El pasado infame-informe de gobierno de
Enrique Peña confirma que la clave para lograr imponer las directrices de las
corporaciones internacionales también llamadas reformas tiene dos caras: la
centralización política y la militarización del territorio nacional. El
resultado es el retroceso evidente en algunos de los tímidos logros de la hoy
desaparecida transición a la democracia que tanto entusiasmo causo entre los
admiradores del poder.
El triunfo de Peña en las elecciones de 2014
canceló cualquier posibilidad de que el proceso político inaugurado en los años
ochenta siguiera con vida. De hecho fue la puntilla que revirtió la tendencia a
desmantelar el presidencialismo mexicano, reculando sin miramientos para
alimentar la ilusión del regreso de la presidencia imperial. Los dos sexenios
panistas fortalecieron la idea entre los políticos de que la única manera de (des)
gobernar el país e imponer de una vez por todas el neoliberalismo era echando
mano de la tradición autoritaria.
Las consecuencias de lo anterior se pueden
constatar en la subordinación sin condiciones (excepto el pago generoso a las
bancadas de los partidos en el congreso) del poder legislativo a los proyectos
del ejecutivo, pieza central en el sistema político tradicional. Y si bien es
cierto que hoy el congreso es plural (tiene varios colores que no ideologías)
el resultado es el mismo: sometimiento generalizado al presidente. Para algunos
puede parecer que las negociaciones para lograr consensos en las cámaras son un
ejemplo de democracia deliberativa pero el hecho es que votan lo que los
líderes de las bancadas acuerdan entre ellos -siguiendo la sacrosanta línea del
presidente- de espaldas a la nación a la que dicen representar y de los propios
miembros de sus bancadas, quienes se limitan a votar de acuerdo a las órdenes
de sus dirigentes. No hay debates en el pleno ni polémicas de altura. Todo está
prefabricado para ofrecer una imagen de civilidad y responsabilidad y al mismo
tiempo ocultar la imposición y el sometimiento.
Al mismo tiempo, las flores de la transición,
entre las que destaca el INE y el IFAI hoy muestran una regresión innegable para
ponerse a la altura de las circunstancias centralizadoras. El primero se ha
convertido en un monstruo que pretende centralizar la organización de los
procesos electorales cuando ni siquiera podía organizar de manera transparente
los procesos electorales federales. Se argumenta a favor de la creación del INE
que los gobernadores se habían convertido en el fiel de la balanza electoral en
sus estados, controlando a los órganos electorales locales. Cuesta trabajo
pensar que arrebatándoles dicho poder para dárselo a uno sólo, el presidente,
la democracia electoral va a mejorar, evitando los dedazos, el uso de recursos
públicos en las campañas y el fraude electoral. Menos aun cuando el fiel de la
balanza ahora será un individuo que ganó las elecciones innovando en el fraude
electoral.
Por su parte, las reciente reforma en materia
de transparencia y acceso a la información ha demostrado su sintonía con el
proyecto presidencial al negarse a defender el derecho a la privacidad frente a
las novedades de la reforma en telecomunicaciones, la cual legaliza el espionaje
por parte del estado sin necesidad de justificar frente a un juez para hurgar
en la vida privada de las personas. Además, y en la línea de la tendencia
centralizadora, el IFAI podrá conocer o incluso atraer resoluciones de los
órganos garantes locales que le parezcan relevantes. Les podrá corregir la
plana a los institutos de acuerdo a los intereses del presidente y su grupo
para castigar o presionar a los gobiernos estatales a su antojo.
Y si todo lo anterior, que es sólo una
muestra del proceso de recentralización política que estamos viviendo en
México, no logra mantener el orden social pues ya están en la calle las fuerzas
armadas para contener cualquier brote pue ponga en peligro el proyecto
neoliberal. Pero además, su presencia sistemática en la ciudad y en el campo con retenes, patrullajes y
operativos construyen un ambiente de temor y angustia que en muchos casos
sirven, más que para contener la violencia, para desmovilizar a la sociedad, para evitar que se organice y se manifieste. En los dos años del gobierno de Peña, el gasto militar no
ha dejado de aumentar y no sorprendería que las próximas reformas tengan la
finalidad de blindar legalmente las intervenciones militares en la seguridad pública,
como lo han solicitado reiteradamente los altos mandos castrenses.
Así que para todos aquellos que se
vanaglorian del éxito de las reformas (entendido éste como lo fácil que fue
imponerlas en el congreso) habrá que recordarles que este tipo de operaciones
políticas tienen siempre un costo. Nada es gratis en política y la pregunta no
es si la pobreza aumentará, porque los hechos la responden y la responderán sin
tapujos, sino si la paz social necesaria para saquear los recursos naturales de
México será posible sólo con la propaganda oficial triunfalista y convenientemente
aderezada por los medios de comunicación. Pero eso no parece preocuparles a los
que estacionaron sus automóviles en plena plancha del zócalo para rendirle
tributo al tlatoani encopetado: para eso están las bayonetas.
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