viernes, 29 de junio de 2018

3 tesis y un colofón sobre la Elección México 2018

Arsinoé Orihuela Ochoa

La casi inminente victoria de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en las elecciones presidenciales en México ha despertado un prolijo debate sobre el “significado” histórico que tendría tal suceso. No obstante, la casi irreflexiva costumbre de anticipar escenarios de los analistas (me incluyo en ese infame séquito) ha desplazado el análisis fundamental sobre las determinantes, causas e inercias que propiciaron un escenario favorable para el eventual triunfo de AMLO, máxime en un país donde el fraude electoral ha sido el mecanismo dominante para la rotación de élites políticas. No nos ocupa tanto el significado como sí las causas. Y este análisis es el que propongo, acudiendo a los planteamientos expuestos en este espacio en los últimos 18 meses. 

Respecto a la inminencia del triunfo de AMLO, desde 2015 acá se dijo que sólo había tres escenarios posibles en la elección en puerta: (1) un triunfo apretado de AMLO; (2) un triunfo aplastante de AMLO; (3) un mega fraude electoral. Dicho esto, la pregunta que nos interesa responder es qué factores produjeron esta situación. En tal sentido, el análisis deberá atender, primero, los factores internacionales o geopolíticos, segundo, los domésticos políticos, y tercero, los sociales internos, en ese orden de exposición. Esta propuesta de análisis responde a una firme convicción: indagar en las causas o factores determinantes es la única manera razonable de anticipar escenarios futuros. Sirvan las siguientes 3 tesis para ilustrar las claves de la “casi inminente” victoria de AMLO. 

Tesis 1. La geopolítica 

Desde el 20 de enero de 2017, Donald Trump se convirtió en el 45° presidente de los Estados Unidos de América. El ascenso al poder de Trump significó el ascenso de una agenda política explícitamente anti-mexicana en Estados Unidos. Hasta la fecha, el principal destino de las exportaciones de México es justamente EE.UU., con $289 miles de millones anualmente, muy lejos del segundo destino, Canadá, con tan sólo $23 miles de millones. En el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el 82% de las exportaciones mexicanas tienen como destino al país vecino. Trump representa un freno a esta sociedad comercial, prácticamente unidireccional en el caso mexicano. Este es un primer elemento inédito. Hasta 2012, la conquista de la presidencia en México se apoyó fuertemente en la alianza con el gobierno en turno de Estados Unidos. 

El proyecto neoliberal-integrador sufrió un revés. Esto debilitó políticamente a las élites anexionistas en México, e instaló la obligatoriedad de reorientar la economía en función de las reglas del juego impuestas por Trump. El ascenso del magnate dejó en la orfandad a las élites gobernantes en México. La más tajante prueba de esto es que, mientras el alto funcionariado mexicano lanza gestos de amistad al gobierno de Estados Unidos, éste responde invariablemente con gestos de enemistad e insulto llano. México es un peón acasillado. Quedó evidenciado, en el curso de la elección, que las élites políticas no tienen fuerza ni siquiera para movilizar populistamente a la población (https://bit.ly/2yUx5bi). Y el riesgo de la ingobernabilidad o vacío de autoridad –en los cálculos de los poderes constituidos– alcanzó rango de primerísima prioridad. En cierto sentido, AMLO representa una salida a esta encrucijada, lo que en otra oportunidad bauticé como “Mexit”, es decir, un Brexit a la mexicana, un deslizamiento hacia un ejercicio de poder afín al espectro de la época: la desglobalización (https://bit.ly/2N79jMl). AMLO es el repliegue obligado, y el costo que está dispuesto a pagar la élite derrotada con tal de evitar la configuración de coaliciones políticas potencialmente más transgresoras. 

En lo tocante a los hiperacumuladores que gobiernan el mundo, cabe señalar que –aunque intranquilos– no están seriamente alarmados con la ascensión al poder de figuras políticas “anti-establishment”. Si el progresismo sudamericano no consiguió desestructurar sustancialmente la correlación de fuerzas (capital-trabajo) después de un ciclo de 15 años en el poder, es todavía más improbable que el ciclo nacionalista en Norteamérica altere ese reparto jerárquico. En este sentido, tanto para las elites nacionales como para los capitales internacionales, AMLO es la posibilidad de reducir la tensión social en México y restaurar la autoridad bajo las nuevas reglas de juego sin arriesgar un costo tan oneroso, pues en la primera oportunidad de malestar en las élites, el aparato judicial-mediático puede desbaratar sin muchos apuros a un gobierno “incómodo”, como hace al presente en Sudamérica. Esto explica que los mercados internacionales no intervinieran decisivamente en la elección en México. Por lo menos hasta ahora. 

