miércoles, 24 de agosto de 2016

El neoliberalismo en Veracruz: transiciones virtuales, continuidades reales

La próxima salida del PRI del gobierno del estado ha generado un optimismo rayano en la ilusión barata, al grado de que se habla ya de la transición a la democracia en Veracruz, de la desaparición como por arte de magia de vicios, tendencias e inercias añejas. En realidad estamos frente a la reedición de un gobierno que en los años noventa impuso el neoliberalismo y el Tratado de Libre Comercio, a sangre y fuego, en Veracruz. 

Pero antes veamos cuales son los componentes básicos de una transición a la democracia, de acuerdo con Silvia Gómez Tagle, quien en 1998 publicó un texto titulado: Los signos de la transición en México. En él la profesora de El Colegio de México definió cuatro niveles de análisis: los partidos y el sistema de partidos; las reglas del juego político electoral; la cultura política de los ciudadanos; y la alternancia en el poder. Analizar las condiciones de dichos niveles servirá para medir lo que algunos llaman ahora ‘calidad de la democracia’ o para efectos de este artículo, si estamos en medio de una transición o de la continuidad del régimen autoritario que, vestido con la seda de la democracia, sigue siendo excluyente y proclive al fascismo. 

En primer lugar nadie puede negar que existen partidos políticos y que el sistema de partidos tradicional, o sea, el de partido hegemónico (Sartori dixit) ha sido desplazado no cómo el propio politólogo italiano sugirió, por la aparición de un sistema de partidos pluralista, sino por el de partido dominante. En efecto, el PRI ha dejado de ser hegemónico -aunque de manera dispareja en los estados del país- pero de eso a que sea una fuerza política más hay muchos trecho. En realidad, el PRI ha seguido controlando al Congreso de la Unión pero sobre todo ha seguido vigente el modelo económico que instituyó de la mano de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, en las postrimerías del siglo XX. Esto sin mencionar el estilo priísta de gobierno, que ha permeado a todos los demás partidos al grado de que cambian los colores pero los gobiernos siguen haciendo lo mismo: saquear al erario e imponer el neoliberalismo al costo que sea. O peor, los cuadros del PRI han invadido a los demás partidos con militantes molestos por no haber logrado sus objetivos dentro del partidazo o simplemente por diferencias de forma que no de fondo. El caso paradigmático lo representa AMLO, quien encabeza para muchos la oposición ‘real’ pero que bebe de las aguas del pantano priísta. Basta ver el poder de su dedo para colocar candidatos a diestra y siniestra para comprobarlo, su reciente amnistía a Peña Nieto y sus amigos, o su desprecio por la defensa de la diversidad cultural y sexual. 

En Veracruz el poder del PRI sigue vigente (aunque bastante golpeado) no sólo porque el modelo económico permanece, porque las formas demagógicas son el pan de cada día o, en el colmo, porque el que encabeza la alternancia fue miembro destacado del PRI, habla como si fuera priísta, piensa como priísta y …. Sigue y seguirá presente porque ni el PAN y mucho menos su rémora, el PRD, cuentan con los cuadros suficientes y necesarios para cubrir al menos los puestos directivos de la administración estatal, ya no se diga los puestos medios. De las candidaturas mejor ni hablar; el próximo año se verá como echan mano de priístas reciclados para competir en las elecciones municipales. 

Como consecuencia de lo anterior, el segundo nivel de análisis, las reglas del juego electoral, han mantenido su finalidad original: que el régimen se mantenga y de preferencia con el PRI en el gobierno. Es tal el deterioro del subsistema electoral -gracias a que son los propios partidos los que diseñan y aprueban las reformas electorales- que el otrora prestigiado IFE, hoy INE, ya no resulta confiable para nadie, ni para los votantes ni para los propios partidos; del OPLE veracruzano mejor ni hablar. Las chicanadas, simulaciones y sistemática violación de la normatividad electoral -ésta última especialidad del PVEM pero utilizada sin rubor por todos los partidos -demuestran que las reglas del juego electoral son una farsa que oculta la reconfiguración de la vieja tradición mapacheril, ahora complementada con la oportuna participación del narcotráfico que, al mismo tiempo que ‘apoya’ con dinero las campañas de su preferencia, amenaza e incluso desaparece a candidatos no confiables o de plano amenaza y acosa a los votantes. 

