Arsinoé Orihuela Ochoa
Los imperios han existido a lo largo de toda la historia. Y esto lo sabe hasta un niño que cursa la educación básica. Sin embargo, el concepto de “imperialismo” siempre ha “adolecido” de mala prensa, excepto allí donde las dirigencias políticas conquistaron a sangre y fuego el derecho a proferirlo públicamente. Actualmente, y casi en cualquier ámbito, el uso de este término provoca urticaria por “panfletario” e “inelegante”. Y aunque se admita que ha sido objeto de falsificación o derroche verborréico, “imperialismo” es un concepto absolutamente legítimo porque connota y denota algo preciso: a saber, la capacidad de controlar, influir o dirigir con éxito lo que hacen otros pueblos o naciones más débiles, sin costo político o sanción para el agresor. Y si alguien piensa que esto es puramente ideológico, sólo basta acudir al caso que acapara en este momento la atención del mundo: la encarcelación del expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva.
El debate sobre el caso Lula recorre básicamente tres coordenadas: uno, que se trata de un escenario exitoso de aplicación de la justicia; dos, que la condena-aprehensión es parte de una maquinación judicial fraudulenta (“lawfare”) para inhabilitar electoralmente al principal adversario de las elites brasileñas; y tres, que Lula da Silva es un aliado del capitalismo global que está cosechando lo que sembró por el contubernio con los poderes constituidos. La primera posición no se sostiene, por la sencilla razón de que no existe evidencia que convalide el acto de presunta corrupción que le imputan al líder del Partido de los Trabajadores. Los propios jueces alegaron que “no tienen pruebas, pero tienen convicciones” (¡sic!). La segunda posición es casi tautológica, porque una derecha golpista o no-institucional –como la que gobierna Brasil– sólo dispone de recursos extraconstitucionales e ilegítimos para expandir sus privilegios. Vale decir: es el comportamiento natural del ultraconservadurismo, que nunca respetó la institucionalidad. Y, “last but not least”, la tercera posición, que generalmente corresponde al intelectual de escritorio que juzga todas las realidades en abstracto, e ignora que, hasta antes de Lula, Brasil era sencillamente una esclavocracia (que, por cierto, los ultraconservadores aspiran a reeditar).
Y aunque es a todas luces evidente que Lula es víctima de una persecución criminal, lo cierto es que la lección más relevante ha sido desterrada de la discusión: a saber, que nuestra región –Latinoamérica– continúa despojada del derecho vital de conducir un cambio social o político, en cualquiera de sus modalidades o variantes.
En el siglo XXI germinaron esencialmente dos programas de cambio en la región, que por razones prácticas juzgué oportuno agrupar en dos categorías, en función de los líderes que protagonizaron esos procesos de transformación: “chavismo” y “lulismo”. Es innecesario señalar que ninguna de las dos propuestas alcanzó el grado de radicalidad de la revolución cubana. En sus orígenes, el “chavismo” impulsó un programa económico de inspiración keynesiana, acaso reformulado con arreglo a un ideario político bolivariano. Es decir, nada que no se hubiera explorado anteriormente en el continente. Por otra parte, el “lulismo” apostó por un programa típicamente demoliberal o socialdemócrata, que consistió en expandir los derechos de los más desfavorecidos, pero sin tocar la renta de los segmentos más privilegiados. Es decir, nada que no se hubiera puesto en práctica en el mundo desarrollado, especialmente en Europa, y cuyo único propósito era elevar los estándares de vida de la generalidad de la población.
¡Qué herejía! Lo que en aquellas naciones es un derecho elemental, en América Latina es un privilegio de pocos.
Hoy, el “chavismo” es objeto de una asfixia económica salvaje, concertada por las élites domésticas e internacionales, y tan sólo equiparable con el cruel boicot financiero-comercial que desde Estados Unidos se orquestó contra Cuba. Y el “lulismo”, que se cansó de respetar la legalidad e institucionalidad burguesa, hoy está prácticamente proscrito, y su líder tras las rejas. Como dicen (vulgarmente) en México, a las élites del poder “ningún chile les embona”.
La lección es lapidaria: el imperio contraataca. No es una fabricación ideológica. América Latina no conquistó todavía el derecho a decidir sobre su destino. Ni “chavismo” ni “lulismo” sino todo lo contrario: imperialismo sin concesiones ni disfraz.
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