El mundo está atento al acontecer político de México. Las elecciones presidenciales de 2018 presentan elementos inéditos. En el renglón cultural, México está en una situación de desgarramiento sin parangón: por un lado, una antimexicanidad inoculada desde la vecindad del norte (el gobierno en turno de Estados Unidos), y por otro, una resignificación de la mexicanidad impulsada desde el sur nacional (las comunidades indígenas nucleadas en Chiapas). En el renglón político, la rasgadura no es menos insondable: por un lado, el priísmo colonial, y por otro, el zapatismo decolonial, llegan a la elección de 2018 en su estado más maduro. Estas contradicciones agravadas hacen necesario redoblar los esfuerzos de análisis y participación.
En otros países, los analistas de la política acostumbran decir que la situación de México es singular; que, si bien es cierto que las estadísticas en materia de derechos humanos reportan una crisis humanitaria, la singularidad del caso (notoriamente en contraste con las dictaduras militares en otras regiones de Latinoamérica), radica en que este orden de terror discurre en “democracia”. En este espacio, no obstante, hemos insistido que la trillada distinción entre democracia y dictadura es una pura formalidad; que las “democracias realmente existentes” encierran altos contenidos de totalitarismo; y que, en México, la singularidad –a menudo obviada– es que el narcotráfico es clase gobernante, que es una modalidad de gobierno que emula fórmulas “no convencionales” –tributarias de las juntas militares– en el ejercicio del poder público (militarismo; terrorismo de Estado; organización criminal de la política etc.). México es una dictadura delincuencial. Y ningún observador decente puede objetar seriamente este hecho.
La comandancia en jefe de este orden político es el Partido Revolucionario Institucional. Y el PRI comprende a la partidocracia en su conjunto, incluido el ejército de aspirantes presidenciales (hasta ahora suman más de 30) que han solicitado registro como candidatos “independientes” (agréguesele una treintena de comillas) ante el Instituto Nacional Electoral (INE).
En la oferta que perfilan las elecciones de 2018, figuran dos excepciones a la dictadura delincuencial: Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), dirigido por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), y el Concejo Indígena de Gobierno (CIG), que es una propuesta conjunta del Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
El eje toral de la estrategia del PRI, en las vísperas de la elección federal de 2018, es la atomización del voto opositor. Y, para el PRI, la oposición es básicamente Morena. En relación con el CIG, representado por María de Jesús Patricio Martínez, el PRI no tiene una estrategia de “contención” electoral de gran calado, acaso porque no cuenta con instrumentos efectivos para escamotear esa candidatura y porque, en el frío cálculo de la política llanamente electoralista, el CIG no representa un adversario serio.
El principal temor del PRI es el ascenso de Morena –que acá hemos dicho que se trata un movimiento electoralista, anti-neoliberal y tibiamente nacionalista–. Y tiene miedo de Morena por una cuestión de factibilidad: en los conciliábulos del PRI están conscientes de la capacidad de arrastre de Andrés Manuel López Obrador. La maquinaria electoral del PRI ya perdió dos elecciones presidenciales frente a AMLO, y tuvo que acudir al fraude y la compra masiva de votos.
La fórmula electoral del PRI para 2018 tiene tres pasos: uno, la fragmentación del voto con base en las candidaturas independientes; dos, la compra de voluntades –ciudadanos, políticos, árbitros electorales– con base en la inyección de altísimos volúmenes de dinero ilícito a la campaña; y tres; la desautorización del principal adversario político (Morena) con base en el socorrido estribillo del “populismo”.
Y, por abajo y a la izquierda de esta grotesca escenificación de la “alternancia democrática”, irrumpe con una fuerza moral incorruptible, la única opción política firmemente alternativa e independiente: el Concejo Indígena de Gobierno, que, por cierto, anunció recientemente que no aceptará financiamiento público del INE, y cuya historia registra fehacientemente la construcción de una opción política por fuera de ese “sistema de partidos” y el “sistema del dinero” que prohíjan las castas que gobiernan el país.
La candidatura indígena es el “caballo negro” de la elección 2018. Pero en el “deep state” mexicano (PRI) ni siquiera los sospechan.
http://www.jornadaveracruz.com.mx/Post.aspx?id=171013_074716_672
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