La literatura sobre el tema pocas veces abona al conocimiento de los resortes de la guerra contra el narcotráfico. Si bien el periodismo aventaja a la academia en la documentación de los horrores de la guerra, lo cierto es que los dos, periodismo y academia, presentan un rezago importante en la explicación de las causas. Yerran quienes hurgan sólo en la historia del narcotráfico, en esa histórica relación entre el Estado o agentes estatales o partidos políticos y las organizaciones del crimen organizado, señaladamente el narco, que es una figura preeminente de la delincuencia en el país. Es posible que allí se puedan documentar algunas claves. Pero el error radica en concentrar la atención en esa historia –la del narcotráfico– y no en la guerra. Esta literatura acerca de la historia de la delincuencia organizada ha ido a la alza en los últimos ocho años, ciertamente en respuesta a la conflagración que por decreto unipersonal inauguró Felipe Calderón. Wilbert Torre, autor de Narcoleaks, recupera una anécdota acerca de este panista mesiánico, que ilustra el despropósito de sus políticas y la estulticia de los impulsores: “Muy al inicio de su gestión, un día Barack Obama se le ocurrió comparar a Calderón con Elliot Ness, el legendario némesis de Al Capone, y Calderón aceptó la comparación sin reparar en la ironía subyacente: Elliot Ness es ese moralista que dedicó sus mejores años a aplicar la ley de una prohibición absurda y que, una vez que la prohibición terminó, continuó su carrera en Cleveland, donde mejor se le recuerda por haber incendiado barrios pobres de la ciudad en busca de un asesino en serie que nunca pudo encontrar”. Una primera conjetura: la historia del combate al narcotráfico es la tragicomedia del perro persiguiendo en círculos su propia cola.
¿Por qué verter los esfuerzos en la recuperación de esa historia y no en la guerra? La sospecha es que existen intereses políticos involucrados en la priorización de los pormenores históricos de la droga, en detrimento de la trama geopolítica que envuelve al escenario belicista que enfrenta el país.
Hay evidencia suficiente para sostener que el tráfico de droga no es una alta prioridad de la guerra. Al contrario, en México asistimos a la emergencia de un narcoestado, es decir, un Estado en donde la empresa criminal, destacadamente el narco, conquistó un predominio en la economía nacional, los procesos políticos y las instituciones de seguridad. Entonces, la pregunta es: ¿por qué la guerra? Basándonos en el desastroso curso de la guerra, los inenarrables costos humanos, y la desquiciada impunidad que priva en el país, se arriba a una segunda conjetura: la guerra contra el narcotráfico está más vinculada con la guerra sucia que con esa historia del narcotráfico que la literatura académica a menudo recoge en sus investigaciones.
Toni Negri arroja una pista útil para el tratamiento de la guerra que nos ocupa –la guerra contra el narcotráfico–, poniendo hincapié en la arista propiamente beligerante de esta intriga, y no en los objetivos pretendidamente perseguidos: “…la guerra, así como hoy ha sido inventada, aplicada y desarrollada, es una guerra constituyente. Una guerra constituyente significa que la forma de la guerra ya no es simplemente la legitimación del poder, la guerra deviene la forma externa e interna a través de la cual todas las operaciones del poder y su organización a nivel global se viene desarrollando”.
El primer gran mito acerca de la guerra contra el narcotráfico es que se trate de una guerra contra el narcotráfico. Está claro que el objetivo no es la droga o las redes de tráfico. Situar la atención en esas coordenadas es un error al que se acude no pocas veces premeditadamente, con el objeto de evitar la centralidad del Estado y los intereses geopolíticos en la ecuación. La generalización de la violencia e inseguridad, la impunidad que gozan irrestrictamente los delincuentes, la presencia de narcodinero en todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal, la incorporación de agentes policiales y/o castrenses de alto rango a las filas del crimen organizado (y no al revés, como sugieren los “especialistas”, que es el narco el que infiltra las instituciones de seguridad), las ingentes sumas de dinero provenientes del narco mexicano que sin rubor lavan los bancos estadunidenses con la solícita omisión de las autoridades e instituciones formales, la sistemática comisión de crímenes de lesa humanidad que por definición son efectuados por agentes estatales o grupos extralegales que actúan con la aquiescencia del Estado, el enriquecimiento sultánico de empresarios y/o políticos coludidos con los cárteles de la droga, son signos claros de la presencia protagónica del Estado y los poderes fácticos en esta maquinación delincuencial, y una prueba categórica de que la guerra responde a otra agenda diametralmente opuesta a los fines declarados.
