Arsinoé Orihuela Ochoa
Irónicamente, al igual que en la antesala de 2012, pero en esta ocasión en beneficio de la “oposición” (el entrecomillado responde a un gesto obligado de reserva por las inexcusables componendas en curso del “Movimiento”), reina una certeza sonora con respecto a un irrefrenable triunfo del candidato puntero (en las encuestas, la opinión pública, el “rumor” ciudadano), Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Es cierto –y esto cabe resaltarlo– que el “candidato-presidente” de turno no cuenta con el apoyo de la prensa monopólica (en un país que ocupa el primer lugar en concentración de medios de comunicación a escala mundial), como si sucedió flagrantemente en la elección de 2012, cuando ganó –no sin ignorar la compra de 5 millones de votos– Enrique Peña Nieto. “AMLO va a ganar la presidencia”, dice el clamor popular sin vacilación. Y ante esta certitud lapidaria, la gente comienza a formular preguntas acerca de cómo sería un gobierno de AMLO en el México actual. Acaso una de las preguntas más frecuentes es “qué va a hacer AMLO con el narco”. Y esa pregunta es la materia de esta reflexión.
Irónicamente, al igual que en la antesala de 2012, pero en esta ocasión en beneficio de la “oposición” (el entrecomillado responde a un gesto obligado de reserva por las inexcusables componendas en curso del “Movimiento”), reina una certeza sonora con respecto a un irrefrenable triunfo del candidato puntero (en las encuestas, la opinión pública, el “rumor” ciudadano), Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Es cierto –y esto cabe resaltarlo– que el “candidato-presidente” de turno no cuenta con el apoyo de la prensa monopólica (en un país que ocupa el primer lugar en concentración de medios de comunicación a escala mundial), como si sucedió flagrantemente en la elección de 2012, cuando ganó –no sin ignorar la compra de 5 millones de votos– Enrique Peña Nieto. “AMLO va a ganar la presidencia”, dice el clamor popular sin vacilación. Y ante esta certitud lapidaria, la gente comienza a formular preguntas acerca de cómo sería un gobierno de AMLO en el México actual. Acaso una de las preguntas más frecuentes es “qué va a hacer AMLO con el narco”. Y esa pregunta es la materia de esta reflexión.
Muchos analistas han señalado –con absoluta razón– la obstinada ausencia de las víctimas de la guerra contra el narcotráfico en los discursos de los candidatos. Coincido que tal actitud es inadmisible, a todas luces vejatoria para una sociedad que ha sido castigada por cuotas inenarrables de criminalidad, violencia e inseguridad en el último decenio. En México existen centenares o miles de Ayotzinapas anónimos condenados al olvido institucional. Por cierto, cabe hacer notar que la prioridad de esta columna ha sido documentar ese inventario de crímenes atroces que ensangrentaron el suelo nacional. Y la barbarie no ceja. Tan sólo en 2017, de acuerdo con Amnistía Internacional, la ola de violencia en México cobró la vida de 42 mil personas, en la modalidad de homicidio doloso. Las cifras gubernamentales reportan 34 mil 656 desaparecidos. En materia de periodismo, 2017 fue el año más violento, con 12 comunicadores asesinados. Reporteros Sin Fronteras denunció que “México es el país en paz más peligroso del mundo para los reporteros” (francamente desconozco qué concepto de “paz” abrazan en RSF). Y el secuestro, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales registran índices de horror. En suma, un país asolado por una violencia sólo equiparable con teatros de guerra apocalípticos o feroces dictaduras militares. Pero los candidatos ni por asomo refieren a esta emergencia nacional. Y a menudo los propios analistas conjeturan que se trata de un descuido o una omisión negligente. O concluyen que el narco no figura por “error” en las alocuciones de los candidatos. Pero tal inferencia es falsa. Por el contrario, el narco –acaso junto con Donald Trump– es la sombra obscena que recorre toda la elección de 2018.
Lo primero que hay que entender es que el narco es un actor político tan poderoso que “asiste” encriptado a la campaña. Difícilmente un candidato en Estados Unidos alude explícitamente a los barones de Wall Street. Lo mismo acontece en México respecto al narco. El narcotráfico en México es clase gobernante (dominante). Y tras el desmantelamiento de la planta productiva industrial y del campo, por cortesía del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que no es tratado ni es libre ni es comercial, el narcotráfico ascendió a la primera posición en el escuálido inventario de ingresos nacionales. No es accidental que desde inicios de 2000 hasta la fecha, 21 ex gobernadores han sido acusados de asociación delictuosa con el narcotráfico. El narco es un actor estatalizado, enquistado en los circuitos formales de la economía y la política. A esta estatalización –prohijada por el “partido”, señaladamente por el clan Salinas– se yuxtapuso un proceso de hiperpolitización del actor narco, producto de la declaratoria de guerra –decretada por el clan Calderón. Hoy es virtualmente imposible identificar una instancia institucional que no esté operativamente articulada a la órbita del narcotráfico. Esto explica que el narco asuma un comportamiento “estatal”, cobrando impuestos, efectuando tareas de contrainsurgencia, ensayando estrategias de comunicación con el público (narcomantas, narcoblogs, narcoseries), reclutando comandos militares de élite, conquistando territorios por la fuerza, invirtiendo en obras públicas, desarrollando proyectos turísticos e infraestructurales, financiando campañas políticas etc. México es un narcoestado. Y no es una consigna. It’s a fact.
En este sentido, la pregunta acerca de qué va a hacer AMLO con el narco es absolutamente pertinente. Y una lectura a botepronto de los mensajes encriptados que sobre el tema ha deslizado permiten dos inferencias:
1. Los incautos enfurecieron cuando AMLO propuso amnistía para los narcotraficantes o delincuentes. Si aceptamos la tesis de que el narcotráfico es clase gobernante en México, cabe entonces reconocer que el indulto ya había sido extendido con anterioridad, cuando anunció que no perseguiría a ninguno de los integrantes de “la mafia del poder”. En lenguaje descodificado, esto básicamente significa que la propuesta es desalojar al actor narco de las posiciones clave del Estado, no sin la posibilidad –y en esto consiste la amnistía– de que continúe el negocio en la extraestatalidad, tal como ocurría antes del “salinato”. Es decir, la idea es desterrar de la institucionalidad pública al narcotráfico.
2. El plan de un “regreso escalonado” de los militares a los cuarteles apunta a refrenar u obstruir el proceso de hiperpolitización del narco que atizó la guerra. Es tal vez la disposición que más ostensiblemente trastocaría las estructuras del narcotráfico contemporáneo, justamente porque provocaría una despolitización-desmilitarización del actor narco, y, por consiguiente, una rendición parcial al control estatal.
En resumen, una respuesta apenas incipiente (e hipotética) a la pregunta de qué va a hacer AMLO con el narco, y en atención a las señales codificadas antes referidas, es que la propuesta del candidato (hasta ahora sólo eso: una llana propuesta encriptada) es desmontar parcialmente el maridaje del narcotráfico y las instituciones públicas, con base en la desestatalización (destierro+amnistía) y la despolitización (fin a la guerra) del narco. No obstante, es altamente probable que en la negociación con la alta jerarquía de las fuerzas armadas, y a modo de concesión, autorice la continuidad de la Ley de Seguridad Interior, que habilita el escenario para una creciente militarización de las estructuras de seguridad (inteligencia, procuración de justicia etc.) pero sin militares en las calles.
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