martes, 24 de enero de 2017

¡Pégame pero no me dejes! Del neoliberalismo al neocolonialismo reciclado en México.


Frente a la ofensiva del recién llegado a la Casa Blanca (la de allá, no la de aquí) las reacciones de gobernantes y sus amos van desde la histeria hasta el masoquismo. Renuentes a perder sus privilegios, los poderosos en México no están dispuestos ni por un segundo a considerar un golpe de timón para responder a las intenciones neocolonialistas de la amenaza naranja. Por el contrario, están dispuestos a sacrificar lo que queda del país para que las cosas sigan como están, profundizando la dependencia económica, política y cultural concomitante con el recrudecimiento de la pobreza y la marginación para millones de mexicanos.

En el ya lejano año de 1938, cuando Lázaro Cárdenas ordenó la nacionalización del petróleo, se abrió un ciclo histórico que con la reciente reforma energética ha llegado a su fin. Iniciado el desmantelamiento del estado de bienestar a principios de la década de los ochenta,y reforzado con la firma del TLCAN, el país se encuentra hoy en el inicio de un nuevo ciclo en el que la profundización de la globalización neoliberal ha colocado al país en una dinámica neocolonial en pleno siglo XXI.

La llegada de los tecnócratas al poder significó el inicio de un proyecto económico que prefiguró claramente la debacle que hoy nos envuelve y condiciona. Lo que en aquellos años despertó la esperanza de buena parte de la población -a pesar de los múltiples indicios que vaticinaban- fue en realidad el arranque de un ciclo histórico que no sólo desmanteló al estado posrevolucionario sino desgarró a la sociedad en su conjunto para convertir a la nación en rehén de las grandes transnacionales.

El aumento del precio de la gasolina no es más que la consecuencia directa del proyecto neoliberal impulsado por Salinas y la oligarquía mexicana. Y si bien muchos no alcanzaron a imaginar hasta donde llegaría el proceso hoy resulta imposible de ignorar. La ofensiva en contra de Pemex, iniciada con la venta de la petroquímica, ha llegado a su culminación y las consecuencias están a la vista de todos. Y sin embargo el paraíso prometido está hoy más lejos que nunca y aunque para muchos resulta exagerado aceptar la idea de que hemos vuelto a los tiempos de la dictadura porfirista y el neocolonialismo del siglo XIX, es innegable el estado de postración y sumisión en el que se encuentra la economía mexicana.

El neoliberalismo como receta económica impulsó la venta de las empresas estatales, la flotación permanente del peso y la apertura indiscriminada de las fronteras al comercio internacional. Pero además consolidó al modelo maquilador, basado en el brutal descenso de los salarios reales, nulos controles ambientales y estímulos fiscales muchas veces concedidos en medio de un sistemático tráfico de influencias, lo  que debilitó sistemáticamente la planta productiva del país, tanto en el incipiente sector industrial como sobre todo en el agropecuario. Y el milagro nunca llegó. 

A lo largo de los últimos treinta años, el fortalecimiento de la receta neoliberal fue abriendo nuevas heridas que han llevado a políticos y empresarios a considerar que no hay otra alternativa que mantener a cualquier costo el modelo económico. Llama la atención como frente a las amenazas de Trump, la inmensa mayoría de los privilegiados del régimen se muestran aterrorizados no sólo por las consecuencias que tendría el regreso de millones de migrantes al país sino sobre todo por la posibilidad de que el TLCAN desaparezca. De hecho, están en la mejor disposición de que se mantenga, aun si eso significa n mayor sometimiento económico. Para nadie es un secreto que el infame tratado fue y es sustancialmente funcional para la economía estadounidense pero no tanto para la mexicana. El aumento consistente del desempleo, la disminución de cerca del 70% del valor de los salarios reales, la crisis ambiental y humana y sobre todo el fortalecimiento del crimen organizado son, junto con las terribles consecuencias en la salud de millones por el incremento en el consumo de comida chatarra, las consecuencias reales del TLCAN. El sobado argumento de que la balanza comercial es favorable  para la economía mexicana y que es resultado directo del TLCAN paso por alto el hecho de que lo que se exporta principalmente por la maquila de productos de las transnacionales. Es el caso, por ejemplo, de la joya de la corona, la industria automotriz, que exporta miles y miles de autos ensamblados en México… pero con refacciones importadas.

La quimera que Trump le ha vendido a sus votantes -en el sentido de que los empleos de dichas industrias volverán a los EE. UU.- sería un duro golpe para la economía mexicana pero también lo sería para las ganancias y el futuro de la industria automotriz yanqui que sólo ha podido seguir compitiendo gracias a los bajos salarios pagados a los trabajadores mexicanos. No por ello la economía yanqui dejará de utilizar la mano de obra mexicana pero ahora endurecerá las condiciones renegociando el TLCAN, con la complacencia de Peña y su grupo.