Tesis 2. La política doméstica 

El divisionismo de las élites mexicanas y el injerencismo del narcotráfico –acaso junto con Donald Trump– son las sombras obscenas que recorren subrepticiamente toda la elección de 2018. 

Lo políticamente relevante en estos próximos comicios, en materia de política doméstica, es la fractura del trinomio PRI-PAN-Narco (Partido Revolucionario Institucional; Partido Acción Nacional; Narcotráfico). Estas tres fuerzas representaron históricamente el voto neoliberal. Personifican básicamente el mismo voto conservador. Y este voto está pulverizado. En 30 años o más, el PRIANARCO nunca se fracturó. Siempre consiguieron unirse –con éxito– para frenar a AMLO. Esta vez fracasaron. Ahí radica el otro elemento inédito de la elección. 

Los dos indicadores de esta ruptura son, por un lado, el fracaso de las cúpulas del PRI y del PAN por impulsar una candidatura unificada (agravado por el cruce de amenazas de cárcel entre los candidatos José Antonio Meade y Ricardo Anaya, en caso de que uno u otro resultara ganador), y por otro, la suma de políticos asesinados en el marco de la elección, cuya cifra asciende a 121, 46 de ellos contendientes a cargos de elección popular en la edición comicial del próximo 1º de julio. De acuerdo con el último informe de la consultora Etellekt, “además de los 120 políticos asesinados contabilizados, se han contado otros 351 asesinatos en contra de funcionarios no electos, es decir, cuyos cargos no dependen de elecciones” (https://cnn.it/2yFxBtR). Es decir, una auténtica avalancha de violencia homicida tributaria de la ley de “plata o plomo”, que es el sello que distingue al actor narco. Es preciso entender que el narcotráfico es un actor político tan poderoso que “asiste” encriptado a la campaña. Difícilmente un candidato en Estados Unidos alude explícitamente a los barones de Wall Street. Lo mismo acontece en México respecto al narco. 

Desde inicios de 2000 hasta la fecha, 21 ex gobernadores han sido acusados de asociación delictiva con el narcotráfico. El narco es un actor estatalizado, enquistado en los circuitos formales de la economía y la política. A esta estatalización –prohijada por el PRI– se yuxtapuso un proceso de hiperpolitización del actor narco, producto de la declaratoria de guerra decretada por el PAN. Hoy es virtualmente imposible identificar una instancia institucional que no esté operativamente articulada a la órbita del narcotráfico. Esto explica que el narco asuma un comportamiento “estatal”, cobrando impuestos, efectuando tareas de contrainsurgencia, ensayando estrategias de comunicación con el público (narcomantas, narcoblogs, narcoseries), reclutando comandos militares de élite, conquistando territorios por la fuerza, invirtiendo en obras públicas, desarrollando proyectos turísticos e infraestructurales, financiando campañas políticas etc. 

Algunos enfurecieron cuando AMLO propuso amnistía para los narcotraficantes. Si aceptamos la tesis de que “el narcotráfico es un actor político tan poderoso que ‘asiste’ encriptado a la campaña”, cabe entonces prevenir que el indulto ya había sido extendido con anterioridad, cuando anunció que no perseguiría a ninguno de los integrantes de “la mafia del poder”. En lenguaje descodificado, esto significa que la propuesta es desalojar al actor narco de las posiciones clave del aparato estatal, no sin la posibilidad –y en esto consiste la amnistía– de que continúe el negocio en los márgenes del Estado. Es decir, la idea es desterrar de la institucionalidad pública al narcotráfico y a sus aliados políticos del PRIAN (https://bit.ly/2KunYzw

Hasta ahora (insisto: hasta ahora), a una fracción de élite económica le cautiva la idea de desmontar a “la mafia del poder”, porque esta coalición –conformada por el trinomio PRIANARCO– ha acumulado tanto poder que está afectando el dinamismo de los grandes negocios. Por ello, una franja de las élites nacionales apuesta por Andrés Manuel López Obrador, e incluso algunos “notables señores” ya engrosan las filas del partido Morena. 

El temor, no obstante, es que ese “desmontaje” desencadene “al tigre” (dixit AMLO), es decir, al México subalterno (https://bit.ly/2MwYnXj). 

