Una vez consumada
la revolución francesa, la burguesía triunfante empezó el proceso de su
entronización como clase dominante extendiendo la mano a los trabajadores
prometiéndoles un mundo de abundancia, libertad e igualdad. La concesión de los derechos políticos exigía, según ella, un
ciudadano educado que lo convertiría en el motor de la modernización, clave
para el paraíso liberal. La burguesía tenía muy claro que la única manera de
enterrar el viejo régimen pasaba por arrebatarle a la aristocracia y el clero
el control de la educación y poder así conformar una nueva conciencia
colectiva, más acorde con sus propósitos marcados por el individualismo y la
competencia. Sin embargo, dos siglos después, las necesidades del capital se
han modificado lo suficiente como para que los liberales de hoy renuncien a la
educación pública en aras de aumentar sus márgenes de ganancia y el control
social necesario para lograrlos.
Las necesidades
provocadas por la industrialización en el siglo XIX fueron la base para que millones
de campesinos emigraran a las ciudades para convertirse en potenciales
asalariados. Los procesos de la producción industrial y del sector de servicios
necesitaban una mano de obra más educada, capaza de llevar adelante procesos de
producción y distribución de mercancías. Pero al mismo tiempo, la burguesía no
estaba dispuesta a seguir gastando en la capacitación de sus trabajadores por
lo que empezó a trasladar ese costo a la sociedad, obligando al estado a
configurar un sistema educativo que desarrollara en los trabajadores nuevas
capacidades y las habilidades necesarias para aumentar su productividad e
innovación técnica. Tradicionalmente, el obrero aprendía a trabajar en la
fábrica, en su espacio de trabajo, pero el ritmo frenético de la industrialización
necesitaba de mano de obra capacitada que se incorporara a la producción con capacidades ya
adquiridas. Es entonces cuando surge el sistema educativo nacional, liberal,
que a la par que se erigía como instrumento de la justicia social servía a los intereses
del capital.
Este proceso
inició en los países centrales como Francia e Inglaterra, enfocándose
primordialmente en la educación básica –el ciudadano debería saber leer y
escribir para poder defender sus derechos y convertirse en un ciudadano activo
políticamente, defensor y promotor de derechos- pero tuvo enorme influencia en
la conformación de sistemas educativos nacionales a lo largo y ancho del mundo.
En el caso mexicano, ya desde las
primeras décadas se concibe a la educación como un proceso indispensable para
romper con las inercias del virreinato. La educación de corte lancasteriano es
un primer intento de conformar un sistema nacional aunque el estado cedió el
control a los administradores del enfoque educativo. No fue sino hasta mediados
del siglo XIX cuando se empezaron a gestar propuestas más acabadas, que giraban
alrededor de la conformación de una conciencia nacional y del mejoramiento de
la capacidad productiva de los trabajadores; maestros como Enrique C. Rébsamen
y Carlos A. Carrillo contaron con el apoyo del estado mexicano para conformar
un sistema nacional educativo que incorporara a su práctica los últimos avances
en materia pedagógica así como la progresiva unificación de programas y
perfiles profesionales de los maestros en todo el país. Un paso importante fue
la creación de las escuelas normales que se encargaría de formar a los maestros
necesarios para enfrentar semejante tarea.
Sin embargo, y a
pesar de los esfuerzos de un sector de los liberales mexicanos, la educación a
lo largo del siglo XIX en México fue más una intención que una realidad. La
mayoría de la población siguió estando marginada de la escuela y no fue hasta
los años del cardenismo y sobre todo de los gobiernos de Ruiz Cortines y López
Mateos que el proyecto liberal educativo logró llegar a las mayorías, gracias a
la inversión social dirigida a construir escuelas, editar libros de textos, formar y contratar a miles y miles de
maestros. En consecuencia el crecimiento del sector educativo obligó al estado
a incorporar a los maestros en la dinámica corporativa del régimen
posrevolucionario, reconociendo sus organizaciones gremiales y colocándolos en
un lugar importante del entramado político institucional. Esto explica la
fundación en 1943 del Sindicato Nacionales de Trabajadores de la Educación
(SNTE) que aglutinó a todos los maestros del país. Y fue entonces cuando se
intensificaron los conflictos entre los
maestros y el estado, toda vez que el reconocimiento oficial de sus
organizaciones gremiales incluía al charrismo sindical, que cerró las puertas a
la democracia interna y colocó a la corrupción y tráfico de influencias como
moneda corriente en su vida interna así como su subordinación al presidente en
turno. El clientelismo cobró su factura y la divisa de la relación entre el
estado y los maestros fue: tú me das, yo te doy, aunque claro de manera
desigual. Tú me apoyas con tus votos, yo te reconozco tus derechos, siempre y
cuando estos no rebasen mi línea de tolerancia, o sea cuestionen el poder de la
clase dominante.