Así las cosas, las reglas del juego electoral y los organismos ‘autónomos´ que están para hacerlas valer son extremadamente débiles para darle confiabilidad a los procesos electorales. Son letra muerta o, en el mejor de los casos, armas para validar el fraude del partido ganador, el cual a pesar de rebasar topes de campaña, adelantarse a los tiempos oficiales, utilizar recursos públicos -materiales y humanos- comprar voto a destajo y un largo etcétera festeja su triunfo equiparándolo con el triunfo de la democracia y la voluntad popular. 

El tercer nivel de análisis, la cultura política de los ciudadanos, apunta a analizar su nivel de participación, de información y de crítica. Aquí las cosas no están mejor pues a pesar de la aparición de órganos autónomos diseñados para proteger las libertades y derechos de los ciudadanos frente al poder en las últimas tres décadas es innegable la paulatina pérdida de derechos expresada sobre todo en desapariciones forzadas, asesinatos, encarcelamientos y amenazas que desde hace ya más de una década son parte de la cotidianidad de los veracruzanos. La militarización del país, iniciada con el gobierno de Felipe Calderón, fue recibida y emulada desde el gobierno de Fidel Herrera para profundizarse con Javier Duarte. Diseñada para contener el descontento social producto del fortalecimiento del neoliberalismo pero con el argumento público de combatir el narcotráfico y la inseguridad creciente, la militarización ha provocado una involución en términos de promover la participación ciudadana en los asuntos públicos. El sometimiento a chuecas o derechas de los medios de comunicación en el estado no abona para contar con una ciudadanía informada y crítica; muchos menos el récord que ostenta el estado en asesinatos contra periodistas. 

Por otro lado, la cultura política de los gobernantes ha sufrido también un importante retroceso. El ‘ni los veo ni los oigo’ es hoy por hoy el mantra para los políticos, con el agravante de que ahora han incorporado a su léxico todo lo relacionado con el discurso sobre derechos humanos, la igualdad de género, el combate a la pobreza, la consulta ciudadana. Pero en los hechos, los políticos se han aliado con las causas más retrógradas como la derecha confesional, tirando por la borda los tímidos avances logrados en las últimas décadas gracias precisamente a la participación de la sociedad organizada. Nunca como en nuestros días se ha instalado un discurso progresista en el contexto de la peor tragedia humanitaria que ha vivido el país y el estado. Como lo señalé en otro lugar, el voto de castigo no construye nada, es sólo consecuencia de la venganza que una vez lograda nos deja en el mismo lugar en el que estábamos… o peor. 

La alternancia aparece así como un nivel de análisis que describe mejor que los anteriores, la continuidad del régimen. La imposición del neoliberalismo en Veracruz fue iniciada a principios de los años noventa con la llegada de Patricio Chirinos al gobierno del estado y se continuó en los gobiernos de Miguel Alemán Velasco, Fidel Herrera y Javier Duarte. Lo interesante de todo esto es que durante el gobierno de Chirinos –gracias a su obsesión por ser el sucesor de Salinas- el que llevó las riendas del ejecutivo estatal fue, ni más ni menos, el candidato de la alternancia un cuarto de siglo despúes: Miguel Ángel Yunes. Así que de alternancia nada, más allá de los colores. 

La alternancia y la supuesta transición que festejan personajes como Francisco Monfort no es en realidad más que la continuación de un modelo económico y político basado en la exclusión, la marginación y la violencia institucionalizada. Pero además, apoyado en la desmemoria y el cinismo. ¿Cómo negarlo si el verdugo de los cuadros del PRD en los noventa es hoy precisamente el candidato que ganó la elección apoyado por lo que quedó de ésa izquierda electoral? Es cierto que el apoyo electoral de PRD para que ganara Yunes fue mínimo pero en mi opinión estratégico para contener a MORENA, al grado de que un cuadro perredista de siempre, Uriel Flores, se frota las manos esperando su recompensa por los votos sumados al PAN, gracias a su ‘prestigio’. 

