¿Qué pasó en Brasil? Tras la victoria del ultraderechista Jair Messias Bolsonaro en Brasil, toda la prensa internacional está formulando tal pregunta, sin saber siquiera por donde comenzar a atajar la cuestión. Pero a pesar de la perplejidad –o acaso por ello– es urgente comenzar a esbozar algunas líneas de explicación. Podríamos remontarnos hasta la era colonial y escudriñar las especificidades de ese episodio en Brasil: predominantemente masculino, radicalmente esclavista, genocida e intolerante. O podríamos acudir a la independencia de ese país, destacando el carácter acusadamente cupular de tal proceso, conducido por la propia familia real de Portugal, bajo la figura del príncipe Pedro I, quien se convertiría en el emperador del régimen monárquico independiente más largo de América (1822-1889). A diferencia de otros países latinoamericanos, Brasil no transitó la guerra de independencia popular. O bien, podríamos retroceder al largo pasaje de la dictadura militar (1964-1985), y rastrear allí los fundamentos del neofascismo que conquistó las urnas en la reciente elección. Entender esto último –el neofascismo brasileiro– es el objetivo de la reflexión. No obstante, acudir a los antecedentes antes referidos amerita una investigación enciclopédica, o bien, un esfuerzo de conjunto que ya está en curso en el ámbito académico pero cuyos hallazgos saldrán a la luz pública solo paulatinamente.
En el campo periodístico –que es el que nos concierne acá– es posible identificar al menos dos ejes de análisis dominantes, acaso con dos variantes: uno, el que aborda el caso a partir de 2012, año en que se intensifica el golpismo concertado de las derechas en Brasil; y dos, el que acude al 2002, año en que se inaugura un ciclo de políticas progresistas, impulsadas por el Partido de los Trabajadores (PT), que se apoyó decididamente en la conciliación de clases. Respecto a las dos variantes de estos ejes de análisis, una apunta al énfasis en la arena doméstica y la otra a la esfera internacional. Esto no significa de ninguna manera que los dos ejes o sus respectivas variantes se excluyan recíprocamente. Tan sólo se trata de énfasis o prioridades del analista en cuestión. A mi juicio, el eje de análisis que contempla a partir del 2002, en la variante doméstica, es acaso el más desatendido o insuficientemente explorado. También por una cuestión de convicción, considero que tal enfoque es el más pertinente, pues habilita la posibilidad de una autocrítica, que no casualmente ha sido una de las demandas ciudadanas –la de la autocrítica del PT– más sonoramente empuñadas antes, durante y después de la elección.
En este sentido, propongo analizar los 14 años de gestión del PT distinguiendo cuatro momentos clave:
(I) de la toma de protesta de Luiz Inácio Lula da Silva como presidente la República Federativa de Brasil (2002) hasta los escándalos de corrupción política (Mensalão) de 2006;
(II) de la reelección de Lula da Silva (2006) hasta el fin de su administración (2010);
(III) del inicio del primer mandato presidencial de Dilma Rousseff (2010) al lanzamiento de la opaca investigación anti-corrupción llamada Operación Lava Jato (2014);
(IV) de la reelección de Rousseff al impeachment e interrupción de su gestión en 2016.
Naturalmente, los dos últimos recortes tienen más relevancia por una razón fundamental: al final de los dos ciclos presidenciales, Lula da Silva dejó el cargo con un índice de aprobación histórico de 87%. Tan sólo ocho años después, el mismo electorado elegiría, por un margen holgado sobre el adversario Fernando Haddad del Partido de los Trabajadores, al candidato neofascista Jair Messias Bolsonaro. ¡¿Qué ocurrió en los últimos ocho años?! ¿Qué factores o inercias conjuraron durante las dos administraciones de Lula da Silva para propiciar un ascenso tan meteórico del neofascismo en Brasil, tras haber sido considerada la democracia más sólida de América Latina?
Sostengo que la respuesta a tales preguntas debe ponderar los contenidos específicos del progresismo que prohijó el PT durante los 14 años de gobierno. La fórmula del progresismo moderado, en uno de los pocos países del mundo en que una franja importante de la población no tiene ningún rubor para salir a las calles a vociferar “Dictadura Militar Já” por oposición a “Democracia Ya”, resultó trágica. Y acudo al término “trágico” en el estricto sentido griego, de combinación de un error fatal con un desenlace no menos aciago. En la tragedia clásica, tal “error fatal” se produce al intentar “hacer lo correcto” en una situación en el que “lo correcto” no puede producir bien. Tal fue el caso de la debacle petista: respetó las reglas del juego institucional hasta la autoinmolación fascista.
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El análisis que propongo adherir en este espacio, y en futuras entregas, atiende esta premisa.