Tesis 3. El orden social interno 

AMLO amenazó con “soltar al tigre” si no lo dejaban llegar a Palacio Nacional, y ofreció amnistía a sus adversarios. Con ello, AMLO lanzó una oferta que “la mafia del poder” no podía rechazar. El establishment entendió el mensaje: o lo dejan gobernar (todos en paz) o estalla el país. 

Ahora bien, que el país esté al borde del estallido significa que en la sociedad se aloja un malestar profundo. Ese malestar tiene básicamente dos fuentes: la corrupción de los políticos tradicionales, y la inseguridad. Podríamos hacer un inventario de las demandas e indignaciones de los mexicanos. Pero tal tarea es para una investigación enciclopédica. En este sentido, y con el propósito de acotar, agrupemos en las dos macrocategorías antes referidas el malestar social –corrupción e inseguridad–. De hecho, más allá de las experiencias autoorganizativas del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) o la CNTE (Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación), el grueso de las llamadas organizaciones de la sociedad civil (excluyendo obviamente a las de signo empresarial), se han aglutinado alrededor de estas dos luchas: la anti-corrupción y la seguridad. AMLO es el único que en su praxis y discurso atendió estos dos flagelos. Por esta razón, se espera un apoyo ciudadano masivo a su candidatura y a las primeras etapas de su gestión. 

AMLO representa una correspondencia exacta entre las fuentes del malestar social y las banderas que su candidatura enarbola. Ciertamente esto justifica su aplastante ventaja en las preferencias electorales. 

Colofón 

Todo lo que hasta ahora han planteado los analistas más “connotados” en relación con la “casi inminente” victoria de AMLO discurre por atajos estériles. La disyuntiva que prefigura AMLO no es nacionalismo o neoliberalismo, ni autoritarismo o democracia, ni pasado o futuro, ni ninguna de esas perogrulladas ideológicas que repiten hasta el hastío personajes como Enrique Krauze o Héctor Aguilar Camín o Jorge Castañeda Gutman o el resto de los intelectuales fracasados y maiceados. 

Con AMLO habrá un recambio en el poder. Punto. Reactualizará las estructuras estatales en México conforme a las nuevas reglas del juego. Reconfiscará el control –parcial– de algunas industrias estratégicas. Conferirá, en el curso de su administración, algunas concesiones a la sociedad civil organizada, por ejemplo, extensión de las jubilaciones y derogación de la contrarreforma educacional. Mejorará, apenas incipientemente, el poder adquisitivo de los sectores desorganizados de la población. Sí, tal vez dejará intocada la cultura política clientelista e influyentista. Pero, a la par, moralizará –hasta donde el ejemplo de su figura alcance– la vida pública de México, aun cuando perduren los vicios consustanciales a un Estado colonial. Es probable que consiga minar parcialmente el poder político del narcotráfico, desactivando la guerra y desmontando –también parcialmente– las alianzas estratégicas de ese actor con las cúpulas del aparato estatal. Reorientará la economía para explorar relaciones comerciales con otras regiones y países. Es posible que restablezca una relación diplomática y económica con Latinoamérica. Y, como en los países al sur del continente, es previsible –y lo digo a modo de advertencia– que el progresismo de AMLO encierre el mismo peligro que los progresismos del sur entrañaron: la eventual derechización del voto y el ascenso de un fascismo social, como ya se advierte en Brasil y Argentina. 

No es el pronóstico más deseable, pero sí el más factible en razón de lo vivido y observado.

Fuente; http://www.jornadaveracruz.com.mx/Post.aspx?id=180629_142603_365

viernes, 8 de junio de 2018

El ABC de la huelga de los camioneros en Brasil: la crisis tridimensional

Arsinoé Orihuela Ochoa 

Brasil está roto. La reciente huelga de los camioneros –que tuvo una duración de diez días y que los analistas calificaron de “histórica”– dejó apreciar la gravedad de la fractura. Brasil está roto porque lo rompieron. “¿Y quiénes rompieron al ‘gigante del sur’?” Ésta es la pregunta que a bocajarro todos quieren responder. No obstante, sin menospreciar la relevancia de las posibles respuestas, sostengo que es insuficiente señalar nombres y apellidos. Es necesario rastrear las lógicas e intereses que intervienen en la trama. Si bien es cierto que desconfío de la palabra “crisis”, acaso porque evoca tantos significados, en esta oportunidad, y por razones prácticas, consideré oportuno caracterizar la situación actual de Brasil en términos de “crisis”. En tal sentido, para evitar confusiones o digresiones, cuando decimos “crisis”, entiéndase no sólo una situación de peligro o adversidad, sino también, y acaso principalmente, una coyuntura de cambios sujeta a evoluciones e inestabilidades de largo alcance. 