Más allá de que este breve análisis pueda ser calificado de pesimista, sobre todo por los que se incorporarán al presupuesto público a partir de diciembre, lo que es innegable es que el modelo económico, o sea, el neoliberalismo en Veracruz iniciará una nueva etapa -una vez consumadas las reformas estructurales de segunda generación- que estará caracterizada por la desaparición de PEMEX y la llegada de Exxon, Chevron y demás; la intensificación de los proyectos hidroeléctricos y el fracking para explotar el gas; la precarización laboral con la quiebra del IPE y la reforma educativa; el despojo sistemático de propiedad pública, el deterioro ambiental y la pérdida de derechos políticos y civiles en favor de las causas más reaccionarias. Y por si fuera poco, encima de todo ello, la militarización creciente para asegurar que el modelo neoliberal siga vivito y coleando en Veracruz y en México. Así las cosas ¿cuál transición? ¿Cuál alternancias? Es evidente que será la continuidad la que domine los próximos años y no me refiero sólo a los dos que vienen. 

Gómez Tagle, Silvia. "Los signos de la transición en México", en El debate nacional. Escenarios de la democratización. México, Diana, 1998. pp. 145-165.

domingo, 21 de agosto de 2016

El rompecabezas continental: acerca de cómo procede la restauración oligárquica en América Latina

En este ejercicio de análisis de la región que arrancamos hace casi un año, hemos identificado algunas constantes e inconstantes que se antoja preciso subrayar a modo de recapitulación, con el objeto de seguir construyendo un marco de análisis que permita anticipar ciertos escenarios e interpretar otros pretéritos cuya huella perduran en el presente. En un aspecto parece haber consenso: en América Latina está en curso un proceso de reconquista colonial y de restauración del poder de clase, que no son la misma cosa pero que están íntimamente entretejidos. Si admitimos esta tesis, estamos obligados a admitir que hubo un período marcado por la inercia opuesta: es decir, de descolonización y democratización. En efecto, la evidencia sugiere que hubo un progreso en los dos renglones, pero que ese progreso tuvo un horizonte de ampliación más acabado en la dimensión descolonizadora. La democratización prosperó de manera diferenciada en América Latina, y esa diferencia responde a las especificidades de los procesos políticos de cada país. Con escasas excepciones, México, Colombia y Honduras señaladamente, casi la totalidad de los países al sur del río Bravo viraron hacia la izquierda al menos por uno o más ciclos presidenciales. Y refiero a esas tres excepciones porque sus trayectorias ponen de manifiesto algunas de esas constantes e inconstantes que conviene destacar, acaso porque allí se incuban los procedimientos que en el presente inciden concertadamente en la región. 

En México hubo un primer ciclo de reformas neoliberales entre 1988 y 1994. Después hubo un interregno de doce años, que también transitó por la ruta anti-laboral de los mercados globales, pero que se distinguió fundamentalmente por una escalada de la violencia de Estado. Tras el triunfo electoral de Enrique Peña Nieto en 2012, la agenda de la neoliberalización arreció, básicamente con dos reformas a la delantera: la reforma energética y la reforma educacional. Pero cabe detenerse en eso que llamo el “interregno”. 

En 2006, México también amagó con virar a la izquierda, en consonancia con sus pares del sur. El candidato de la oposición, Andrés Manuel López Obrador, enfrentó en 2004-2005 un proceso de desafuero por escándalos de corrupción (que es el estribillo en boga de la derecha). Sin embargo, el establishment político no consiguió frenar su candidatura a la presidencia. Y de acuerdo con “peritajes” electorales extraoficiales, López Obrador ganó esa elección. El computo oficial, no obstante, otorgó el triunfo a Felipe Calderón Hinojosa, por un minúsculo margen de 0.56 por ciento. Lo que siguió fue un baño de sangre nacional. Sólo en el sexenio de Calderón Hinojosa, se estima que perdieron la vida cerca de 136,000 personas por incidentes relacionados con la narcoviolencia, desaparecieron decenas de miles de personas, y cientos de miles de familias abandonaron sus estados de origen. Esta tragedia humanitaria se desencadenó tras la declaratoria de guerra contra el narcotráfico que, en diciembre de 2006, por decreto político unipersonal, ordenó Felipe Calderón. 

