En
la discusión que se ha generado a raíz de las manifestaciones de las mujeres
organizadas aparecen frecuentemente varios argumentos que pretenden trivializar
el problema de la opresión de la mujer, negando la raíz estructural que le da
vida. El primero, insiste en que los asesinatos de los hombres sobrepasan por
mucho a los sufridos por las mujeres; minimiza la violencia hacia ellas ya que
parece no comprender la diferencia entre un crimen provocado por la codicia y
el provocado por el odio. El segundo argumento más complejo, pero igualmente
frecuente, tiene que ver con que la idea de que la violencia hacia las mujeres
es un problema moral, ubicado en la esfera privada, familiar, como una
responsabilidad individual.
El
argumento de carácter cuantitativo ignora la carga de odio, producto de la
discriminación, que desconoce derechos universales a un grupo social y posee
una esencia punitiva frente al comportamiento supuestamente desviado de los
roles asignados tradicionalmente en este caso, a las mujeres. Los crímenes de
odio son entonces consecuencia de prejuicios fuertemente arraigados que
procuran mantener un orden social excluyente y desigual. No se puede negar que
buena parte de los asesinatos hacia la población en general provienen de una
dinámica de violencia social producida por una estructura económica claramente
individualista y competitiva. Pero a pesar de que la mayor parte de los
asesinados afectan en mayor medida a los sectores masculinos más pobres de la
población no pueden ser, en estricto sentido, clasificarse como crímenes de
odio. Por el contrario, la dinámica que anima a estos últimos está claramente
impregnada de un tufo revanchista y punitivo, que se materializa en
humillaciones, tortura, violación, asesinato, manipulación del cuerpo.
Efectuado para servir de ejemplo, el crimen de odio muestra una negación de la
humanidad de la víctima, una degradación que justifica la violencia exacerbada,
brutal. En este sentido justifica la violencia como una reacción a la
desviación del comportamiento esperado, erigiéndose así en un acto de justicia
que puede ser visto incluso naturalizado en manifestaciones artísticas que,
como en el video musical Fuiste mía se
describe sin ambages.
A
su vez el argumento moralista -que camina en paralelo al anterior pero parece
más sofisticado toda vez que no niega la opresión y la brutalidad de los
crímenes- resulta en muchos sentidos la base de las interpretaciones
culturalistas manejadas desde sectores sociales para configurar el conflicto.
Lo coloca en la esfera privada, familiar, como consecuencia natural de la
degradación moral provocada por la pérdida de valores y debilitamiento de la
estructura familiar. Niega así su carácter estructural, social y público,
descargando la responsabilidad en el individuo confundido, ayuno de un esquema
moral que modere su comportamiento. En consecuencia, la salida al problema debe
partir desde el individuo, a partir del fortalecimiento de sus principios y valores.
Al igual que la pobreza -responsabilidad de la persona y no del sistema
económico- la violencia hacia las mujeres deviene una patología provocada por
la ignorancia y la marginación, la degradación moral. Sobra decir que dicha
interpretación descarga en buena medida de la responsabilidad pero también la
urgencia de las acciones, al estado y los gobiernos; más allá de cartillas
morales y promoción de la igualdad de género en puestos de la administración
pública, la responsabilidad de las instituciones políticas estaría circunscrita
a la vigilancia de la correcta aplicación de las leyes y campañas de promoción
de valores como la diversidad y la tolerancia.
De
que otro modo podría explicarse la relativa indiferencia hacia las protestas
feministas e incluso a la banalización del gobierno de AMLO, quien insiste en
que el humanismo es la respuesta. En la medida en que la gente tenga trabajo y
acceso al consumo se contendrá la degradación moral (producto exclusivo de la
pobreza y la marginación) y los índices de violencia descenderán puntualmente.
La relación mecánica entre la crisis moral y la marginación pasa por alto el
hecho de que la opresión de la mujer se extiende a lo largo y ancho del
espectro social; se reproduce tanto en el barrio obrero como en los
fraccionamientos de clase media alta y más allá. Y las conciencias están
condicionadas por el sistema económico, son consecuencia y no causa del
conflicto social. Pero al poner el énfasis en que el problema se localiza en
las conciencias individuales y no en las prácticas sociales se niega que la
discriminación y el racismo se encuentran en la base de la estructura
económica. Aceptar lo anterior obligaría al estado a atacar el problema de
raíz, rompiendo así con todo el entramado de alianzas políticas que sostiene a
su gobierno para enfrentarse con el modelo económico y el fetiche del
crecimiento.
Definir
la causa de la opresión de la mujer a partir de factores estructurales, por
encima de morales o privados, coloca entonces al movimiento feminista en la
trinchera de la lucha directa contra el capitalismo. Los malabares de gobiernos
e instituciones políticas y económicas responden a su incapacidad para aceptar
semejante hecho. El carácter altamente corrosivo de las protestas de las
mujeres enfrenta así el escarnio y la relativa indiferencia, a pesar del costo
político que ello pueda provocar. Lo que está en juego es el fortalecimiento
del sistema político y económico, contra viento y marea. Esa parece ser la
misión histórica de la 4T; ni la legitimidad de las demandas de las mujeres ni
la brutalidad y ascenso de su opresión serán suficientes para cambiar el rumbo.
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