Por lo anterior es posible sugerir que la profundización de la dependencia de México y la visible cooperación del gobierno federal para hacerlo posible cierra el ciclo histórico neoliberal para abrir la puerta a un neocolonialismo que, al igual que el del siglo XIX no echará mano de la ocupación militar sino acelerará la dependencia poniendo de rodillas a la mayoría de la población -depredando sus recursos naturales y empobreciéndolos más de lo que ya están- con la entusiasta cooperación sumisa de gobernantes y empresarios. Estos últimos simplemente no conciben la posibilidad de configurar un país ajeno a la dinámica neocolonial, a pesar de las posibilidades que ofrece un mundo multipolar, sino todo lo contrario. Así lo sugieren intelectuales del régimen como Jorge Castañeda, quien se pregunta en un reciente artículo “¿Cómo deberíamos responder los mexicanos a la inminente toma de posesión de Donald Trump? No existe opción seria de diversificación: ni hoy ni desde el Porfiriato (…) y desde entonces —ya 120 años— eso no ha cambiado y no va a cambiar, debido a la inercia geográfica y cultural. La respuesta es más integración, no menos.” Semejante reconocimiento de la necesidad histórica del neocolonialismo en México podría ser traducida en clave masoquista como: ¡Pégame pero no me dejes¡

jueves, 12 de enero de 2017

De Obama a Trump: El fracaso de la revolución pasiva

William I. Robinson 

Barack Obama declaró a CNN el pasado 26 de diciembre que hubiera podido derrotar a Trump de haber tenido la oportunidad de enfrentarse al presidente electo por un tercer mandato, pero en realidad puede que el demócrata haya aportado más que cualquier otro para asegurar la victoria de Trump. 

Si bien la elección de Trump ha desencadenado una rápida expansión de las corrientes fascistas en la sociedad civil y en el sistema político estadounidense, un resultado fascista no es inevitable y dependerá de la lucha opositora que ya ha comenzado. Pero ocurre que esa lucha requiere claridad para poder entender cómo hemos podido llegar a un precipicio tan peligroso. Las semillas de un fascismo del siglo XXI fueron plantadas, fertilizadas y regadas por el gobierno del presidente que deja el cargo, Barack Obama, y por la élite liberal en bancarrota que es representada por la presidencia de éste. 

En los últimos años del régimen de George W. Bush y especialmente con el colapso financiero de 2008, hubo un agitado descontento que desencadenó protestas masivas en los Estados Unidos y en todo el mundo. El proyecto Obama fue desde el principio un esfuerzo de los grupos dominantes para restablecer la hegemonía que venía desmoronándose desde los años de la presidencia de Bush. La elección de Obama desafió el sistema a nivel cultural e ideológico y sacudió los fundamentos raciales/ étnicos que siempre han mantenido en pie a la República de Estados Unidos aunque, ciertamente, no desmanteló esos fundamentos. 

Sin embargo, el proyecto de Obama nunca tuvo la intención de desafiar el orden socioeconómico; por el contrario, trató de preservar y fortalecer ese orden para sostener la globalización capitalista, reconstituyendo la hegemonía y llevando a cabo una revolución pasiva en contra del descontento manifestado por las masas y propagando la resistencia popular que comenzó a cobrar vida en los últimos años de la presidencia de Bush. 

El socialista italiano Antonio Gramsci desarrolló el concepto de revolución pasiva para referirse a los esfuerzos realizados por grupos dominantes de provocar ligeros cambios desde arriba con el objetivo de desactivar movilizaciones desde abajo que buscasen lograr una transformación más profunda. Integral a la revolución pasiva es la cooptación de liderazgos desde abajo y la integración de estos liderazgos en el proyecto dominante. La campaña electoral de Obama en 2008 aprovechó y ayudó a expandir la movilización de masas y las aspiraciones populares de cambio como no se había visto en muchos años en los Estados Unidos. El proyecto de Obama cooptó esa creciente tormenta desde abajo, la canalizó a la campaña electoral y después traicionó esas mismas aspiraciones. El Partido Demócrata desmovilizó efectivamente la insurgencia desde abajo tan pronto se hubo reanudado con una revolución más pasiva y, de hecho, aceleró el proyecto de la globalización capitalista y del neoliberalismo. El entusiasmo masivo que generó la primera campaña electoral de Obama se disipó rápidamente. 