En este sentido, cualquier estudio que soslaya el protagonismo del Estado en esta trama de criminalidad y violencia no merece un minuto de atención. Y esto nos remite al segundo mito acerca de la guerra contra el narcotráfico: a saber, que esta guerra encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones.
Segundo mito. La guerra contra el narcotráfico encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones.
El razonamiento de este segundo mito se sostiene en un error teórico crucial, cuya génesis se ubica en los dogmas de la doctrina liberal: a saber, que el Estado está al servicio de la población, y que su naturaleza es la de proteger el interés ciudadano, salvaguardar el orden civil o jurídico, garantizar el disfrute de los derechos humanos fundamentales, hacer respetar las reglas económicas vigentes, y que por consiguiente “el funcionamiento de los mercados de bienes y servicios prohibidos por la ley operan por definición sin el concurso de los Estados” (Valdés Castellanos en “La historia del narcotráfico en México”).
Esta definición de Estado no resiste el menor análisis. México es un catálogo de ejemplos que contradicen estos presupuestos: normalización de los crímenes de lesa humanidad, desapariciones forzadas a la alza (entre enero de 2007 y octubre de 2014 se registraron 23 mil 172 casos), negligencia institucional e impunidad rampante (Amnistía Internacional destaca que “sólo se han dictado siete condenas a escala federal por desaparición forzada, todas ellas entre 2005 y 2010”: La Jornada 25-II-2015), monopolios u oligopolios en todos los ramos de la economía nacional, rescates financieros altamente lesivos para la economía popular, ejecuciones extrajudiciales sistemáticas (Tlatlaya recientemente), reformas inconstitucionales, represión a gran escala, desarticulación de mociones ciudadanas autónomas (policías comunitarias, autodefensas en Michoacán) etc.
Marcando distancia con las perogrulladas liberales, cabe insistir que el Estado es básicamente una forma de organización de la violencia al servicio de un poder. Que el Estado no persiga legalmente al crimen (el porcentaje de impunidad, con ligeras variaciones en las diferentes entidades federativas, oscila entre el 98 y el 100 por ciento), es un signo del predominio de la criminalidad en la agenda del Estado. Vale decir: la violencia estatal se organiza alrededor del crimen en sus distintas modalidades (la banca internacional, los monopolios privados en áreas estratégicas de la economía, el narcotráfico).
En esta trama no existe ninguna disputa entre soberanías, ni un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones. No es un desafío del crimen al Estado: es un Estado al servicio del crimen.
Esta lectura de una presunta “disputa entre soberanías” conduce a otro mito.
Tercer mito. El crecimiento de la delincuencia organizada se alimenta de la debilidad, vacíos e inoperancia del Estado (hipótesis engañosa de Edgardo Buscaglia).
Que casi la totalidad de los crímenes permanezcan impunes no es un signo de debilidad sino de enorme fortaleza del Estado. Sólo un poder de la envergadura del Estado puede proveer ese manto de impunidad. Si nos alejamos un poco de la narco-trama descubrimos que el Estado se adhiere estructuralmente a un plan de acción único, incluso allí donde se trata de situaciones inscritas en el presunto orden legal: a saber, la protección a ultranza de intereses privados. Es ilustrativo el accidente en la mina de Pasta de Conchos en Coahuila, donde perdieron la vida 75 trabajadores, a causa de una ausencia de estándares mínimos de seguridad. La empresa Industria Minera México, subsidiaria del Grupo México de Germán Larrea, el segundo empresario más poderoso del país, abortó la operación de rescate de los mineros, arguyendo condiciones de alto riesgo. Más tarde se descubrió que se pudo haber salvado a los trabajadores si los responsables hubieran dado el visto bueno para el rescate. A pesar de la negligencia criminal, el gobierno federal dispuso que la mina siguiera funcionando, y otorgó a Larrea nuevas concesiones para los siguientes 50 años (Carlos Illades en “Guerra de Estado”). O también recuérdese el incendio de la Guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en el que fallecieron 49 niños y 76 resultaron heridos. La estancia infantil operaba con base en un régimen de subrogación en beneficio de una sociedad civil privada. Y aunque después se reveló que el incendio fue provocado intencionalmente y que el establecimiento no cumplía con los requisitos de seguridad que marca la ley, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió exonerar a todos los funcionarios involucrados. Los dos son ejemplos categóricos (dos entre cientos o miles) de figuras empresariales delictuosas. Y el Estado intervino a favor de esa criminalidad y en contra de las víctimas. ¿No es esa la función que desempeña el Estado en la siniestra trama del narcotráfico? Por añadidura, el Estado reprime brutalmente a maestros, trabajadores, estudiantes, y otorga fuero legal a los delincuentes. ¿Dónde está el vacío? ¿Cuál debilidad? La corrupción legal y la negligencia criminal son las cifras dominantes del Estado, y no una mera excepcionalidad.
