lunes, 20 de julio de 2015

El “Chapo” Guzmán o la carabina de Ambrosio o las tribulaciones de una prensa desorbitada o la restauración de la guerra

La expresión  “carabina de Ambrosio” comúnmente está asociada con la inutilidad u origen apócrifo de una cosa. De acuerdo con el relato popular, el adagio alude a un bandolero del siglo XIX que acostumbraba atracar a sus víctimas con una carabina falsa. El mundo criminal de nuestra época no es tan cándido; pero sí el uso político-mediático que rodea sus intrigas. Las interpretaciones de la prensa dan tumbos al compás de estos montajes circenses. 

Esta semana la nota estelar de la prensa fue la fuga del celebérrimo capo Joaquín “Chapo” Guzmán Loera. Y como si se tratara de un hecho trascendental para la vida pública del país, los medios nacionales e internacionales cubrieron hasta la hipertrofia el acontecimiento. Llama la atención que la primera licitación de la ronda uno para la entrega del patrimonio energético, y los oscuros procedimientos que cortejan la adjudicación anticonstitucional de los hidrocarburos, recibiera un tratamiento francamente marginal en la prensa. O que la escalada de represión contra los maestros pasara prácticamente inadvertida en los medios tradicionales. Casi toda la atención se concentró en el escape del ahora prófugo capo sinaloense o en la fútil visita a Francia de la actoral pareja presidencial mexicana. Naturalmente la prensa contribuye decisivamente a la epocal conversión de la política en política ficción. Yerran aquellos que definen a los medios de comunicación como un “cuarto poder”. En México y el mundo, la prensa define los contenidos de la política, e incluso pone y depone presidentes a su antojo. Televisa o el “canal de las estrellas” es un “primer poder”. Eso explica que los medios informativos estén tan atentos a las peripecias escapatorias de un hampón “estrella” y a las protocolarias acrobacias de un remedo de “estrella pop” presidencial en galas transatlánticas. En este desierto de espejismos las malinterpretaciones son la norma. 

Casi todos los analistas coinciden en señalar que la fuga de Guzmán Loera, ocurrida la noche del sábado 11 de julio en el reclusorio de “máxima seguridad”(sic) del El Altiplano, en Almoloya de Juárez, Estado de México, es sintomático de la corrupción institucional, y especialmente de la podredumbre del sistema penitenciario. Esta interpretación también permea el imaginario ciudadano. Una encuesta de CNN México revela que 9 de cada 10 mexicanos opina que la fuga del connotado “Chapo” se debió a la corrupción de las autoridades. Y claro, Donald Trump y consortes aprovecharon la escaramuza para regurgitar hasta el hastío la consigna de la presunta “cultura” de corrupción del mexicano. Esa narrativa sólo tiene un beneficiario: Estados Unidos. Es Estados Unidos el principal interesado en alimentar ese discurso de nuestra “corruptibilidad” nacional, incluso aunque aluda a aspectos puramente formales o institucionales. En ese subterfugio se incuba la posibilidad de profundizar la intervención de Estados Unidos en la agenda doméstica, y de hacer avanzar el ensamblaje o yuxtaposición de soberanías en materia de seguridad y otros renglones de crucial importancia para el gobierno norteamericano. 

