En este ejercicio de análisis de la región que arrancamos hace casi un año, hemos identificado algunas constantes e inconstantes que se antoja preciso subrayar a modo de recapitulación, con el objeto de seguir construyendo un marco de análisis que permita anticipar ciertos escenarios e interpretar otros pretéritos cuya huella perduran en el presente. En un aspecto parece haber consenso: en América Latina está en curso un proceso de reconquista colonial y de restauración del poder de clase, que no son la misma cosa pero que están íntimamente entretejidos. Si admitimos esta tesis, estamos obligados a admitir que hubo un período marcado por la inercia opuesta: es decir, de descolonización y democratización. En efecto, la evidencia sugiere que hubo un progreso en los dos renglones, pero que ese progreso tuvo un horizonte de ampliación más acabado en la dimensión descolonizadora. La democratización prosperó de manera diferenciada en América Latina, y esa diferencia responde a las especificidades de los procesos políticos de cada país. Con escasas excepciones, México, Colombia y Honduras señaladamente, casi la totalidad de los países al sur del río Bravo viraron hacia la izquierda al menos por uno o más ciclos presidenciales. Y refiero a esas tres excepciones porque sus trayectorias ponen de manifiesto algunas de esas constantes e inconstantes que conviene destacar, acaso porque allí se incuban los procedimientos que en el presente inciden concertadamente en la región.
En México hubo un primer ciclo de reformas neoliberales entre 1988 y 1994. Después hubo un interregno de doce años, que también transitó por la ruta anti-laboral de los mercados globales, pero que se distinguió fundamentalmente por una escalada de la violencia de Estado. Tras el triunfo electoral de Enrique Peña Nieto en 2012, la agenda de la neoliberalización arreció, básicamente con dos reformas a la delantera: la reforma energética y la reforma educacional. Pero cabe detenerse en eso que llamo el “interregno”.
En 2006, México también amagó con virar a la izquierda, en consonancia con sus pares del sur. El candidato de la oposición, Andrés Manuel López Obrador, enfrentó en 2004-2005 un proceso de desafuero por escándalos de corrupción (que es el estribillo en boga de la derecha). Sin embargo, el establishment político no consiguió frenar su candidatura a la presidencia. Y de acuerdo con “peritajes” electorales extraoficiales, López Obrador ganó esa elección. El computo oficial, no obstante, otorgó el triunfo a Felipe Calderón Hinojosa, por un minúsculo margen de 0.56 por ciento. Lo que siguió fue un baño de sangre nacional. Sólo en el sexenio de Calderón Hinojosa, se estima que perdieron la vida cerca de 136,000 personas por incidentes relacionados con la narcoviolencia, desaparecieron decenas de miles de personas, y cientos de miles de familias abandonaron sus estados de origen. Esta tragedia humanitaria se desencadenó tras la declaratoria de guerra contra el narcotráfico que, en diciembre de 2006, por decreto político unipersonal, ordenó Felipe Calderón.
En México, frenaron la inercia de cambio con la guerra. En 2007 entra en vigor el Plan México, que es un Plan de Estados Unidos para México, con dos figuras de injerencismo estadunidense: Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte e Iniciativa Mérida. En el primer paquete de asistencia, las fuerzas armadas mexicanas recibieron 61 por ciento del presupuesto total.
De 2007 a 2013, las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto desmantelaron las industrias aeronáutica y energética, extinguieron organizaciones gremiales como el Sindicato Mexicano de Electricistas y el Sindicato de Mexicana de Aviación, y abolieron los derechos laborales del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana y de los dos gremios magisteriales: el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
La fórmula oligárquica: seguridad con diseño estadunidense más reformas estructurales.
El caso colombiano es asombrosamente similar. En el período 1996-1997, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), cosecharon las victorias militares más destacadas en la historia de la guerrilla. Poco después de las elecciones de 1998, las FARC consiguieron desmilitarizar cerca de 42.000 kilómetros cuadrados, para la celebración de los diálogos de paz en El Caguán, que fracasaron porque el Estado acompañó el proceso con una gran acción de violencia paramilitar contrainsurgente. Lo cierto es que la apuesta de todos los gobiernos fue aplastar militarmente a las FARC. Hasta 1999, el Estado no conseguía producir un cambio en el balance militar a favor de la fuerza pública.
