Arsinoé Orihuela Ochoa
El triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha provocado una cascada de opiniones encontradas en México y el mundo. Nadie puede discutir que se trata de un acontecimiento político de alto impacto. Y eso explica que en este espacio también se viertan análisis u opiniones a granel sobre el asunto. El objetivo, sin embargo, es evitar que la euforia triunfalista o el derrotismo acostumbrado se apropien de las palabras. Rastreando lo que documenté o escribí en los últimos dos años sobre la figura de AMLO, encontré un artículo –publicado inéditamente en diciembre de 2016 en La Jornada Veracruz– que juzgué oportuno reproducir, acaso porque el contenido de profecía cumplida y el ánimo que en éste se expresa tienen más vigencia y verisimilitud en el presente.
El “romance” de AMLO con empresarios conservadores, que no pocos críticos han condenado, es absolutamente reprochable. No obstante, lo inédito es justamente esa condena, que en el caso de otros presidentes electos nunca figuró, por la sencilla razón de que nadie tenía expectativas de que esos mandatarios ungidos procedieran de otra forma. Estas expectativas no son accidentales, y responden a otro hecho inédito que cabe registrar en la historia: es la primera ocasión en México, desde Francisco I. Madero y el paréntesis de Lázaro Cárdenas, que existe una correspondencia entre eso que la teoría llama la “voluntad general” y los resultados oficiales de unos comicios. Esto no se puede perder de vista. Y más allá de las componendas cupulares en curso, el hecho por sí sólo –el de la vigilancia y condena– es un triunfo de la sociedad desorganizada. Si bien los zapatistas tienen razón en insistir que el único “cambio verdadero” es el de la autoorganización, no es menos cierto que esas franjas poblacionales mayoritarias, desorganizadas y pulverizadas moralmente por la violencia estatal, apostaron, en su desorganización, por el cambio que estaba a su alcance: la urna. La convocatoria del voto masivo (radicalmente anti-PRIAN) fue exitosa. Difiero con la idea de que se trató tan sólo de un voto de castigo. Las redes sociales dan cuenta de un voto convencido. Y allí radica el mejor antídoto contra la tradicional pasividad del electorado: será un gobierno fiscalizado escrupulosamente por la ciudadanía. Y esta es la adversidad que enfrentará AMLO. Porque un mandato electoral, por definición (y sin obviar que estas limitaciones ameritan una profunda reflexión crítica), no es una licencia para imponer el deseo de las mayorías; es apenas un mandato para representar a esas mayorías en las negociaciones con los intereses poderosos.
Es importante aprovechar el revulsivo moral para profundizar el involucramiento de la población civil en la política, y, como ya he insistido en otras oportunidades, rebasar a AMLO por la izquierda.
Con el propósito de nutrir el análisis, reproduzco a continuación el documento citado.
AMLO: el costo que está dispuesto a pagar la élite
Advierto que en un primer momento este artículo coqueteó con el título de “AMLO: el fraude de 2018”. Que al final decidiera cambiar el título no respondió a un amago de “moderación-modulación”, que es un gesto tan socorrido por el “lopezobradorismo”. Responde a una cuestión de acento: juzgamos más importante el análisis de los resortes anónimos que prefiguran el escenario político en puerta que la intriga estrictamente electoral que perfila el 2018. Y también responde, aunque sólo tangencialmente, a un reconocimiento al trabajo de Andrés Manuel López Obrador, a la perseverancia de permanecer dos décadas en el centro del acontecer político nacional, y a la indisposición de establecer coaliciones con los partidos del establishment tradicional, que es acaso uno de sus gestos políticos más meritorios.
Pero el contenido de la reflexión no mudó un ápice. Y el fondo de ese análisis es que AMLO representa la última oportunidad para el sistema político mexicano de salir de la crisis peligrosamente terminal que enfrenta. Es la última llamada para regenerar las fibras de la política institucional, y reconfigurar las estructuras de Estado con una direccionalidad políticamente sostenible, y ciertamente favorable para algunas fracciones de las élites. Como en Estados Unidos (aunque allá capitalizado por un conservadurismo cavernario), en México asistimos al ocaso de los tradicionales actores políticos institucionales cuya credibilidad es a todas luces nula. Cuando AMLO dice que es necesario salvar a México, entrelíneas proclama “salvar” la institucionalidad de México, esa que nunca en el siglo XX divergió del canon autoritario, ni en su modalidad nacionalista ni mucho menos en su envoltorio globalizador.
