sábado, 7 de marzo de 2020

La opresión de la mujer: ¿conflicto privado o social?


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Por. Rafael de la Garza Talavera


En la discusión que se ha generado a raíz de las manifestaciones de las mujeres organizadas aparecen frecuentemente varios argumentos que pretenden trivializar el problema de la opresión de la mujer, negando la raíz estructural que le da vida. El primero, insiste en que los asesinatos de los hombres sobrepasan por mucho a los sufridos por las mujeres; minimiza la violencia hacia ellas ya que parece no comprender la diferencia entre un crimen provocado por la codicia y el provocado por el odio. El segundo argumento más complejo, pero igualmente frecuente, tiene que ver con que la idea de que la violencia hacia las mujeres es un problema moral, ubicado en la esfera privada, familiar, como una responsabilidad individual.
El argumento de carácter cuantitativo ignora la carga de odio, producto de la discriminación, que desconoce derechos universales a un grupo social y posee una esencia punitiva frente al comportamiento supuestamente desviado de los roles asignados tradicionalmente en este caso, a las mujeres. Los crímenes de odio son entonces consecuencia de prejuicios fuertemente arraigados que procuran mantener un orden social excluyente y desigual. No se puede negar que buena parte de los asesinatos hacia la población en general provienen de una dinámica de violencia social producida por una estructura económica claramente individualista y competitiva. Pero a pesar de que la mayor parte de los asesinados afectan en mayor medida a los sectores masculinos más pobres de la población no pueden ser, en estricto sentido, clasificarse como crímenes de odio. Por el contrario, la dinámica que anima a estos últimos está claramente impregnada de un tufo revanchista y punitivo, que se materializa en humillaciones, tortura, violación, asesinato, manipulación del cuerpo. Efectuado para servir de ejemplo, el crimen de odio muestra una negación de la humanidad de la víctima, una degradación que justifica la violencia exacerbada, brutal. En este sentido justifica la violencia como una reacción a la desviación del comportamiento esperado, erigiéndose así en un acto de justicia que puede ser visto incluso naturalizado en manifestaciones artísticas que, como en el video musical Fuiste mía se describe sin ambages.
A su vez el argumento moralista -que camina en paralelo al anterior pero parece más sofisticado toda vez que no niega la opresión y la brutalidad de los crímenes- resulta en muchos sentidos la base de las interpretaciones culturalistas manejadas desde sectores sociales para configurar el conflicto. Lo coloca en la esfera privada, familiar, como consecuencia natural de la degradación moral provocada por la pérdida de valores y debilitamiento de la estructura familiar. Niega así su carácter estructural, social y público, descargando la responsabilidad en el individuo confundido, ayuno de un esquema moral que modere su comportamiento. En consecuencia, la salida al problema debe partir desde el individuo, a partir del fortalecimiento de sus principios y valores. Al igual que la pobreza -responsabilidad de la persona y no del sistema económico- la violencia hacia las mujeres deviene una patología provocada por la ignorancia y la marginación, la degradación moral. Sobra decir que dicha interpretación descarga en buena medida de la responsabilidad pero también la urgencia de las acciones, al estado y los gobiernos; más allá de cartillas morales y promoción de la igualdad de género en puestos de la administración pública, la responsabilidad de las instituciones políticas estaría circunscrita a la vigilancia de la correcta aplicación de las leyes y campañas de promoción de valores como la diversidad y la tolerancia.
De que otro modo podría explicarse la relativa indiferencia hacia las protestas feministas e incluso a la banalización del gobierno de AMLO, quien insiste en que el humanismo es la respuesta. En la medida en que la gente tenga trabajo y acceso al consumo se contendrá la degradación moral (producto exclusivo de la pobreza y la marginación) y los índices de violencia descenderán puntualmente. La relación mecánica entre la crisis moral y la marginación pasa por alto el hecho de que la opresión de la mujer se extiende a lo largo y ancho del espectro social; se reproduce tanto en el barrio obrero como en los fraccionamientos de clase media alta y más allá. Y las conciencias están condicionadas por el sistema económico, son consecuencia y no causa del conflicto social. Pero al poner el énfasis en que el problema se localiza en las conciencias individuales y no en las prácticas sociales se niega que la discriminación y el racismo se encuentran en la base de la estructura económica. Aceptar lo anterior obligaría al estado a atacar el problema de raíz, rompiendo así con todo el entramado de alianzas políticas que sostiene a su gobierno para enfrentarse con el modelo económico y el fetiche del crecimiento.
Definir la causa de la opresión de la mujer a partir de factores estructurales, por encima de morales o privados, coloca entonces al movimiento feminista en la trinchera de la lucha directa contra el capitalismo. Los malabares de gobiernos e instituciones políticas y económicas responden a su incapacidad para aceptar semejante hecho. El carácter altamente corrosivo de las protestas de las mujeres enfrenta así el escarnio y la relativa indiferencia, a pesar del costo político que ello pueda provocar. Lo que está en juego es el fortalecimiento del sistema político y económico, contra viento y marea. Esa parece ser la misión histórica de la 4T; ni la legitimidad de las demandas de las mujeres ni la brutalidad y ascenso de su opresión serán suficientes para cambiar el rumbo.


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