Una cuestión que nadie puede omitir es que la ruptura del país trajo consigo la ruptura de la comunicación, y hoy discutir de política en Brasil puede costar una amistad o la excomulgación familiar. Restablecer el diálogo es una precondición para salir de este enredo. Y para ello, es necesario reorientar la problematización, a fin de ahorrar confrontaciones estériles, y, por consiguiente, evitar los “quiénes” y ponderar los “por qué”. Es decir, “recalcular” las trayectorias del debate, y dejar que la distribución de responsabilidades caiga por su propio peso sobre las espaldas de los actores. Esto de ninguna manera significa renunciar a la lucha por la libertad de Luiz Inácio Lula da Silva. Pues si en Brasil prevaleciera un orden efectivo de justicia, Lula sería el último de los políticos en ameritar una condena, acaso junto con Dilma Rousseff. Y cabe insistir en esto, porque parece que algunos colegas todavía no entienden que el destino de Brasil depende, en gran medida, del desenlace del caso Lula. 

Los efectos de estos diez días de huelga de los camioneros, ilustran fielmente las dimensiones de la crisis en Brasil: calles fantasmales, autopistas obstruidas, escuelas desiertas, supermercados desabastecidos, aeropuertos colapsados, gente encolerizada. Si alguien, alguna vez se preguntó cómo paralizar una economía, sin hallar una respuesta plausible, Brasil ofrece una pista fehaciente. Sólo basta que los transportistas decreten una huelga –en esta ocasión como protesta por el alza al precio del combustible– para interrumpir, literalmente por cielo, mar y tierra, el funcionamiento del capitalismo, en un país que, como México (nótese que se trata de las dos primeras economías de Latinoamérica), autoboicotearon el desarrollo de servicios e infraestructura ferroviarios. ¡Extraordinaria lección que no sospechó nadie, ni los huelguistas! 

Pero el tema que nos ocupa es el de las causas de la “ruptura” del país. Y ya hemos adelantado que el problema se puede explicar en clave de “crisis”. De manera tal que la huelga es sólo un indicador –suma de todos los males–. Pero no se trata de una sola crisis, sino de una yuxtaposición de crisis –en plural–; como bien señala el título del artículo, básicamente una crisis tridimensional. Todas las razones y sinrazones esgrimidas por propios y extraños con respecto a la huelga de camioneros remiten, vaga e imprecisamente, a una de estas tres crisis, que a continuación resumo. 

a. La crisis económica 

Desde 2013-14, Brasil atraviesa una crisis económica que algunos especialistas –no necesariamente inocentes políticamente– califican como la “peor recesión en la historia del país”. Si tal aseveración es cierta, es discutible. Pero lo que sí es innegable es que la desaceleración fue acusada, que la economía se contrajo casi cuatro puntos porcentuales, que la tasa de desempleo escaló a 12%, y que la tasa de inversiones registro una caída de 14%, entre otros indicadores macroeconómicos a menudo invocados por la opinión pública. Los efectos de la crisis económica se resintieron fuertemente entre las franjas inferiores de la población, sobre todo tras el aumento al precio de ciertos servicios, como el transporte público (recuérdese las protestas de 2013). La crisis económica aglutinó malestares diseminados entre los eslabones más bajos de la población, sectores medios, y ciertamente las oligarquías del país, que no querían participar de la “distribución de riesgos” prescrita por la desaceleración (y las políticas tributarias del Partido de los Trabajadores) y preferían transferir el costo de la crisis exclusivamente a los estratos más vulnerables. La simultaneidad de la crisis y la Copa del Mundo de Brasil 2014, imprimió a la disconformidad una proyección internacional. Las élites nacionales capitalizaron la coyuntura, y, apoyadas por actores e intereses internacionales, orquestaron un juicio político (impeachment) para destituir a la presidenta constitucional Dilma Rousseff, presuntamente por el crimen de responsabilidad en el maquillaje de cuentas fiscales. En junio de 2016, el Senado Federal removió a Dilma del cargo en carácter definitivo. Michel Temer asumió interinamente el mando, y en cuestión de unos días puso en marcha un agresivo paquete de reformas que, contrariamente a lo anunciado, acabó por profundizar la crisis. Entre otras decisiones a todas luces draconianas, el gobierno de Temer congeló el gasto público por un plazo de veinte años, e impulsó una política de liberalización de los precios del combustible. Apenas un año después de las modificaciones, el costo del diésel se disparó. En los primeros meses de 2018, los transportistas solicitaron la instalación de una mesa de negociación para tratar el asunto con el gobierno. La administración de Temer ignoró la petición. Y el 21 de mayo estalló la huelga. 

