Decía José Enrique Rodó, escritor e intelectual uruguayo, que los partidos políticos no mueren de causas naturales, sino que se suicidan. En el presente, ese presagio o adagio es más exacto que nunca. La subrepresentación o nula representación de la población, la bancarrota de la noción de representatividad, el travestismo de los colores e idearios partidarios que en el diccionario de eufemismos se conoce como “coaliciones”, la creciente presencia de candidaturas independientes atadas a esos “intereses especiales” dominantes, las malogradas “transiciones democráticas”, las “pesadillas de la alternancia” (ver Rafael de la Garza Talavera), y la incapacidad estructural de esas instituciones moribundas para sortear favorablemente las rutinarias crisis, perfilan un horizonte desfavorable para la prevalencia de los partidos políticos como agentes predominantes en la arena política.
Hasta ahora la “partidocracia” fue acaso el mecanismo más eficaz de confiscar lo político, administrar elitistamente la politicidad y neutralizar al sujeto “popular”. Pero esa “partidización” de la política estaba sostenida en ciertos estándares de legitimidad, que en transcurso del ciclo neoliberal (cerca de 40 años) los propios partidos se ocuparon de derruir, absortos en las propias dinámicas intestinas de las elecciones y la sostenibilidad de lealtades prototípicamente mafiosas, en una coyuntura de reformulación de las formas y contenidos de la política.
Operativamente acoplados a los procedimientos de desarticulación de lo público, y en esa obsesión por conseguir o conservar el timón de las instituciones políticas y anular a la sociedad organizada, los partidos terminaron por anular las condiciones básicas, materiales e inmateriales, para la continuidad o reproducción de sus contenidos en el largo alcance. Si bien es cierto que el “paradigma partidario” históricamente significó un laboratorio de programas, metodologías y propuestas de organización política, no pocas de ellas valiosas, con los años acabó por develar las limitaciones estructurales de ese paradigma. Asistimos a la autoinmolación de los partidos.
Por más que los párrocos de la politología sigan anclando sus análisis e indagaciones en los partidos y las elecciones, la realidad desmonta empecinadamente esos razonamientos, a menudo puramente formales. Werner Bonefeld escribió: “La teoría del Estado debe basarse en una teoría de la crisis… sin ésta, la teoría del Estado quedaría como un esqueleto descarnado de leyes y estructuras generales”. Las teorías o apologías o profecías de los partidos políticos circulan con una liviandad tan consumada que los discursos (formalistas e institucionalistas) que escoltan esas teorías no alcanzan siquiera a dibujar un esqueleto. Los ideólogos de los partidos no basan sus especulaciones ni en una teoría del Estado, ni en una teoría de la crisis, ni en nada concreto o tangible o empíricamente observable. Fieles a la tradición liberal ideológica (y a la metafísica occidental), asumen a priori que el momento constitutivo de los partidos políticos es la democracia. Es decir, la noción de “partido político” acaba en una abstracción sostenida en otra abstracción.
Básicamente, para admitir el silogismo elemental del misticismo politológico, es preciso admitir apriorísticamente la siguiente secuencia de especulaciones: uno, que la democracia es un estado de cosas (por oposición a un valor); dos, que en el presente el estado de cosas es la democracia (“habitamos un orden democrático”, eso dicen); y tres, que los partidos políticos son la posibilidad y el fruto de la democracia (cuando en realidad representan la abolición o aplazamiento del “momento democrático”). Y ya después de blandir sin reparo ese conjunto de premisas abstractas o llanamente falsarias, y de contrastar “científicamente” ese andamiaje de prenociones con la realidad (una contrastación que nunca está libre de golpes de pecho), el ejército de “especialistas” elevan a rango de formulaciones teóricas sus propias frustraciones, con conceptos como “democracias de baja institucionalización” o “desencanto democrático” o “democracias realmente existentes”, y chapucerías análogas.
Pero ese conjunto de ficciones con aspiraciones “conceptuosas” (sic) se traicionan en los contenidos. Unívocamente, todos los partidos políticos en el poder transfieren los costos de las crisis a los sectores poblacionales más desprotegidos (incluidas las crisis medioambientales), sin distingo de colores o insignias. Es cierto que algunos reducen temporaria o parcialmente el impacto. Pero eventualmente, y por la propia lógica aspiracional e institucional de los partidos políticos, terminan capitulando y distribuyendo la factura de las crisis entre las franjas mayoritarias de la población. Sólo así se explica que las crisis tengan una incidencia cada vez más recurrente y socialmente vejatoria, y que la distancia temporal entre una y otra no alcance siquiera para salir de las ruinas de la anterior.
Múltiples analistas coinciden en señalar que se avecina otra crisis económica de proporciones inéditas. Y si habría que identificar algún factor explicatorio de esa furiosa reproducción a escala ampliada de las crisis, es razonable acudir a eso que, a juicio de no pocos, es lo políticamente fundamental de la época: la crisis de desigualdad. La desigualdad en la actualidad alcanzó un estado sin precedentes. Una décima del uno por ciento de la población es superrica. Estimaciones de Oxfam señalan que “en 2015, sólo 62 personas poseían la misma riqueza que 3.600 millones (la mitad más pobre de la humanidad). No hace mucho, en 2010, eran 388 personas”. El reporte agrega que “desde el inicio del presente siglo, la mitad más pobre de la población mundial sólo ha recibido el 1% del incremento total de la riqueza mundial, mientras que el 50% de esa ‘nueva riqueza’ ha ido a parar a los bolsillos del 1% más rico” (http://www.oxfammexico.org/una-economia-al-servicio-del-1/#.V24bzbgrLIU).
La desigualdad, que es el problema político crucial de nuestra era, es un asunto que ningún partido político consiguió atajar o mitigar, ni siquiera las socialdemocracias que por cierto están en proceso de extinción. En este tenor, los partidos perdieron irreversiblemente la credibilidad como agentes de representación popular. Por añadidura, la totalidad de los partidos políticos están atados de manos, y dependen fuertemente de los caprichos de esas grandes fortunas acumuladas. Riqueza es poder. Riqueza hiperacumulada es poder hiperacumulado. Esto se traduce en las legislaciones que responden unánimemente a ese imperativo de aumentar la centralización de la renta. Históricamente, y salvo escasas excepciones, los partidos se dedicaron a “proteger a las minorías opulentas de las mayorías”.
En esa inercia contradictoria, que por un lado prescribe representar al soberano (ese significante flotante que unos llaman “pueblo”), y que, por otro, demanda proteger los intereses de las élites y las minorías opulentas, los partidos políticos firmaron su propia carta de defunción. El antagonismo que se aloja en esa inercia es insalvable. Las proporciones de las crisis en curso decretaron el agotamiento de ese paradigma de los partidos políticos.
Asistimos al suicidio de los partidos. El “movimiento” (popular o de élite) alza la mano entre los escombros de las organizaciones partidarias.