Tal vez por lo
anterior, las principales luchas de los maestros han tenido que ver con la
demanda de democracia interna. Fue el caso del movimiento magisterial
encabezado por Othón Salazar, a fines de los años cincuenta en la ciudad de
México, y que fue salvajemente reprimido por el estado; o el surgimiento de la
Coordinadora de la Educación de los Trabajadores de la Educación (CNTE) en 1979.
Sin embargo, con el desmantelamiento del estado de bienestar, los conflictos
magisteriales agregaron a sus demandas tradicionales otras demandas que tenían
que ver con sus condiciones laborales, con la permanencia del sistema educativo
nacional surgido de la revolución mexicana. Lo que está en juego ahora es
precisamente la existencia del sistema educativo nacional y como consecuencia,
el trabajo de los maestros.
A lo largo de los
últimos treinta años, el estado mexicano ha sufrido una serie de
transformaciones, entre las que destaca el lugar de la educación en los nuevos
planes de la burguesía, con la finalidad de mantener los rendimientos del
capital al alza a costa de lo que sea. Las luchas magisteriales se inscriben
así en un ciclo de luchas que enfrenta el empobrecimiento generalizado de la
población y la marginación sistemática de las mayorías: entre menos participen
en la política mejor. El corporativismo en México es hoy apenas una sombra de
lo que fue, pues el estado neoliberal ha prescindido de esa máscara, confiado
en la despolitización de amplios sectores de la población y en su alianza con
el capital internacional.
En el caso de
Veracruz, la decadencia del charrismo sindical ha sido contenida en parte por
los esfuerzos de los gobiernos estatales y los políticos que, controlados desde
el centro del país, no les importa cargar con el desprestigio de líderes
sindicales que son más una carga que una ayuda. Y a estos últimos no les
importa vivir del engaño y la simulación permanente, dependientes del poder público
como siempre. De hecho es lo único que saben hacer. Lo que tal vez no saben, o
prefieren no saber, es que en la medida en que las reformas neoliberales
avancen, su importancia política disminuirá geométricamente y eventualmente
desaparecerán. La fragmentación paulatina de la representación sindical de los
maestros en el estado es una muestra clara de lo anterior, por no mencionar los
márgenes de autonomía entre la lideresa hoy en desgracia y el invisible líder
nacional del SNTE en nuestros días.
Sin embargo, la
violencia social imperante en el estado, la crisis económica y el desprestigio
de la política institucional son obstáculos importantes para comprender las
limitaciones de las luchas magisteriales. En todo caso, por su tradición y por
su número, los maestros veracruzanos son un actor relevante en los conflictos
políticos que hoy enfrentan. Sus movilizaciones son un referente importante en
el ámbito nacional y representan una esperanza, no sólo para los trabajadores
de la educación y para los millones de estudiantes, sino para todos los que
concebimos a la educación como un derecho y no como una mercancía. La defensa
de sus derechos laborales en realidad es la defensa de un sistema educativo
acorde con el artículo tercero constitucional: laico, gratuito y obligatorio. Y
es aquí en donde radica la legitimidad de sus luchas y su popularidad entre amplias
franjas de la población.
El que el
neoliberalismo considere públicamente a la educación, a los maestros y a los
estudiantes como mercancías ha cancelado definitivamente ese matrimonio por
conveniencia celebrado hace dos siglos. El estado neoliberal considera que ese
matrimonio está agotado y no ha parado en los últimas tres décadas por consumar
el divorcio; agotado el ciclo liberal iniciado con la revolución francesa, la
educación resulta hoy un elemento menor para el desarrollo del capital. La simplificación
y robotización de los procesos de producción han logrado que los trabajos más
comunes hoy sean los que exigen menos capacidades y habilidades adquiridas en
los centros educativos. Basta leer la sección de anuncios clasificados para
comprobarlo.
Es por ello que
el movimiento magisterial podría empezar a redimensionar sus luchas, no ya para
mantener o revitalizar ese matrimonio perverso sino para concebir perspectivas
nuevas que, sin olvidar a todos aquellos que dieron su vida para mantener con
vida al sistema educativo nacional posrevolucionario, conciban una educación para
la emancipación, para la libertad y la autonomía de pensamiento. Una educación
que ponga en el centro al ser humano y no a los procesos de producción que
convierten al educando y al maestro en simple mercancía, en una pieza más de la
estructura productiva. Liberado de su secuestro corporativo, el magisterio se
convierte en sujeto histórico autónomo, consciente de su responsabilidad social
y promotor de un mundo en donde quepan muchos mundos.
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