A seis meses de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, y la ejecución de otras seis personas cuyas historias pocas veces figuran en la trama, cabe la conjetura de que el gobierno federal administró exitosamente el inicuo episodio de barbarie. El propósito era superar la “crisis” con el menor costo político para los poderes involucrados: gobiernos municipal, estatal, federal; ejército; policías municipal y estatal. Es interesante –aunque no menos indignante– observar la fortaleza del Estado en materia de fuero e impunidad: en una operación que intervinieron casi todos los niveles de mando de la autoridad pública, el costo para los poderes constituidos se redujo a la reubicación de un procurador en otro cargo público, la aprehensión de un alcalde (que es la única figura de mediano-alto rango que enfrenta un proceso penal) y la destitución de un gobernador que continua su carrera política caciquil desde las comodidades del anonimato. Eso desde el punto de vista institucional doméstico. En el ámbito de las relaciones internacionales, el crimen de Estado no tuvo más efectos que la reprensión pública del Parlamento Europeo y la emisión de recomendaciones de las acomodaticias Comisiones de Derechos Humanos Nacional e Interamericana. Y claro, cabría agregar –sin afán de minimizarlo– la movilización ciudadana que encabezan los padres de familia de los normalistas, que por cierto es algo que está administrando el gobierno también con relativo éxito. Bien podría argüirse que ya pasó la tormenta. En la lógica cortoplacista de la política pragmática, el régimen solventó satisfactoriamente el lapsus de crisis. Pero sin duda las consecuencias políticas latentes para el Estado no son todavía visibles. Por ahora, priva la impunidad total.
Y esta es la cuestión en torno a la cual se hace urgente reflexionar. Ayotzinapa es un crimen que involucra a la totalidad del Estado, porque es el Estado el que suministra la trama de condiciones para la comisión de esos delitos de lesa humanidad. En la “razón de Estado”, Ayotzinapa es un procedimiento rutinario. Cuando ciertas organizaciones no gubernamentales o civiles exigen “reparación de daños” o justicia al Estado, no hacen más que refrendar la autoridad de ese Estado, y delegar a ese centro de poder (a veces involuntariamente) la facultad extraordinaria de juzgar sus propios actos delictuosos. Este es el principio de la impunidad.
En el fondo de esos reclamos persiste la idea de que una autoridad es legítima por el sólo hecho de ser una autoridad formal. Pero esta idea se traiciona en los contenidos. La presunta legitimidad del Estado mexicano es esencialmente coacción revestida de simulacros de consenso pobremente montados. Es preciso comenzar a virar la relación Estado-población con base en ese precepto que enuncia Noam Chosmky: “El poder es siempre ilegítimo hasta que no demuestre lo contrario”. Especialmente en un régimen tan desquiciadamente corrupto, este es el principio que debe guiar la acción ciudadana. Pero el problema no es de un régimen: es de un Estado. Cabe hacer notar que en este país los últimos gobiernos han alcanzado el mando del Estado a través de golpes de Estado constitucionales (1988, 1994, 2006, 2012). Golpes que, por otro lado, la intelligentsia mexicana llama elecciones democráticas. Pero que ponen al descubierto una realidad incontrovertible: la constitutiva ilegalidad e ilegitimidad de las instituciones de Estado.
La corrupción, en este sentido, es un asunto de Estado, y no una anomalía. Reclamar justicia a la fuente de corrupción es, otra vez, el principio de la impunidad.
Con estas ideas en mente, cabe hacer una última reflexión.
La impunidad no es un signo de debilidad institucional, ni de “captura” del Estado por parte de algún agente extraestatal. No se puede admitir esta tesis en un país donde las máximas figuras de autoridad contravienen sistemáticamente las leyes, e incurren en actos o decisiones anticonstitucionales. Parece más bien que todo está dispuesto, incluido el aparato de justicia, para imponer un orden de excepción. Ayotzinapa es presa de esa excepcionalidad.
El segundo ciclo de reformas neoliberales, que abarcó áreas económicas estratégicas, es una desposesión de facto de patrimonios y derechos, y en este sentido una profundización de la excepcionalidad.
El uso del ejército para combatir un enemigo interno, con facultades y prerrogativas de policía, pero con el goce de fuero militar, es una invitación a transgredir derechos básicos e instalar un manto de opacidad que se traduce en impunidad.
La ausencia de justicia es una acción de Estado, no un síntoma de inoperancia. Dawn Paley, periodista independiente, dice: “La impunidad no es el resultado de un Estado débil o deficiente, sino que se proporciona de forma activa a la pléyade de grupos armados que cometen crímenes y actos de terror contra ciudadanos, migrantes y pobres. La provisión de impunidad a actores armados que están políticamente alineados con el capitalismo es parte de la razón de ser de un moderno Estado-nación”.
Es la impunidad la que fortalece el control estatal. Del Estado no se pude esperar justicia para Ayotzinapa.
Es la hora de la rebelión ciudadana.
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