En México, frenaron la inercia de cambio con la guerra. En 2007 entra en vigor el Plan México, que es un Plan de Estados Unidos para México, con dos figuras de injerencismo estadunidense: Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte e Iniciativa Mérida. En el primer paquete de asistencia, las fuerzas armadas mexicanas recibieron 61 por ciento del presupuesto total. 

De 2007 a 2013, las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto desmantelaron las industrias aeronáutica y energética, extinguieron organizaciones gremiales como el Sindicato Mexicano de Electricistas y el Sindicato de Mexicana de Aviación, y abolieron los derechos laborales del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana y de los dos gremios magisteriales: el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE). 

La fórmula oligárquica: seguridad con diseño estadunidense más reformas estructurales. 

El caso colombiano es asombrosamente similar. En el período 1996-1997, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), cosecharon las victorias militares más destacadas en la historia de la guerrilla. Poco después de las elecciones de 1998, las FARC consiguieron desmilitarizar cerca de 42.000 kilómetros cuadrados, para la celebración de los diálogos de paz en El Caguán, que fracasaron porque el Estado acompañó el proceso con una gran acción de violencia paramilitar contrainsurgente. Lo cierto es que la apuesta de todos los gobiernos fue aplastar militarmente a las FARC. Hasta 1999, el Estado no conseguía producir un cambio en el balance militar a favor de la fuerza pública. 

Con la excusa del narcotráfico, Colombia y Estados Unidos firman el Plan Colombia para la Paz (1999), que en realidad era un Plan de Estados Unidos para Colombia. Del total del presupuesto de asistencia, 63.3 por ciento correspondió al componente militar (casi exactamente el mismo porcentaje consignado en el Plan México). Dice el investigador colombiano, Max Yuri Gil: “El Plan Colombia lo que generó fue eso: una repotenciación del Ejército, y una inversión en la correlación de fuerzas. Ese es el pacto del Plan Colombia: la destrucción de la ventaja militar que tuvieron las FARC, y una derrota estratégica de la guerrilla… Nunca más las FARC pudieron volver a generar una gran concentración de tropa para ocupar territorios”. 

Dawn Paley, periodista independiente, observa: “Inmediatamente después del Plan Colombia, la compañía estatal de petróleo, Ecopetrol, fue privatizada, y nuevas leyes fueron promulgadas para alentar la inversión extranjera directa… batallones especiales del ejército fueron entrenados para proteger los oleoductos que pertenecían a compañías estadounidenses. En el marco del Plan Colombia, la inversión foránea en las industrias extractivas se elevó a los cielos, y se firmaron nuevos acuerdos comerciales”. 

Otra vez la fórmula oligárquica: seguridad con diseño estadunidense más reformas estructurales. 

En la antesala de la aprobación del Plan Colombia, el entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, afirmó: “No debemos apoyar ni permitir que una democracia elegida por su pueblo, defendida con gran valor por gente que ha dado su vida, sea minada y subvertida por aquellos que literalmente están dispuestos a hacer pedazos al país apartándolo para avanzar su propia agenda… Tenemos que ganar la lucha por el área de libre comercio de las Américas. Tenemos que probar que libertad y mercado libre van de la mano” (Jairo Estrada Alvaréz en “Plan Colombia: Elementos de economía política”). 

