Luis Emilio Gomagú
Documentar la violencia en el México de hoy día parece tan inocuo como autodestructivo. La vida cotidiana de lo que alguna vez fue conocido como El cuerno de la abundancia, colecciona violencias como las playas guardan un poco del mar. Frente a la ausencia del Estado, relatar los sucesos parece un ejercicio ocioso, una desalmada pérdida de tiempo, el descubrimiento macabro de una verdad que se desvanece a la vista de todos.
En un artículo publicado por El País, Juan Villoro dice sin mayor tapujo que “En México las palabras son más peligrosas que los hechos”, declaración que sobrepasa todo límite de coherencia. Quizás debido al contexto del artículo –en el que las élites de la cultura internacional pretenden establecer una pelea inexistente– esas palabras puedan pasar desapercibidas. Pero la realidad –o los hechos para sostener literalidad– del México de hoy trascienden casi todas las barreras del simbolismo.
A diez años y monedas de que Felipe Calderón declarara una guerra abierta contra el narcotráfico, México se despierta cada día para reconocerse en Tezcatlipoca, rostro humeante de obsidiana, espejo de aquel que enfrenta la muerte.
La bravuconería del pequeño Hinojosa desencadenó una escalada de violencia que supera en sus detalles las brutales relaciones bélicas internacionales recientes. Al mismo tiempo, la falta de claridad –que habilite un ejercicio de memoria–, el reconocimiento de las múltiples infamias –su correspondiente búsqueda de justicia– y la persecución infatigable de la verdad, son joyas que todavía brillan por su ausencia.
La descomposición que ha padecido en estos años el entramado social mexicano, agujereado a balazos –de plomo, de impunidad– y desaparecidos, es uno de los grandes fracasos de la guerra contra el narco, brazo armado de la política en materia de drogas encarada por intereses internacionales y obedecida por la alta burocracia mexicana.
De la crisis social a la crisis humanitaria.
Hablar de crisis en México es hablar de mucho más que de un desastre económico, aún cuando las cifras de pobreza son alarmantes incluso para quien las ignora. Las últimas mediciones publicadas en julio de 2015 por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, hablan de 55.3 millones de personas en condiciones de pobreza, poco menos de la mitad del total de mexicanos en suelo patrio y poco más que la población total de la República Argentina.
Sumado a este desastre de consecuencias apenas imaginables, México cuenta con una desigualdad tan grande como el cañón del sumidero, una concentración económica entre las más altas de América Latina y casi tan escandalosa como contar con el sexto hombre más rico del mundo. Al mismo tiempo y como si no bastara lo descrito, los niveles de corrupción e impunidad que imperan en los ámbitos de la justicia son inhumanos; los que se encuentran del lado de la política lideran el robometro internacional, que no es poco decir, y cuentan con representantes con causas abiertas o prófugos de la justica.
En la última publicación de los Estudios Económicos de la OCDE –un aliado condicional de los países alineados a las políticas internacionales–, luego de un intento por solapar las “reformas estructurales” de Peña Nieto, declararon que “el potencial económico del país se ve obstaculizado por desafíos importantes como los altos niveles de pobreza, extensa informalidad, tasas bajas de participación femenina, aprovechamiento escolar insuficiente, exclusión financiera, una norma de derecho endeble y niveles persistentes de corrupción y delincuencia”. En resumen, una crisis de larga data en todos los ámbitos e instituciones que la ‘mafiocracia’ –como llama Edgardo Buscaglia al sistema político mexicano– no quiere reconocer.
Las crisis muchas veces están asociadas a ruptura, a discontinuidad súbita, lo que suele darles un carácter de explosivas, violentas. Pero cuando hablamos de crisis sociales, encontramos signos de su expresión, entre otros, en un deterioro acelerado de las instituciones del sistema, la caducidad de normas y valores, la desorganización de las representaciones del mundo y por lo tanto, de la representación de sí y de los otros, lo que se podría traducir en la pérdida masiva de referentes.