No es casual que el secretario de gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y el embajador de Estados Unidos, Anthony Wayne, se reunieran el martes 14 por la tarde para acordar el fortalecimiento de “la coordinación y colaboración que existe entre ambos países, a fin de lograr la recaptura de Joaquín Guzmán”. El miércoles 15 algunos diarios nacionales dieron cuenta del involucramiento del FBI y la Administración Federal de Drogas (DEA) en las operaciones de persecución del capo. Un día después, la DEA –como si se tratara de una autoridad ungida constitucionalmente– declaró que utilizaría cárteles enemigos al de Sinaloa para atrapar al prófugo delincuente. “Estamos buscando en todos lados, estamos observando a gente que ayuda a su organización, a sus familiares que podrían estar involucrados; a sus exasociados, a cárteles rivales que posiblemente puedan hablar con algunos de sus subalternos”, declaró Jack Riley, director de Operaciones de la DEA (Proceso 16-VII-2015). No es nada original el guión. En 1993, la táctica de cacería de Pablo Escobar en Colombia se apoyó fuertemente en una alianza con el grupo paramilitar “Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar) y gente del cártel de Cali. Al final no hubo captura sino abatimiento de Escobar, cabeza del cártel de Medellín en aquel tiempo. Y las instituciones de seguridad colombianas, la cuestionada presidencia de Cesar Gaviria, y el Plan Colombia o Plan de Estados Unidos para Colombia (antecedente consanguíneo de la Iniciativa Mérida) consiguieron recuperar amplios márgenes de aprobación y credibilidad.  

No pocos especialistas se rasgan las vestiduras alegando que la fuga de Guzmán Loera representa un golpe a la credibilidad de las instituciones y sus altos mandos. Pero ese es precisamente el tenor de los reclamos que abren el horizonte para la restauración de la imagen gubernamental e intergubernamental (Estados Unidos-México), que todo hace suponer está detrás de este teatral ardid escapatorio.

Con una eventual captura o abatimiento del “Chapo” todos los frentes de poder dominantes en México ganan. 

Es por lo menos discutible el argumento de que este “bochornoso” episodio marca el fin de una estrategia, la caducidad definitiva de una política de seguridad orientada a la aprehensión de los jefes de la droga o al descabezamiento de los cárteles. Si en los próximos días o semanas o meses el “Chapo” fuera recapturado, las instituciones de seguridad mexicanas, el gobierno de Enrique Peña Nieto, y las estrategias estadounidenses comprendidas en la Iniciativa Mérida o Plan México recuperarían un terreno en materia de legitimidad que de otro modo se antoja perdido. 

Los jefes criminales son empleados de los Estados y los bancos. Y las estructuras horizontales de los cárteles modernos, constituidos como consejos empresariales, permiten el reemplazo y rotación de esos empleados. A algunos de los líderes se les encarcela temporariamente o extradita. A otros se les da muerte. Pero las redes financieras y políticas se conservan incólumes. Pedro Peñaloza, investigador en temas de seguridad de la facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), hace notar:  “El error estratégico es que en México se descabeza, pero no se desarticula. Sólo se arresta a los gerentes de los cárteles, pero no se hace nada con la red de complicidades políticas y económicas que sustentan al narcotráfico. Pese a la captura de Guzmán, no se tocaron los bienes, cadenas de producción ni de distribución del cártel de Sinaloa. Cuando sean detenidos miembros de la clase política que son cómplices, se estará desarticulando” (La Jornada 13-VI-2015). El escape de Guzmán Loera no significó de ningún modo una reformulación de la estrategia. Al contrario, tras la noticia de la fuga el gobierno dispuso 10 mil policías federales –incluidos elementos de élite– para la pesquisa del narcotraficante sinaloense. Y además, a petición de Estados Unidos, la Interpol emitió una alerta para su búsqueda en 190 países. 

La segunda huida del “Chapo” no es exactamente el “Waterloo mediático en que el Estado mexicano terminó de perder la guerra al narco”. De hecho, el gobierno convenientemente alega “traición desde el gobierno”. La visita a Francia de Peña Nieto acompañado de más de 400 personas, incluidos funcionarios de alto rango, militares, empresarios y anexos, exonera al menos mediáticamente al presidente y secuaces. Desde el punto de vista de la estrategia de seguridad actual, la fuga del “criminal más buscado a escala mundial” es un bálsamo que alienta la continuidad de los aspectos torales de esa estrategia. 

Todo indica que la intriga de la fuga es un montaje teatral en el que convergen los intereses dominantes de la trama del narcotráfico, y no un “descalabro” que propicie una reformulación de los planteamientos que rigen el curso de la fraudulenta guerra contra el narcotráfico.  


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