Por: Héctor A. Hoz MoralesA dos años de la toma de posesión de López Obrador, caracterizar a la 4T sigue siendo un asunto complejo. Y no tanto por sus políticas concretas, sino por el discurso que rodea todo lo que sale de Palacio Nacional. Por un lado, detractores trasnochados que insisten en que estamos a un paso del comunismo y la quema de iglesias. Por el otro, aplaudidores que no conciben posibilidad alguna de crítica hacia la política presidencial y gritan traición a la patria. El resultado: una discusión pública empantanada, en buena medida, en nimiedades intrascendentes y con pocos argumentos de peso.
Pero ojo: no es López Obrador quien desde su trinchera polariza al país cada mañana, como acusan los más sesudos analistas a diestra y siniestra. Esbozar tal acusación equivale, simple y sencillamente, a admitir que no se tiene la menor idea del país en el que vivimos: un país, efectivamente, polarizado, pero no por un discurso, sino por una realidad económica y social cada vez más precaria para muchos.
Baste con recordar que en 2006 López Obrador obtuvo cerca de 15 millones de votos. Apenas doce años después, el número se duplicó. En esos dos sexenios, la cantidad de personas en situación de pobreza aumentó por 7 millones, aún bajo los estándares arbitrarios de las mediciones oficiales [https://cutt.ly/shlRvoI]. Sin olvidar, por supuesto, las muertes, desapariciones, desplazamientos forzados y demás violaciones a derechos humanos, producto de la supuesta guerra contra el narco. No es López Obrador quien polariza al país: son cuatro décadas de políticas excluyentes.
De ahí, sin embargo, el carácter contradictorio y ambiguo de la 4T: se trata, evidentemente, de la respuesta inmediata a la crisis del modelo neoliberal, que valga decir, no es una cuestión meramente nacional. Pero al mismo tiempo, no es una respuesta antitética a esa crisis: es su producto directo, y como tal, está obligada a operar con las pocas o muchas herramientas con las que cuenta un Estado neoliberal. Perdonará usted la tautología, pero la 4T no es sino lo que puede ser.
Pensar que el neoliberalismo es meramente un conjunto de políticas económicas que puedan deshacerse de la noche a la mañana es un error. El neoliberalismo es, más bien, una transformación radical de la naturaleza misma de la política y su relación con la economía. Supone la imposición de una forma específica de racionalidad sobre las lógicas de organización del propio Estado: una racionalidad enfocada a la acumulación cortoplacista de capital. Y hago énfasis en el carácter cortoplacista: a diferencia del régimen histórico previo, en el que podíamos suponer la existencia al menos de una política de industrialización, durante el neoliberalismo básicamente se han creado las instituciones y los mecanismos legales que permiten que el interés privado prime sobre el público, y que la extracción de rentas sea el motor de la dinámica económica. Ejemplo claro de ello es la reprimarización de las economías latinoamericanas y la proliferación de la maquila en el sur global.
Dicho lo anterior, las contradicciones y claroscuros de la 4T se revelan precisamente como lo que son: un intento, apenas, de recuperar cierta rectoría estatal sobre el desarrollo nacional, abandonado en las últimas décadas a las voluntades del capital, en detrimento no solo de la mayoría de la población, sino de las capacidades del propio Estado. Ese intento, sin embargo, no puede sino discurrir por los mismos canales creados durante los últimos años por un sinnúmero de razones, entre ellas, la fragilidad fiscal del aparato estatal.
En ese sentido, el análisis de las políticas emprendidas en los dos primeros años de gobierno de López Obrador debe tomar en cuenta las limitaciones estructurales que el proceso de cambio debe enfrentar. No hay aciertos rotundos en la política de la 4T como tampoco hay errores catastróficos: toda política debe entenderse dentro del marco de referencia en el cual está formulada. Pongamos, tan solo, tres ejemplos:
- El gobierno de López Obrador, evidentemente, reproduce muchas de las lógicas de la explotación capitalista. Pensemos, por ejemplo, en las continuidades que existen en lo que toca a megaproyectos, como el Tren Maya, el Corredor Transístmico o el Proyecto Integral Morelos, y en la condena presidencial a toda forma de oposición a estos como conservadora y reaccionaria. Al mismo tiempo, esos megaproyectos representan precisamente la vuelta a la vida del Estado desarrollista en el cuál López Obrador cree fervientemente.
- Igualmente, hay que admitir que las políticas de transferencias de recursos a adultos mayores o a jóvenes excluidos de la vida laboral por las políticas neoliberales constituyen un respiro, al menos, para una buena parte de la población. Descalificarlos de entrada por su carácter paliatorio e insuficiente, el cual es innegable, resultaría de una ceguera absoluta ante la realidad económica del país.
- Sigue estando en marcha un proceso de militarización. Las políticas de la 4T descansan en buena medida en las Fuerzas Armadas, no ya sólo como instrumento de combate al crimen organizado sino con funciones que van mas allá de los aspectos puramente militares. Lo cierto es, sin embargo, que en términos pragmáticos el Ejército y la Marina son de las pocas instituciones nacionales que no vieron mermada su estructura y mantuvieron su solidez (tanto financiera como de personal) durante el periodo neoliberal. Recurrir a ellas se vuelve un asunto de necesidad.
Aunado a lo anterior, resulta prácticamente imposible hacer un corte de caja medianamente objetivo cuando una tercera parte de la actual administración ha estado atravesada por la peor crisis sanitaria mundial en lo que va de un siglo, con la consecuente crisis económica. ¿Qué esperar, entonces, de la 4T? Y, sobre todo, ¿desde dónde analizar sus políticas concretas? Las contradicciones en el proyecto encabezado por López Obrador no van a desaparecer, y es esperable que se profundicen a medida que avance el sexenio. Por lo pronto, la respuesta debe caer en el terreno de la reflexión. Toca, desde este lado y a quienes asumimos una postura crítica, seguir sacando a la luz esos claroscuros y ponerlos a debate. Es imprescindible salir de esa vieja dicotomía impuesta por la izquierda tradicional y pensar en la política desde sus posibilidades reales. La crítica es ineludible, pero también debe serlo el anclaje a la materialidad de los procesos y a las limitantes estructurales de los mismos.