Es en este contexto crítico que se desata una guerra en México. Liderada por el presidente de turno –hasta la fecha Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto–, quienes no con desilusión han recibido presupuestos millonarios venidos del norte para fortalecer las fuerzas armadas, dotar al ejército con armas, tanques, balas: instrumentos de muerte extranjeros para cuerpos y muertos locales.
Los soldados pasaron de su entrenamiento en los cuarteles a patrullar las calles para participar en operaciones de seguridad pública y enfrentar al “crimen organizado”. Desde entonces la institución castrense registra miles de enfrentamientos entre el ejército y lo que éste considera “grupos criminales”. Además de los así llamados enfrentamientos, el país colecciona macabras experiencias en las que ambos bandos han cometido crueles asesinatos, incruentas desapariciones.
Por si fuera poco, la persecución, silenciamiento y asesinato de periodistas ha convertido a México y algunos de sus estados en los lugares más peligroso para ejercer el oficio a nivel mundial. Hace apenas unos meses y bajo el sol del medio día de Culiacán, Sinaloa, fue asesinado Javier Valdés Cárdenas, periodista y narrador extraordinario que vio la muerte antes que las balas. Cuando asesinaron a su colega Miroslava Breach dijo, con absoluta certeza del sentido de sus palabras: “Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio.” La cúpula política del país, anquilosada en la forma y putrefacta en el fondo, manteniendo su rigor inoperante, sólo atinó a guardar un minuto de silencio.
Además, como si no sobraran las desgracias, la metódica eliminación de líderes sociales, defensores de derechos humanos y clérigos de pequeñas comunidades –por su influencia social en la localidad–, así como activistas y estudiantes, es moneda corriente. El gobierno de México ha establecido una persecución perpetua de la libertad, la igualdad y la justicia sólo para aniquilarla.
Las cifras de este desastre humanitario son tan alarmantes como inestables. Algunos números oficiales oscilan alrededor de las 300 mil muertes a causa de esta guerra absurda, valga la redundancia. La violencia desatada en México en los últimos años ha cobrado más vidas que las guerras de Afganistan e Irak juntas, cualquier cosa que eso signifique. A estas cifras escandalosas, fuera de toda lógica en una Nación “democrática”, se suma el dolor inagotable de familiares y amigos que todavía buscan a sus seres queridos. Las desapariciones forzadas con y sin implicación directa del Estado, han convertido el suelo mexicano en una fosa inagotable que arroja cadáveres con empacho.
En Retratos de una búsqueda, un documental de Alicia Calderón, se entrecruzan las historias de tres mujeres –entre las miles– que buscan a sus hijos/as. Una de ellas visita en la cárcel a dos sujetos acusados de pertenecer al “crimen organizado”, sospechados de haber participado en la desaparición de su hija. Ellos describen a una madre –sin saberlo– los abusos sexuales que perpetraron a su hija, los detalles violentos de su muerte, lo macabro de jugar a besar su cabeza sin cuerpo y lo infame de subrayar que “ella no había hecho nada malo”. La crueldad es a veces un sol que no alumbra y sólo quema.
La búsqueda de los más de 30mil desaparecidos –por mencionar las oscuras cifras oficiales– ha significado un derrotero infernal para familiares y amigos. Las instituciones del Estado –y la burocracia encarnada en su personal– sólo han reportado negativas y desdén, como si de buscar perros se tratara. Sin embargo, otra vez las madres con su amor y esperanza para combatir la ignominia, el horror; y una luz de esperanza con la flamante Ley general en materia de desaparición forzada.
Estos personajes y cifras recuerdan una historia de otro tiempo, espejan dos naciones que emiten un reflejo diferente. El diez de mayo pasado, las madres y abuelas de plaza de mayo convocaron una masiva movilización para impedir la reducción de las condenas a los genocidas de la última dictadura en Argentina. El mismo día en México, donde además se celebra el día de la madre, las movilizaciones a lo largo y ancho del país –acalladas por los medios de comunicación– exigieron la aparición con vida de sus seres queridos y castigo a los culpables.