Cuando dice: “…aquellos que están dispuestos a hacer pedazos al país”, teóricamente se refería a los narcotraficantes. Pero unos años más tarde, en 2016, Hillary Clinton admitió sin rubor el objetivo no declarado del Plan: “…[el] objetivo era tratar de utilizar nuestra influencia para controlar las acciones del gobierno contra las FARC y las guerrillas, pero también para ayudar al gobierno a detener el avance de las FARC y de las guerrillas” (http://www.democracynow.org/es/2016/4/13/hear_hillary_clinton_defend_her_role).  

En esa misma entrevista, la señora de Clinton aceptó lo que hasta ese momento era un secreto a voces: a saber, que en 2009 apoyó el golpe de Estado que puso fin al mandato de Manuel Zelaya en Honduras. También acá, la injerencia de Estados Unidos privó a ese país de un viraje hacia la izquierda o la descolonización. Esa intervención diezmó a la población, y fortaleció la dimensión autoritaria. Berta Cáceres es una de las víctimas de esa ambición recolonizadora. Hillary reconoció con orgullo su participación en el golpe, y amenazadoramente previno a aquel país de sus planes para el futuro: “Trabajé muy duro con los líderes de la región y conseguí que Óscar Arias, el ganador del Premio Nobel, tomara el liderazgo para tratar de negociar una resolución sin derramamiento de sangre. Y eso era muy importante para nosotros, ya sabe, Zelaya tenía amigos y aliados, no sólo en Honduras, también en algunos de los países vecinos, como Nicaragua, y podríamos haber tenido una terrible guerra civil, con una aterradora pérdida de vidas… Y comparto su preocupación, no sólo sobre las acciones del gobierno; las bandas de narcotraficantes y los traficantes de todo tipo se están aprovechando del pueblo de Honduras. Así que creo que tenemos que hacer un plan Colombia para Centroamérica (¡sic!)”. 

Y después del Plan (con diseño estadunidense) ya sabemos que sigue. 

En América Latina está en curso un proceso de reconquista colonial y de restauración del poder de clase. Y la estrategia que dispuso la derecha continental se apoya fuertemente en la fórmula antes referida: seguridad con diseño estadunidense más reformas estructurales. 

El gobierno de Mauricio Macri en Argentina da señales de avanzar peligrosamente en esa dirección. Eso se tratará en la siguiente entrega.

domingo, 14 de agosto de 2016

Cantinflas o el populismo o síganme los buenos

El diccionario de la Real Academia Española define “cantinflear” como la disposición de “hablar o actuar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada con sustancia”. Luego de discutir durante una suma generosa de años el concepto de “populismo”, en esas gélidas aulas destinadas a la instrucción de la Ciencia Política, uno llega a desarrollar una noción más o menos empíricamente exacta de eso que –con absoluta justicia para un comediante cuyo sello fue la acrobacia verbal sin contenido– se conoce como “cantinfleo”. En fin, después de esa “suma generosa de años” de insoportable inanición conceptual, juzgué urgente contribuir a enterrar una de esas palabras falsarias que algunos usan como "arma arrojadiza” y otros elevan a rango de categoría conceptual. Tengo certeza que no son pocos los que padecen el fastidio de la “cantaleta populista”. Por eso extiendo la invitación para participar del cortejo fúnebre de “populismo”. Síganme los buenos. 

Es difícil rastrear el origen de la palabra “populismo”, acaso tan difícil como llegar a un consenso acerca de su significado, por eso es que acá se arguye que no es propiamente un concepto, porque no connota ni denota nada preciso (que teóricamente es la precondición de un “concepto”). Etimológicamente refiere al “pueblo”, que es otra de esas palabras ambiguas. Algunos sitúan el primer acto de la idea de “populismo” en el período de la última república romana, que se usaba para designar a esos líderes populares que se oponían a la aristocracia tradicional. Otros afirman que la palabra apareció en el siglo XIX, en Estados Unidos y Rusia, simultáneamente, pero con significados diferentes. Ese registro geográfico e histórico es más o menos irrelevante, acaso porque se trata de un pseudoconcepto irrelevante para la discusión política.  