El capital transnacional corporativo financió ambas campañas presidenciales de Obama y compró la presidencia del mismo. Obama impulsó la agenda de la guerra global, el neoliberalismo y el rumbo hacia un estado autoritario. Se convirtió en el presidente de los rescates corporativos, el presidente de deportación en masa y el presidente de la guerra de aviones no tripulados: los llamados drones. Su gobierno impulsó la construcción de un sistema policiaco represivo y un estado de vigilancia. Se autorizó la detención indefinida sin posibilidad de hábeas corpus de cualquier persona que el estado considerara un "enemigo", se libró la guerra contra los denunciantes y los filtradores y se defendió el espionaje nacional y global de la NSA. Se aumentó el presupuesto militar, el cual ya había alcanzado un máximo histórico bajo el régimen de Bush. Se negoció la Asociación Transpacífica, la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones y el Acuerdo sobre el Comercio de Servicios. 

De esta forma el proyecto de Obama debilitó desde abajo la respuesta popular izquierdista a la crisis, abriendo así espacio para que la respuesta de la derecha con vista en un proyecto del fascismo del siglo XXI se volviera insurgente. El gobierno de Obama apareció, sin duda, como una república de Weimar. Aunque los socialdemócratas estuvieron en el poder durante la República de Weimar de Alemania en los años 1920 y principios de 1930, no persiguieron una respuesta izquierdista a la crisis; dejaron de lado a los sindicatos militantes, comunistas y socialistas y progresivamente se aferraron al capital y la derecha antes de entregar el poder a los nazis en 1933. La república de Weimar del siglo XXI de Obama generó condiciones propicias para el desarrollo de las fuerzas neofascistas en los Estados Unidos. 

Durante el régimen de Bush, estas fuerzas neofascistas se extendieron por toda la sociedad civil estadounidense, exhibiendo una creciente polinización cruzada entre diferentes sectores de la derecha radical como no se había visto desde hace años. Durante la presidencia de Obama, elementos de la derecha de entre la comunidad empresarial transnacional financiaron ampliamente movimientos neofascistas como el Tea Party y la notoria legislación neofascista de la ley antiinmigrante SB1070 de Arizona en 2010. Esa legislación provocó leyes "copia" en otros estados del país y provocó que estallaran movimientos anti-inmigrantes de supremacía racial y de vigilancia fronteriza. Los multimillonarios hermanos Koch, de extrema derecha, por ejemplo, fueron los principales financiadores de la Tea Party y de una gran cantidad de fundaciones y organizaciones de fachada de la derecha, tales como Americans for Prosperity, Cato Institute y Mercatus Center. 

Estas organizaciones promovieron una versión extrema de la agenda corporativa neoliberal, incluyendo la reducción y la eliminación de los impuestos a corporaciones, recortes a los servicios sociales, la evisceración de la educación pública y la liberación total del capital de cualquier regulación estatal. Este neoliberalismo “recargado” es precisamente el programa económico del régimen entrante de Trump y converge perfectamente con los intereses de la clase capitalista transnacional, incluso si cultural e ideológicamente se encuentra vestido de forma dramáticamente distinta al de Obama y los liberales. 

Contrariamente a lo que dicen interpretaciones superficiales, la agenda de extrema derecha del trumpismo constituye una profundización y no una revocación del programa de globalización capitalista perseguido por la administración Obama y todas las administraciones estadounidenses desde Ronald Reagan. La crisis del capitalismo global se ha agudizado al confrontarse con un estancamiento económico y con el levantamiento de un populismo antiglobalización por parte tanto de la izquierda como de la derecha del espectro político. El trumpismo no representa una ruptura con la globalización capitalista sino más bien una recomposición de las fuerzas políticas y de discursos ideológicos que se acentúan a medida que la crisis y las tensiones internacionales llegan a nuevas profundidades. 

Ya sea del siglo XX o en sus variantes emergentes del siglo XXI, el fascismo es ante todo una respuesta a profundas crisis estructurales del capitalismo, como en el caso de la de los años treinta y la que comenzó con la crisis financiera de 2008. He estado escribiendo durante la última década acerca del surgimiento de las corrientes fascistas del siglo XXI en el contexto del nuevo capitalismo global. Una diferencia clave entre el fascismo del siglo XX y el fascismo del siglo XXI es que el primero involucró la fusión del capital nacional con poder político reaccionario y represivo, mientras que el segundo implica la fusión del capital transnacional con poder político reaccionario. El trumpismo no representa una salida; por el contrario, es la encarnación de la dictadura emergente de la clase capitalista transnacional. 