Frente a las respuestas inhumanas del Estado, de las que podría escribirse un gran libro de la infamia, familiares y amigos han desplegado estrategias comunitarias de búsqueda a lo largo, ancho y hondo del territorio nacional. Sin abandonar los expedientes han recurrido al pico y la pala, a desmalezar montes, a recolectar huesos, a desenterrar cadáveres por montones deseando que sean ellos, pero, ¡por piedad que no lo sean!
Para colmo de males, tanto la guerra contra el narco como la silenciosa guerra económica, han generado una masiva migración interna, desplazamientos forzados por miedo, ocupación de tierras y la búsqueda de una vida medianamente digna en un país plagado de “pueblos mágicos” y ahora también de pueblos fantasmas. La postura del flamante presidente de los Estados Unidos le suma fuego al incendio, pretendiendo devolver a constructores y sostenes de buena parte de la economía del vecino país: las y los migrantes mexicanos y centroamericanos.
La realidad que atraviesa México por estos días supera con creces datos, cifras y detalles mencionados. Es difícil imaginar un futuro posible, en donde se promueva la memoria, la verdad, la justicia. Pero esto también es parte de una estrategia que, sabiéndolo o no, se promueve desde los comandos económicos internacionales y sobre lo que volveré más adelante.
Tan lejos de dios y tan cerca de Estados Unidos.
Mientras que la lista de provincias que han regulado el uso recreativo y medicinal de la mariguana se incrementa en los Estados Unidos, su política de lucha contra las drogas se extiende de su frontera sur –próxima a recomenzar la construcción del muro de la ignominia– hasta el fin del mundo. Si bien hablar de la mota y su periplo regulatorio no es representativo de todas las drogas –legales e ilegales–, los movimientos de despenalización y legalización que se desarrollan con fuerza en varias partes del mundo abren la posibilidad de repensar términos, concepciones y estrategias.
La Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD), de la Organización de los Estados Americanos (OEA), determinó en 2010 una Estrategia Hemisférica sobre Drogas que, desde una perspectiva estructural, tiene dos pilares fundamentales: Reducción de la demanda y Reducción de la oferta. La primera obedece a programas de reducción de riesgos y daños, entendiendo la problemática como un problema social y de salud que requeire un abordaje multidisciplinario. La segunda es la trinchera donde se guarece la guerra contra las drogas, desde donde algunos paises protegen sus fronteras de los muertos mientras liberan el paso a las ganancias y algunas sustancias ilegales.
La hoy tambaleante Iniciativa Mérida –puntapié de la guerra que está desangrando a México por boca de Felipe Calderón Hinojosa– pretende, con un fondo de 2.3 millones de dólares asignados por el congreso de los Estados Unidos, “contrarrestar la violencia ocasionada por las drogas que amenaza a los ciudadanos en ambos lados de la frontera”. No por casualidad, desde entonces y hasta la fecha, la violencia se ha incrementado exponencialmente y lo que consideran amenaza fagocita las vidas de aquellos que están sólo de éste lado de la frontera.
De la misma manera, la ley contra el Tráfico de Droga Trasnacional, aprobada en el ocaso de la administración de Obama, persigue la producción y tráfico de droga que tiene lugar fuera del país cuando esta tiene como probable destino EE.UU. “Esta ley le da a las fuerzas del orden las herramientas necesarias para reducir el volumen de droga que cruza nuestras fronteras. Autoriza la persecución del crimen trasnacional para reducir el flujo de drogas ilegales que llegan a EEUU desde terceros países”, dijo en su momento la legisladora demócrata que presentó la ley, Dianne Feinstein. Otra muestra de los intentos por mantener las ganancias de un negocio internacional dentro de las fronteras y la violencia de su ilegalidad fuera del territorio.
En la misma tesitura de cooperación internacional, los gobiernos de Colombia y México, a traves de la Procuraduría General de la República –PGR, siglas que se asocian en el imaginario local a torutura y persecución nacional– y la Fiscalía General de Colombia, firmaron recientemente un acuerdo de fortalecimiento en la cooperación para “luchar contra el crimen organizado, el tráfico de drogas, la corrupción y delitos conexos”. Basicamente un intercambio de información y experiencias que les permitan establecer estrategias de control en ambos países.