Gilberto López y Rivas acierta cuando escribe: “Así, mientras el Estado desmantela algunos de sus aparatos, da fuerza a otros… Lejos de la desaparición de los ejércitos nacionales, para el caso de América Latina se observa su modernización en todos los órdenes, el fortalecimiento de su capacidad de fuego, mayor tecnificación, entrenamiento intensivo en tareas contrainsurgentes, cambio en sus misiones para transformarse en fuerzas de ocupación interna de los pueblos con la justificación ideológica, como ocurre en México, de la supuesta ‘lucha contra el narcotráfico’” (http://www.jornada.unam.mx/2015/01/16/politica/017a2pol?partner=rss).
Este mito de los “vacíos de poder”, que a menudo desemboca allí donde acaban todos los análisis estériles: en sostener que México es un Estado fallido, lleva irreparablemente a otro mito.
Cuarto mito. El crimen organizado nulifica o reemplaza al Estado y crea un orden paralelo al orden legal e institucional.
Este mito viene a cuento por el cobro de “cuotas” o impuestos que exigen las organizaciones criminales a los negocios y las familias, presuntamente a cambio de protección o seguridad. Y que en este sentido, el narco sustituye al orden institucional en el suministro de ciertos bienes o servicios. Pero esta tesis tampoco se sostiene. La alianza orgánica entre la clase política y el narcotráfico se traduce naturalmente en vínculos “fiscales” y de “seguridad”. El Estado delega ciertas facultades de coacción al crimen, pero recibe a cambio una rebanada de los beneficios. El financiamiento de candidaturas a cargos de elección popular es una de esas retribuciones. Y con ello el narco asegura el funcionamiento sin freno o contestación de sus negocios. Por adición, históricamente los nexos entre los altos mandos civiles-militares y el narcotráfico abonaron a la construcción de uno sólo orden, en el que la legalidad e ilegalidad avanzan de la mano. Estado-crimen es un binomio, no un antagonismo. Los Abarca sólo son la punta del iceberg.
Y este juicio errático de un “orden extralegal paralelo” redunda en un último mito.
Quinto mito. Los cárteles de la droga disputan las plazas con el propósito de asegurar el control sobre territorios específicos.
Acá se trata de una verdad parcial. Es cierto que el control territorial-comercial es un asunto de primer orden para cualquier empresa; el narco no es la excepción. Pero el error radica en asumir que la disputa entre los cárteles se restringe a la variable territorial. Los negocios mejor posicionados son aquellos que cuentan con el apoyo resuelto del Estado. Y en este sentido, la disputa por las plazas es sólo es una nota al pie de una estrategia general de los cárteles: a saber, la monopolización de los recursos del Estado. Es decir, si bien el mercado de la protección tiende a ser monopólico, comúnmente se omite que el más fuerte competidor en el mercado de protección es justamente el Estado. Guillermo Valdés describe esta realidad, pero sin atinar en señalar al Estado: “Todo mundo tenderá a contratar a la mafia más violenta y poderosa, la cual se volverá monopólica pues sacará del mercado al resto de sus competidoras”. Pero si se admite que el Estado es una forma de organización de la violencia (legítima o ilegítima, es indistinto), que tiene a su disposición una legión de recursos humanos e infraestructurales, es tan sólo natural que las empresas criminales procuren el control de esos recursos. Lo que acá se sostiene básicamente es que la disputa entre los cárteles no es sólo por las plazas o la jurisdicción geográfica-territorial: la pugna gira alrededor de una posible asociación con el principal competidor en el mercado de protección: el Estado.
La conclusión, desprovista de la mitología oficialista o academicista, es que la guerra nunca fue contra las drogas o el narcotráfico. En sentido estricto, la guerra es una política de Estado para organizar la violencia en beneficio de la empresa criminal.
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