Los hiperacumuladores que gobiernan el mundo no están seriamente intranquilos o alarmados con el ascenso de figuras políticas pretendidamente “anti-establishment” (que no “anti-sistema”, aunque muchos “comunicadores” confieran a cualquier impostor esta cualidad, sin saber siquiera qué significa, y desnaturalizando el sentido profundo del concepto). Si el progresismo sudamericano no consiguió modificar sustantivamente la correlación de fuerzas (capital-trabajo) después de un ciclo de 15 años en el poder, es todavía más improbable que el ciclo nacionalista en Norteamérica altere ese reparto jerárquico. José Mujica admitió recientemente en entrevista: “La democracia contemporánea tiene una terrible deuda social y está desgraciadamente evolucionando a una plutocracia. En nuestra américa latina hay 32 personas que tienen lo mismo que 300 millones de personas. Y su patrimonio crece 21% anual. Eso no es democracia. Eso va contra la democracia. Porque la excesiva concentración económica termina generando poder político”. Esto lo dice quien fuera acaso una de las figuras más emblemáticas de la izquierda partidaria del siglo XXI. El nacionalismo que emerge en la región septentrional del continente es incluso menos transgresor que la fórmula “nacional-popular” del sur. Y por consiguiente es previsible que la cosecha de triunfos sociales resulte todavía más modesta.
En este sentido, AMLO es la posibilidad de reducir la tensión social en México, con un costo no tan oneroso para los dueños del país, y con base en una fórmula institucional que, en la primera oportunidad de malestar en las élites, el aparato judicial-mediático puede desbaratar sin muchos apuros, como hace en Sudamérica.
El conflicto de clase en México discurre por terrenos de alta potencialidad insurreccional. En este escenario, Ayotzinapa representa la posibilidad de subvertir todo el orden jerárquico en el país. La desaparición forzada de los 43 normalistas encierra todos los males de México: injusticia social, represión barbárica, contrainsurgencia militar, delincuencia organizada de estado, corrupción e impunidad. Prueba terminantemente que la acción del estado mexicano constituye un terrorismo de estado, cuidadosamente orquestado. Ese costo es el que quieren eludir las élites. Con AMLO en el poder, se diluiría el objeto de reclamo popular: corrimiento de la consigna “Fue el Estado” a un “Fue el peñanietismo”.
Donald Trump es el otro coste que quieren constreñir. La última generación de élites en México, apostó todo a la alianza –desigual e indigna– con Estados Unidos. Y con el repliegue obligado que entraña Trump (el primer presidente abiertamente antimexicano), intentan desesperadamente acotar el precio de la histórica traición. Estamos en un episodio en que la autoestima personal está íntimamente entretejida con la dignidad nacional. Esa fue la lectura de Fidel Castro en la Cuba de Batista, en esa época bajo el signo del comando estadunidense. Pero Castro no concedió margen a la “reconciliación” o la oportunidad política. En 1953, Fidel escribió:
“El momento es revolucionario y no político. La política es la consagración del oportunismo de los que tienen medios y recursos. La revolución abre paso al mérito verdadero, a los que tienen valor e ideal sincero, a los que exponen el pecho descubierto y toman en la mano el estandarte”.
Decía Bertolt Bretch que los pequeños cambios son el enemigo del gran cambio. AMLO es ese “pequeño cambio” o “momento político” que permite refuncionalizar las dimensiones estatales más desacreditadas sin modificar seriamente la correlación de fuerzas, y, simultáneamente, desactivar el gran cambio o el “momento revolucionario”.
Esto no es una “campaña” contra Morena o AMLO. Es incluso una exhortación a la reflexión, que tiene por destinatario a esa base popular reunida en la órbita del “lopezobradorismo”. Que los medios de comunicación dominantes, fracciones de la clase política y no pocos poderes fácticos elogien a “Don Andrés”, no es ninguna ironía o accidente: es el costo político que está dispuesto a pagar la élite en México.