Con la excusa del narcotráfico, Colombia y Estados Unidos firman el Plan Colombia para la Paz (1999), que en realidad era un Plan de Estados Unidos para Colombia. Del total del presupuesto de asistencia, 63.3 por ciento correspondió al componente militar (casi exactamente el mismo porcentaje consignado en el Plan México). Dice el investigador colombiano, Max Yuri Gil: “El Plan Colombia lo que generó fue eso: una repotenciación del Ejército, y una inversión en la correlación de fuerzas. Ese es el pacto del Plan Colombia: la destrucción de la ventaja militar que tuvieron las FARC, y una derrota estratégica de la guerrilla… Nunca más las FARC pudieron volver a generar una gran concentración de tropa para ocupar territorios”.
Dawn Paley, periodista independiente, observa: “Inmediatamente después del Plan Colombia, la compañía estatal de petróleo, Ecopetrol, fue privatizada, y nuevas leyes fueron promulgadas para alentar la inversión extranjera directa… batallones especiales del ejército fueron entrenados para proteger los oleoductos que pertenecían a compañías estadounidenses. En el marco del Plan Colombia, la inversión foránea en las industrias extractivas se elevó a los cielos, y se firmaron nuevos acuerdos comerciales”.
Otra vez la fórmula oligárquica: seguridad con diseño estadunidense más reformas estructurales.
En la antesala de la aprobación del Plan Colombia, el entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, afirmó: “No debemos apoyar ni permitir que una democracia elegida por su pueblo, defendida con gran valor por gente que ha dado su vida, sea minada y subvertida por aquellos que literalmente están dispuestos a hacer pedazos al país apartándolo para avanzar su propia agenda… Tenemos que ganar la lucha por el área de libre comercio de las Américas. Tenemos que probar que libertad y mercado libre van de la mano” (Jairo Estrada Alvaréz en “Plan Colombia: Elementos de economía política”).
Cuando dice: “…aquellos que están dispuestos a hacer pedazos al país”, teóricamente se refería a los narcotraficantes. Pero unos años más tarde, en 2016, Hillary Clinton admitió sin rubor el objetivo no declarado del Plan: “…[el] objetivo era tratar de utilizar nuestra influencia para controlar las acciones del gobierno contra las FARC y las guerrillas, pero también para ayudar al gobierno a detener el avance de las FARC y de las guerrillas” (http://www.democracynow.org/es/2016/4/13/hear_hillary_clinton_defend_her_role).
En esa misma entrevista, la señora de Clinton aceptó lo que hasta ese momento era un secreto a voces: a saber, que en 2009 apoyó el golpe de Estado que puso fin al mandato de Manuel Zelaya en Honduras. También acá, la injerencia de Estados Unidos privó a ese país de un viraje hacia la izquierda o la descolonización. Esa intervención diezmó a la población, y fortaleció la dimensión autoritaria. Berta Cáceres es una de las víctimas de esa ambición recolonizadora. Hillary reconoció con orgullo su participación en el golpe, y amenazadoramente previno a aquel país de sus planes para el futuro: “Trabajé muy duro con los líderes de la región y conseguí que Óscar Arias, el ganador del Premio Nobel, tomara el liderazgo para tratar de negociar una resolución sin derramamiento de sangre. Y eso era muy importante para nosotros, ya sabe, Zelaya tenía amigos y aliados, no sólo en Honduras, también en algunos de los países vecinos, como Nicaragua, y podríamos haber tenido una terrible guerra civil, con una aterradora pérdida de vidas… Y comparto su preocupación, no sólo sobre las acciones del gobierno; las bandas de narcotraficantes y los traficantes de todo tipo se están aprovechando del pueblo de Honduras. Así que creo que tenemos que hacer un plan Colombia para Centroamérica (¡sic!)”.
Y después del Plan (con diseño estadunidense) ya sabemos que sigue.
En América Latina está en curso un proceso de reconquista colonial y de restauración del poder de clase. Y la estrategia que dispuso la derecha continental se apoya fuertemente en la fórmula antes referida: seguridad con diseño estadunidense más reformas estructurales.
El gobierno de Mauricio Macri en Argentina da señales de avanzar peligrosamente en esa dirección. Eso se tratará en la siguiente entrega.
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