El léxico político es polivalente por naturaleza. Eso es cierto. Pero precisamente por eso habría que apostar a minimizar el efecto (siempre rentable para los sofistas) de la inflación palabraria. “Populismo” es una de esas palabras residuales e inútiles. Y no sólo por su vaguedad e imprecisión, sino también, y acaso más profundamente, por el uso intencionadamente ideológico (y perverso) que otorgan sus más conspicuos vociferantes. 

Acerca de la definición de “populismo”, no hay un acuerdo sobre qué es, y se esgrimen todas las prenociones que al emisor en cuestión se le ocurren: que es una ideología o un estilo o una estrategia, o bien, que puede ser discursivo o político o moral. 

Unos dicen que es nativista porque construye la noción de “pueblo” con base en la exclusión de los otros. Pero esa característica excluiría a Hugo Chávez, que –según la doxa de baja estofa– es el “populista” por excelencia, porque su proyecto político (bolivarianismo) apunta a la integración de los múltiples pueblos de la región por oposición al aislacionismo. Otros dicen que se trata de una actitud de polarización que involucra a una élite minoritaria y un pueblo mayoritario. 

Pero esa situación no es el resultado de un discurso o de algún decreto unipersonal: la asimetría socioeconómica es una situación objetiva. No es accidental que en todo el mundo se extendiera la consigna de “Somos el 99% (de la población) que tiene razones para estar indignada con el 1% (que son los ricos y poderosos)”. La desigualdad no es una ocurrencia de un líder caprichoso. La polarización es empíricamente real. 

No pocos señalan que el “populismo” es una forma de hacer política que carece de contenidos programáticos y que es compatible con una variedad de estructuras estatales. Hasta Cantinflas se asombra: “Tons, como quien dice… ¿Cómo dice que me dijo que dijo?” En realidad, tranquilamente podríamos reemplazar “populismo” por “partido político”. En el presente, las organizaciones partidarias son cheques en blanco sin programa, que una vez que consiguen conquistar el poder público se ponen al servicio de las agendas de los grupos económicos que definen los contenidos de la política. 

Los liberales más adoctrinados a menudo afirman que el “populismo” es una construcción maniquea de un “ellos” y un “nosotros”. Pero toda la historia del occidente moderno se basa en un maniqueísmo político e ideológico. Es amplio el inventario de antinomias supersticiosas de la modernidad: universalismo-particularismo, occidente-oriente, público-privado, desarrollo-subdesarrollo, ciencia-filosofía, cristianismo-islamismo, autoritarismo-democracia, etc. Todos los gobernantes en Estados Unidos sin excepción, invocan el trillado “choque de civilizaciones” (que se remonta a una presunta lucha entre un mundo cristiano civilizado y un mundo árabe bárbaro) para generar un clima de consenso domésticamente. Otros dirigentes políticos, que según los “teóricos del populismo” no figuran en el “círculo populista”, como Felipe Calderón Hinojosa (el señor de los casquillos), recurren a la misma fórmula maniquea del “ellos” y “nosotros”, y nadie nunca lo acusó de populista. En 2011 dijo: “Hacer acopio de fuerza, enfrentar y dominar el mal. Los mexicanos de bien estamos en el mismo bando y por eso no podemos dividirnos sino apostar a la unidad…” 

Los simpatizantes de eso que genéricamente se conoce como “populismo”, pero que francamente nadie sabe qué significa, arguyen que se trata de la construcción de un sujeto político en momentos de crisis institucional. Pero eso es una obviedad. Los sujetos políticos se construyen muy a menudo al margen de la institucionalidad y en respuesta a la crisis institucional. Se llama organización social de base. Que esa situación la capitalice favorable o desfavorablemente algún líder político es consustancial a los procedimientos rutinarios de la representatividad. Por añadidura, la construcción de un sujeto político auténtico es necesariamente de clase, no de pueblo. Lo políticamente fundamental es la especificidad de la ruta hacia la conquista del poder político por una clase social. Pero la noción de “populismo” hace abstracción de eso, y sus panegiristas optimistas sugieren, con rusticidad teórica, que es llanamente una “forma” de articulación política. 

