En los tiempos que corren, el concepto de “ciudadano” tiene una connotación que difiere hondamente con las significaciones que otrora se le concedieron. Aunque en sentido estricto “ciudadanía” no es más que uno de los múltiples términos-refritos reintroducidos diligentemente en el habla pequeñoburguesa en el estadio temprano de la segunda pos-guerra, básicamente para establecer una diferencia entre la persona “civilizada” y el bárbaro moderno (no el prole, sino el inculto socialmente marginal), cabe observar que lo que inicialmente concibieron griegos, y en la posteridad los franceses, respecto al significado del “ser” ciudadano, y lo que ahora se entiende en un sentido muerto y vacuo como “tener” ciudadanía, o en su defecto, actuar como un “buen” ciudadano (nótese la aparición del adjetivo que le antecede), existe una brecha insuperable. Ser ciudadano significaba abandonar ese estado de individualidad ególatra, tan ampliamente preconizado en la actualidad, y entregarse a un fin existencial trascendente, entiéndase, colectivo, comunitario. En la era del resplandor helénico, el ciudadano era la persona humana realizada en el “otro”: justicia, libertad, confraternidad, se cristalizaban no en el ensimismamiento de la persona, sino en la relación con los demás. Hoy, el (buen) ciudadano, tristemente para el defensor teórico de la causa, es normalmente el bufón que se agazapa tras argumentos necios, rudimentarios, evidentemente plagiados, para objetar toda apreciación divergente, políticamente incorrecta. Para el buen ciudadano, todo aquel que difiere con los presupuestos dominantes es merecedor de implacables injurias que ridículamente eleva al rango de verdades sempiternas.
Adviértase que el requisito primario para la “ciudadanización” de la persona es, sencillamente, llegar a la mayoría de edad, que casi como convención internacional se alcanza a los 18 años. A esta edad adquiere uno el derecho a votar y ser votado, esto es, a seleccionar representantes o a acceder a un cargo público. Empero, lo más significativo en la conquista del título ciudadano no es precisamente el eventual encuentro con el “otro” o la obtención de prerrogativas y responsabilidades o el involucramiento de lleno en los asuntos públicos, sino la conquista del derecho inalienable a renunciar a los sueños, a convertirse en una suerte de apologista del la ley y el orden, a delegar las congénitas facultades personales (pensar, decidir, actuar) a un puñado de “buenos ciudadanos” para que hagan lo que mejor convengan, pos’ ora sí como quien dice, para el bien de la ciudadanía.
Precisamente allá donde pululan los buenos ciudadanos, a saber, Estados Unidos, un ilustrísimo escritor, aunque deplorable ciudadano, escribió: “At the age of 25 most people were finished. A whole goddamned nation of assholes driving automobiles, eating, having babies, doing everything in the worst way possible, like voting for the presidential candidate who reminded them most of themselves” –Charles Bukowski. (“A la edad de 25 la mayoría de la gente estaba acabada. Toda una maldita nación de cretinos conduciendo automóviles, comiendo, teniendo bebes, haciendo todo en la peor forma posible, como votar por el candidato presidencial que les recordaba más a ellos mismos”).
Vívido retrato del buen ciudadano. En efecto, por buen ciudadano entiéndase un ser humano de carne y hueso con un potencial creativo inagotable que desciende a la condición de autómata: un ser intelectual, emocional y sensorialmente castrado.
Acertó Porfirio Muñoz Ledo al acusar a los políticos mexicanos de eunucos. Bien pudo haberles lanzado el calificativo zahiriente de “buenos ciudadanos”.
¿Cuántos buenos ciudadanos votaran, en los próximos comicios, “por el candidato presidencial que les recuerda más a ellos mismos”?
1 comentario:
no mms q buena foto
Publicar un comentario