b. La crisis institucional 

Frente a la crisis económica, las élites brasileñas respondieron con voracidad. En realidad, destituyeron a Dilma Rousseff porque su partido, el Partido de los Trabajadores (PT), representaba un modelo de economía incompatible con la concentración de riqueza en tiempos de crisis. Incluso hasta los más entusiastas impulsores del impeachment contra Rousseff admitieron que había sido un “acto de venganza” (dixit Michel Temer). Y al menos esta parece haber sido la motivación de algunas fracciones de la clase política que conspiró. Pero la motivación de fondo, y que involucra a las oligarquías domésticas, grupos de presión y centros de autoridad internacionales, fue la desactivación política del lulismo-petismo y todo lo que ello entraña. Esto explica que, a la postre, enjuiciaran ilegítimamente a Luiz Inácio Lula da Silva, y dispusieran recluir en la prisión a la máxima figura política en la historia de Brasil (lo que por sí sólo es absolutamente vergonzoso). Está ampliamente documentado que la causa por la que juzgan a Lula es falsa, que la condena por la que lo detienen es fraudulenta (por “convicción”, dicen los jueces), y que la razón por la que lo encarcelaron no es otra sino la de proscribir al candidato que encabeza las preferencias electorales en las encuestas de opinión. A las élites del país no les importó barrer con la ya de por sí débil credibilidad de las instituciones. Se desmoronó la representatividad y la legitimidad de los mandos políticos. No hay un ápice de legalidad en las estructuras de gobierno de Brasil. 

La consigna que a menudo escoltó a la huelga de los camioneros fue la de “intervención militar ya”. Pero en realidad lo que subyace a esta peligrosa señal es una torpe reclamación de restauración de autoridad. El problema es que los actores e instituciones que pudieran restaurar “democráticamente” el orden, están arrinconados, recluidos, desmoralizados o satanizados. Y la única solución que la gente común puede imaginar es la solución militar. Adviértase que este es uno de los efectos más tóxicos de la llamada “judicialización de la política”, que está en curso en toda la región: a saber, que, ante el descrédito de los representantes políticos, la cosa pública la gestionen grupos, poderes e instancias que nadie eligió ni votó, y que, por lo tanto, estén libres de la responsabilidad de rendir cuentas a la población; por ejemplo, las fuerzas armadas, el poder judicial, los medios de comunicación, o los tres en alianza. 

c. La crisis política 

Conjuntamente las dos crisis antes referidas desembocaron en una fuerte crisis política, de la cual no se avizora una salida fácil. No sólo estamos ante un montaje judicial, una persecución política, cuyo propósito es alterar las próximas elecciones presidenciales: estamos ante una estrategia de disciplinamiento-ortopedia social con base en la proscripción de cualquier “salida democrática”. Como en Estados Unidos (gobernado por Donald Trump), el personaje que despunta en las encuestas en Brasil, sólo detrás de Lula, es un político (Jair Bolsonaro) que promete el retorno al añorado orden premoderno de los privilegiados, donde la política y el conflicto expiran por decreto unipersonal. 

La crisis política no es sólo una crisis de representatividad: es un cambio en las reglas del juego político. La judicialización de la política es la causa y efecto de esta reorientación. Hemos constatado que la conversión de la política en asunto judicial moviliza a la ciudadanía en torno a la voluntad de los grupos de poder. Es altamente efectiva porque consigue la aprobación del público para la alteración de las reglas del juego (apoyados con el estribillo de la “corrupción”). 

En este viraje, de los procedimientos electorales a los procedimientos judiciales, radica la posibilidad de imponer la tiranía por oposición a cualquier formato de negociación, que es exactamente lo que han querido instalar como lógica respecto a la huelga de los camioneros: es decir, la primacía de la ley y el orden, tal como intento Temer con el decreto del GLO (Garantía de la Ley y del Orden), y la habilitación del uso de la fuerza sin restricción ni contrapeso en la gestión de los asuntos públicos.