Eso que llaman “crisis institucional” es una perogrullada. La institucionalidad, especialmente en América Latina, es una mera formalidad. En una región históricamente desahuciada en ese renglón, la política nunca se dirimió allí. En Latinoamérica no alcanzó una materialidad acabada la noción de citoyen, esa abstracción depositaria de garantías o derechos que es la precondición de eso que llaman las “instituciones democráticas”, ni ninguna de esas otras quimeras liberales que incluso en sus matrices geográficas occidentales carecen de valor u operatividad en el presente. 

Los coléricos maldicientes del “populismo”, que tampoco saben bien qué significa, sostienen que ese “incivil comportamiento” es una desviación de las coordenadas demo-liberales, que transgrede los equilibrios institucionales de una “democracia sana”. Pero insanos son los desatinos de esos liberales equilibristas que presumen neutralidad, acaso encantados con el misticismo de la rancia modernidad. Esos desatinos son tributarios de una interpretación adulterada de Hobbes. No entendieron que la prescripción institucional hobbesiana no aspira al momento democrático, sino al momento de la autoridad, que es exactamente lo opuesto. Hobbes no prescribió la democracia; prescribió un artificio de obediencia: el Estado. La condición de posibilidad de la democracia está en el desequilibrio. Y eso no se llama populismo: se llama desobediencia civil. Y poca o ninguna relación tiene con los gobiernos. La democracia en clave liberal existe sólo bajo el conjuro de la simulación. Y esa simulación es el equilibrio que exalta el anti-populista. 

Que el populismo puede ser de derecha o de izquierda, en eso coinciden casi todos. Y que, por lo tanto, no responde a ninguna ideología y depende de los valores contra los que se alza. Acá uno puede pensar en Donald Trump, por aclamación acusado de populista, y cuyo discurso se basa en decir exactamente lo opuesto a lo que diría cualquier líder político del establishment tradicional (no a las minorías o al libre mercado o al injerencismo estadunidense; sí al uso extendido de armas de fuego o al fortalecimiento del mercado interno o a los muros aislacionistas etc.). Sin embargo, casi todos omiten que ese remedo de “oposición” emerge desde una posición de privilegio (Trump es rico e influyente), y eso es lo políticamente fundamental. El Diccionario de la Real Academia Española define “demagogia” como una “degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”. ¡Trump es un demagogo! Punto. 

La discusión sobre el populismo sólo podía florecer en las miasmas mortuorias de una disciplina como la ciencia política, que siempre se ocupó de las formas y nunca de los contenidos sustantivos de la política, que por cierto es una actitud típicamente anti-científica. 

Esos que desde la derecha asisten al epíteto de “populismo” tienen el propósito de enarbolar una consigna peyorativa que desautorice a algún contrincante con aprobación popular. Es básicamente un ardid lingüístico despreciativo sin valor explicatorio. 

Esos que desde la izquierda empuñan el “populismo”, involuntariamente reproducen el preconcepto de la derecha, sin atinar tampoco en la explicación de la cosa política. En Estados Unidos recientemente cobró fuerza una discusión (principalmente entre la comunidad afrodescendiente) acerca de eso que genuinamente define a la negritud en ese país. En ese ejercicio los afroamericanos descubrieron que muchos rasgos o comportamientos que otrora consideraron propios, en realidad eran prejuicios que los blancos cultivaron históricamente y que los negros se apropiaron con el tiempo, creyendo que eran naturales o representativos de su cultura. El “populismo” es ese prejuicio que cierta izquierda se apropia y eleva a rango de programa político. 

El populismo es un relato ideológico que tiene nula importancia teórica, política e histórica. Es una acrobacia verborréica, una telaraña autorreferencial, fuente de discusiones acaloradas pero absolutamente fútiles que desembocan en enredos metapolíticos inescrutables. “¡Ahí está el detalle! –dice Cantinflas–. Que no es ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario”

http://www.jornadaveracruz.com.mx/Post.aspx?id=160815_085616_829