirando el brazo para señalar a un hombre que huía de prisa con lo que parecía ser el bolso de la joven madre. “Cada vez está peor la inseguridad en Xalapa. Yo vengo de Chihuahua. Allá ya no se puede vivir. Aunque acá está casi igual. Yo me vine a Veracruz porque mi hermano me ofreció posada después de un incidente que tuve hace dos años. Mi esposa vivía en Chihuahua y yo trabajaba en el norte, en Houston. Teníamos ahorros en el banco que ascendían a 300 mil pesos. Y unos días antes de regresarme a casa de mi suegra, en Chihuahua, me habla mi esposa y me dice que el dinero desapareció. Que alguien había clonado la tarjeta y que habían retirado los 300 mil pesos íntegros. Y que además, el banco no se hacía responsable por montos de esa magnitud. Que no había manera de que nos repusieran el dinero. Literalmente, nos dejaron en la calle. Unos meses después del siniestro, me vine con esposa e hijos a vivir a casa de mi hermano. Y aquí estamos… Dándole”.
Ligeramente agobiado con todo lo que acababa de vivir y escuchar, decidí cambiar de ruta e ir a visitar a un amigo. Ya en su casa, conté a él y sus invitados el percance del asalto. A media narración, me interrumpe uno de ellos, visiblemente exaltado, y confiesa: “Hace dos semanas me asaltaron cinco cabrones. Se bajaron de una camioneta, me apuntaron con un cuerno de chivo, me metieron una rastriza con macanas y se llevaron las pocas cosas que traía conmigo. Pero la verdad tuve suerte. Los güeyes se pelaron cuando vieron a un taxista merodeando. Si no, seguramente me hubieran levantado. Y ve tu a saber si estaría contando ahorita la historia”.
Algo que parecía un revolver, que amenazantemente apuntaba como un revolver, que sonreía con la atípica soberbia de un revolver, y que efectivamente era un revolver, se apoyaba con su fingida frialdad sobre mi sien. La noche de aquel viernes santo lucía particularmente lóbrega. La ciudad de México despedía su habitual tufo a podredumbre reciclada. Agazapados en el interior del auto, presas de la natural parálisis que asalta en momentos donde la vida coquetea fatalmente con la muerte, sin la menor esperanza de que algún héroe enmascarado acudiera a nuestro auxilio (menos un policía), apenas alcancé a articular: “Tranquilo hermano. Ahorita te damos las cosas…”
Yo esculcaba con aparente profusión mis bolsillos, procurando dejar lo más posible dentro de los mismos. El increpante extendía una mano a la espera de las ofrendas, mientras la otra mano sujetaba peligrosamente el arma de fuego. Mi acompañante, quien iba al volante, ponía a prueba su pericia en estos menesteres, aplicando, en el momento de más tensión, tácticas de marrullería fina. “Toma la cartera. Pero, neta, no traigo celular. Si quieres escúlcame”. Pero nada torpe el impasible asaltante, espetó: “Entonces dame el reloj… y la chamarra, cabrón. ¡Órale puto o aquí te mueres!” Obedientemente le entregamos una por una todas nuestras pertenencias. Mi escaso patrimonio personal quedaba en manos de un delincuente anónimo por la vía de la fuerza. La misma lógica que impera en el ámbito de la economía formal, pero en este caso sin retórica ceremoniosa.
Después de ocultar el arma, el villano desenmascarado profirió la última indicación: “Se me van derechito por la avenida. Y cuidado y se les ocurre soplar. Tengo su información personal. Voy y me los tuerzo en sus casas”.
Al día siguiente, ya de regreso en la ciudad de las flores, con escasos 20 pesos en el bolsillo y las tarjetas bancarias vacías, abordé un taxi con dirección a mi domicilio. A medio camino, alcancé a divisar a una mujer con bebe en brazos corriendo desesperadamente. “Ahí va el cabrón”, comentó el taxista, estirando el brazo para señalar a un hombre que huía de prisa con lo que parecía ser el bolso de la joven madre. “Cada vez está peor la inseguridad en Xalapa. Yo vengo de Chihuahua. Allá ya no se puede vivir. Aunque acá está casi igual. Yo me vine a Veracruz porque mi hermano me ofreció posada después de un incidente que tuve hace dos años. Mi esposa vivía en Chihuahua y yo trabajaba en el norte, en Houston. Teníamos ahorros en el banco que ascendían a 300 mil pesos. Y unos días antes de regresarme a casa de mi suegra, en Chihuahua, me habla mi esposa y me dice que el dinero desapareció. Que alguien había clonado la tarjeta y que habían retirado los 300 mil pesos íntegros. Y que además, el banco no se hacía responsable por montos de esa magnitud. Que no había manera de que nos repusieran el dinero. Literalmente, nos dejaron en la calle. Unos meses después del siniestro, me vine con esposa e hijos a vivir a casa de mi hermano. Y aquí estamos… Dándole”.
Ligeramente agobiado con todo lo que acababa de vivir y escuchar, decidí cambiar de ruta e ir a visitar a un amigo. Ya en su casa, conté a él y sus invitados el percance del asalto. A media narración, me interrumpe uno de ellos, visiblemente exaltado, y confiesa: “Hace dos semanas me asaltaron cinco cabrones. Se bajaron de una camioneta, me apuntaron con un cuerno de chivo, me metieron una rastriza con macanas y se llevaron las pocas cosas que traía conmigo. Pero la verdad tuve suerte. Los güeyes se pelaron cuando vieron a un taxista merodeando. Si no, seguramente me hubieran levantado. Y ve tu a saber si estaría contando ahorita la historia”.
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