El trumpismo y el brusco giro hacia la extrema derecha es la progresión lógica del sistema político frente a la crisis del capitalismo global. La élite liberal y su proyecto de globalización capitalista a través del discurso "más amable, más suave" del multiculturalismo llegaron a un callejón sin salida y condujeron el sistema hacia una nueva crisis de hegemonía. Tomando el famoso dicho de Clausewitz de que "la guerra es una extensión de la política por otros medios", parafraseando, se puede decir que el trumpismo es una extensión del neoliberalismo por otros medios. 

Hay una linealidad en este aspecto desde Obama hasta Trump. Fue el gobierno de Obama y la élite liberal quienes se encargaron de abrir la caja de Pandora del trumpismo y el fascismo del siglo XXI. A medida que se acercaban las elecciones de 2016 la pregunta era: ¿cómo se expresaría el renovado descontento de las masas? La élite liberal marginó a Bernie Sanders y se alineó detrás de Hillary Clinton, pero a diferencia de como ocurrió en 2008, esta vez fracasaron los esfuerzos de lograr otra revolución pasiva. La élite liberal alimentó el giro hacia la extrema derecha al anular de nueva cuenta una respuesta izquierdista ante la crisis. 

La élite liberal se rehusó a desafiar la rapacidad del capital transnacional y su política de identidad sirvió para eclipsar el lenguaje anticapitalista de las clases trabajadoras y populares, empujando así a los trabajadores blancos hacia una "identidad" de nacionalismo blanco y ayudando a la derecha neo-fascista a organizarlos políticamente. Paralelo a las acusaciones que hizo el partido republicano contra aproximadamente 6 millones de votantes mayormente afroamericanos y latinos de aparecer en las listas de votantes de más de un estado y, por lo tanto, de haber cometido “fraude” electoral (acusaciones que resultaron ser falsas en casi la totalidad de los casos pero que tuvieron el efecto de negar el voto a los acusados), Trump hábilmente movilizó a una parte significativa de la clase trabajadora blanca en torno a un discurso demagógico racista caracterizado por los chivos expiatorios, la misoginia y la fanfarronería imperial valiéndose de la manipulación del miedo y la desestabilización económica. 

El discurso a veces velado o disimulado y a veces francamente racista y neofascista del trumpismo ha "legitimado" y desencadenado movimientos ultra-racistas y fascistas en la sociedad civil estadounidense. Parece ser que estas fuerzas están logrando un punto de apoyo en el estado estadounidense a través del emergente régimen de Trump. Este régimen reúne a billonarios banqueros y hombres de negocios con generales guerreros activos en política y activistas neofascistas en un cóctel mortal que amenaza con llevarnos al desastre si la lucha de resistencia no es capaz de descarrilar el trumpismo. 

Este es un momento extremadamente peligroso, pero es muy fluido. Las élites políticas y económicas están divididas y confundidas. El trumpismo ha fracturado aún más a los grupos gobernantes y bien podría estar generando una crisis de Estado que abriría espacio para respuestas populares e izquierdistas desde abajo. Una parte significativa de la élite se opuso a Trump durante la campaña presidencial. ¿Esas élites se acomodarán al régimen trumpista o se volverán contra él? 

No nos encontramos en este momento en un sistema fascista y ello se podría evitar si la lucha de resistencia se conforma en un carácter expansivo, organizado y unificado en un frente anti-neofascista. Para lograrlo, la lucha no debe recurrir a la decadente élite liberal organizada en el Partido Demócrata. Las fundaciones y las corporaciones buscarán financiar a los grupos liberales anti-Trump e intentarán modelar la agenda de la lucha anti-Trump de nuevo. Los demócratas y sus contribuidores corporativos tratarán de canalizar la lucha contra el trumpismo en las próximas elecciones legislativas y presidenciales. 

El protagonismo político de la clase trabajadora debe alcanzar la hegemonía dentro de cualquier frente unido contra el neofascismo. La base electoral de Trump dentro de la clase trabajadora descubrirá muy pronto durante el régimen del republicano que sus promesas eran un engaño. ¿Cómo se contendrá su rabia? ¿Serán reclutados hacia proyectos del fascismo del siglo XXI o hacia un proyecto popular, de izquierda y de resistencia y transformación? Para que esto suceda necesitamos ir más allá de las políticas de identidad, reconstruir una identidad de la clase trabajadora uniendo la lucha antirracismo y de defensa de los migrantes con un programa de reconstrucción económica y social que propugne el lenguaje de clase y socialismo en la política y en el quehacer cotidiano. Solamente trabajando hacia la construcción de la organización de la clase trabajadora global en toda su diversidad y situando su multiplicidad de luchas en el centro de la resistencia es que podremos ganar. 

William I. Robinson: profesor de sociología, Universidad de California en Santa Bárbara