Argentina parece querer entrar al juego de la guerra; vía endeudamiento –al parecer la herramienta favorita del actual gobierno–, el ex embajador argentino en Estados Unidos solicitó un armamento presupuestado en 2500 millones de dolares para apuntalar una fuerza de paz. En una nota relacionada al tema, A. Rolandelli dice que “tratar de reorientar las funciones de las Fuerzas Armadas por fuera de la órbita que actualmente tiene por ley es hacer malabares con granadas”. Y tiene razón; sin embargo, a pesar de la polémica desatada por la persistencia bélica, en días pasados se acordó la compra de aviones cazabombarderos a Francia.
Los resultados de estas estrategias en la reducción de la oferta todavía brillan por su ausencia. La diversificación de las actividades de los grupos criminales, en México y el mundo, les ha permitido incidir en las políticas locales, emprendimientos económicos –mejor conocidos como lavado de dinero–, así como ser fuentes de crédito para sectores privados y del Estado. Las crisis económicas de los países se convierten en tierra fértil para la propagación del poder de estos grupos, además de una fuente inagotable de mano de obra, carne de cañón, vidas desechables.
El mercado oferta y demanda.
La Reducción de la demanda, por otra parte, conlleva estrategias en el campo de la prevención de los consumos de sustancias, tratamiento de las adicciones, la incorporación social de las personas que padecen algún tipo de adicción y reducción de riesgos y daños; estrategias que se han visto opacadas por el despliegue ‘joligudense’ de la fallida guerra contra el narco. Pero es precisamente este campo un lugar de posibilidad y, sobre todo, en el que cabemos todos.
Inmersos en una sociedad que se rige bajo una lógica de consumo, que fomenta hábitos, prioriza valores, propone maneras de vincularse, impone ritmos y tiempos a la vez que promueve modos de tramitar los afectos, nos encontramos todos frente a un mismo reflejo: el del consumidor/a. El consumo es hoy una manera de pertenecer; consumir –productos del mercado, sustancias, servicios, etc.– es existir como miembros de esta sociedad que, a su vez, ha dejado de ofrecer productos simples y promueve en cambio experiencias de realización inmediata –de felicidad, plenitud, éxito, etc.– a través de esos consumos.
Al mismo tiempo, el mercado va regulando aquello que considera necesario para su reproducción, para no detener el movimiento de la rueda que mueve al mundo, mientras que rechaza y excluye a aquellos que no cumplen con sus expectativas de consumo. Los excluye pero ofrece, bajo los mismos principios, un mercado ilegal con ganancias extras para sí, ya que ese dinero no se evapora sino que entra a girar y girar.
Hablamos entonces de consumos, en esa amplitud, y de consumos que pueden volverse problemáticos. En México y el mundo se han desarrollado estrategias que apuntan a salvaguardar la salud de los consumidores, atendiendo el consumo problemático desde una perspectiva social, de salud y analizando su multicausalidad. Algunas de ellas funcionan con carencias en las estructuras estatales y otras en organizaciones no gubernamentales –a veces financiadas por el mismo Estado.
Pero también en lo cotidiano hay modificaciones pertinentes, que nos permitirán sacudirnos la parálisis, implicarnos en la problemática –en la que de hecho estamos hundidos– y accionar un cambio; asumir algunas maniobras de prevención en los espacios de los que de por sí participamos.
Federico Vite, un extraordinario escritor mexicano que no encontrarás en ninguna lista propagnadeada, comenta sobre el calvario mexicano: “Lo peor que podría pasar es que nos acostumbremos. Alguna lógica debe de tener que la literatura sirva para sensibilizar, quiero decir para ser partícipe de un dolor ajeno. En la medida en la que no sólo tienes el hambre y el plomo y descubres que puedes soñar de otra forma; con música, cine, teatro, el mundo se hace más grande”.
