Por: Rafael de la Garza Talavera
A
estas alturas resulta imposible negar la fuerza y legitimidad del movimiento
feminista en el mundo. De los movimientos antisistémicos, los feminismos han
colocado contra las cuerdas a gobiernos, corporaciones e individuos en buena
parte del mundo occidental; al mismo tiempo ha logrado concitar un apoyo
generalizado a sus demandas, en el marco de la exacerbación de la violencia
hacia las mujeres.
En
México las acciones de las mujeres han provocado reacciones de todo tipo,
poniendo sobre la mesa la hipocresía de gobiernos, partidos y grupos de interés
y la debilidad de las acciones oficiales encaminadas a contener la epidemia de
asesinatos y desapariciones de miles de mujeres. La igualdad de género
decretada desde el poder para candidaturas y puestos gubernamentales no ha
podido ocultar su superficialidad frente a un problema añejo y creciente. Ya
desde finales de siglo las muertas de Juárez pusieron en el escenario político
las consecuencias para las mujeres del incremento de la violencia, generada principalmente
por el crecimiento de la pobreza y la marginación así como el fortalecimiento
de las organizaciones criminales.
En
este contexto no sorprende la postura de AMLO al respecto, más allá de su
limitada percepción del conflicto; parece que se privilegia la idea de no enfrentarse
con sus bases evangelistas o con los sectores medios adversos a temas como el
aborto y la diversidad sexual. Su insistencia en quedar bien con todos los
actores políticos relevantes, al menos en el discurso, demuestra sus límites y
sus consecuencias. Si a esto se agrega sus malabares discursivos, el
desencuentro es patente y promete una escalada que no conviene a nadie pero
que, dada la rigidez del presidente en el tema, seguirá en ascenso.
Un
factor clave en el análisis de la postura presidencial es su concepción del
deber ser feminista: “Pienso que el movimiento feminista,
independientemente de lo conceptual, de lo teórico, debe tener como guía el
humanismo (...) y se tiene como objetivo principal darle atención
preferente a los más pobres (...) La justicia es darle más al que tiene menos,
eso también es humanismo”. La
declaración deja entrever que el apoyo que su gobierno ofrece a las mujeres
va en el sentido de mitigar los estragos de la pobreza y no tanto en atacar el
problema de la violencia hacia ellas, -que dicho sea de paso son dos caras de
la misma moneda. De que otra manera podría explicarse que frente a la creciente
agudización de los asesinatos pida que se evite hablar de ello para no opacar
la rifa de un avión; o peor aún, achacar a la derecha la manipulación del
movimiento para atacarlo. El hecho de la creciente violencia a la mujer es
inocultable y banalizarlo resulta grotesco. Demuestra insensibilidad y rigidez
para enfrenta un viejo problema con el que se solidarizó como candidato
presidencial.
Cuando los colectivos feministas se plantaron frente a
palacio nacional para reclamarle la
infausta declaración en donde culpó al neoliberalismo de los problemas de
las mujeres, dejó en claro que su política hacia las mujeres no se moverá: “No porque vinieron a
hacer una manifestación yo voy a renunciar a mis convicciones de siempre, si
por eso luchamos, luchamos por un cambio en lo material y en lo espiritual, y
si tienen otra visión respetamos, pero vamos a seguir sosteniendo lo que
creemos y no le hacemos daño a nadie”.
Es evidente que sus ‘convicciones de siempre’ están fuera del
contexto actual y que representan un pasivo en su política interna, pero
además, que están dañando a la sociedad en su conjunto fortaleciendo las
posturas machistas y el desprecio por las protestas y movilizaciones. Probablemente
intuye que mantener una imagen veladamente machista –con un discurso incluyente
y humanista- no le restará puntos en las encuestas de popularidad. Mantendrá
así la fidelidad de buena parte de la sociedad mexicana que sigue pasmada
frente a la necesidad de acabar con el patriarcalismo y la discriminación
concomitante; que se niega a abordar el problema en todos los ámbitos de la
realidad social a pesar de la valiente postura de una minoría de mujeres
organizadas que han comprendido que sólo las acciones contundentes pueden
obligar a la sociedad a discutir el problema y buscar una solución. Y si bien
la igualdad de género en candidaturas y puestos en la administración pública, es
plausible, no es ni remotamente suficiente para mostrar una política
consecuente con la gravedad del problema. Ampliar la política de igualdad de
género a órganos autónomos y universidades no representa más que una simulación
que irrita aún más a las mujeres organizadas y que no toca el conflicto central:
la sistemática violencia hacia mujeres de todas las edades.
La rigidez de un gobierno que se empeña en mantener una ruta
prefijada es sintomática de sus prioridades. Poner por encima de todo lo demás
el crecimiento económico y las alianzas a diestra y siniestra para mantener el
poder ha probado ser nefasto para los gobiernos progresistas al sur del Rio
Bravo. Lula y Dilma lo demostraron en Brasil y dieron paso a un gobierno de
extrema derecha que cosechó el descontento provocado por el pragmatismo in
extremis. La política del equilibrista o el bonapartismo de AMLO seguirá enfrentado
el dilema de elegir un rumbo claro y comprometido con las mayorías para las que
dice gobernar. Mientras no lo haga seguirá apuntalando el poder de los dueños
del dinero, quienes si bien hoy comulgan con él, podrían modificar su posición en
cuanto las condiciones políticas cambien.
El presidencialismo mexicano siempre descansó en la
legitimidad de las decisiones tomadas por el jefe del ejecutivo, no tanto por
su eficacia sino por su capacidad para imponerse por encima de los actores
políticos. El presidencialismo de AMLO abreva de esas fuentes procurando ante
todo restablecer, en la medida de lo posible, la legitimidad del estado
mexicano. Mantener su desprecio por el movimiento feminista está poniendo a prueba
semejante estrategia y si no hay un cambio palpable al respecto por parte del
presidente, seguramente abrirá un boquete difícil de cerrar en la muralla de la
4T.
Es cierto también que la violencia hacia las mujeres es
estructural en una sociedad capitalista y que AMLO no pretende desmantelar el
sistema económico. Pero en la medida en que la violencia hacia las mujeres
mantenga su tendencia ascendente y la sociedad y gobiernos no se comprometan,
aunque sea de manera limitada a contener el conflicto dada su alianza con el capital,
el costo político aumentará y comprometerá los limitados objetivos de la 4T.
Más allá de sus convicciones personales, y a pesar de que su
pragmatismo ha sido exitoso hasta ahora, el presidente haría bien en
recapacitar para evitar la descalificación y el escarnio hacia las mujeres
organizadas. Si no por lo justo de sus demandas y los comprensible de sus
acciones –que no es posible escatimar con argumentos válidos- si para impulsar
el fortalecimiento de su poder político que, al decir del viejo Maquiavelo, es
la misión principal de cualquier político.