Hablar de drogas con temor, como si la palabra abarcara el infierno, es confundir el todo con la parte. La percepción de riesgo desmedido con el que se asocia, relacionando sustancias con crimen organizado –discurso abonado por los medios de comunicación–, promueve en las personas una sensación de amenaza paralizante, justificando cualquier medida para combatirla y dejando a la población como espectadora de un desastre del que es protagonista.
Sucede lo mismo al plantear la problemática en términos de “guerra contra las drogas”, “el flagelo de la droga”, “la violencia ocasionada por las drogas”, etc.. Esta nominación agrupa una diversidad de sustancias bajo una sola, al mismo tiempo que se la personifica, se le da una entidad física de la que carece, nubla el panorama. La Organización Mundial de la Salud –OMS– define droga como “toda y cualquier sustancia que al ser introducida a un organismo modifica su metabolismo, estado de ánimo o funciones internas”. Dentro de esta denominación pueden distinguirse una variedad de categorías entre las que se encuentran legalidad, ilegalidad, efectos, afinidad molecular, origen, usos, etc. Para el caso quizás es importante darse un paseo por el Universo de las drogas.
Siguiendo la definición de la OMS, tanto el alcohol, el cigarrillo, los medicamentos de venta libre, productos con altos niveles de azúcar –por mencionar sólo algunos– forman parte de “las drogas” y su consecuente combate militar. Sin embargo, el tratamiento recibido y la mirada sobre los consumidores de estos productos es absolutamente dispar, ya que forman parte de lo necesario para la reproducción del mercado. En el orden de lo dañinio, es el alcohol el número uno en la asociación de consumo y muerte, por encima de otras sustancias ilegales.
En este sentido, plantear un mundo “libre de drogas” es una falacia que se ríe de sí misma. Cuando en Argentina se propuso la campaña “Sol sin drogas”, protagonizada por Diego Armando Maradona, Charly García retrucó el slogan con un “Drogas sin sol”, demostrando por otra parte que la persecusión del consumidor es también –y sobre todo– una persecusión de clase social.
Disparar sólo las balas del sonido.
No pretendo minimizar la problemática que tiene a México sumido en la desgracia, ni mucho menos pasar por alto que las estrategias preventivas necesarias en este contexto estén abocadas a salvaguardar la vida. Pero más de sesenta años de prohibicionismo no ha hecho más que fracasar, profundizar crisis y regar de muertos la tierra donde se ha instalado como la única política en la materia.
Javier Valdez Cárdenas, con su voz desde el más allá y dándole vigencia a Rulfo en este país regado de muertos, supo decir: “con el narco no vas a acabar; hay que invertir mucho dinero en recuperar el tejido social, en atender a niños y a jóvenes, quitarle a los narcotraficantes el mercado laboral que tienen cautivo. No se trata de detenerlos sino de ganarles el espacio social que ya tienen, que nosotros recuperemos la calle. Creo que conjuntando todo eso podemos tener otro periodismo, otra sociedad y otro país. Parece una quimera, pero yo creo que vale la pena”. Yo también.
Es en este sentido en el que podemos sumar otra manera de pensar el problema y sus posibles soluciones. Generar espacios de cuidado colectivo en nuestros lugares de pertenencia –instituciones, organizaciones, lugares de trabajo–, volver a fortalecer esa trama social tan vapuleada por discursos y miedos, que nos permita andar cuidándonos –entre todos– y no andar con cuidado, como solía decir mi tía Anita. Mirar en el otro a un compañero, vecino o alguien que necesita ayuda y no a un delincuente peligroso que busca lastimarnos. Contraponer a esa lógica de consumo, una lógica de cuidado.
Octavio Paz, en su laberinto de la soledad, decía que la historia tiene la realidad atroz de una pesadilla, y que “la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de esa pesadilla. O dicho de otro modo, transfigurara la pesadilla en visión, liberarnos, así sea por un instante, de la realidad disforme por medio de la creación”, que debe ser por sobre todas las cosas colectiva y horizontal.
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