Los cien años del inicio del movimiento social conocido por la historia oficial como la revolución mexicana me obliga a reflexionar sobre su doble significado: la idea de el triunfo del nacionalismo y del estado de bienestar, piezas claves para renovar el rol económico subordinado, sobre todo de Estados Unidos; por el otro, la participación popular inscrita para siempre en la memoria colectiva de las mayorías.
El triunfo de la fracción constitucionalista significó el realineamiento del país en el sistema mundo, estableciendo una relación mucho más cercana con los vecinos del norte, que estaban cerca de convertirse en el estado hegemónico, lo que se tradujo en el paulatino sometimiento que ha desembocada en una franca anexión de hecho. Con ello se demostró que el nacionalismo fue una trampa ideológica para cohesionar el apoyo popular en torno a un proyecto elitista y excluyente, apoyado en un estado de bienestar que hoy es sólo un recuerdo. Por eso le resulta incómodo el festejo a Calderón y sus amigos pero a los priístas también se les indigesta, concentrados en mantener viva la herencia salinista, que declaró muerta a la revolución en aras de instaurar el neoliberalismo.
La desaparición del ejido, el apoyo a la educación privada en detrimento de la pública y la ofensiva despiadada contra los derechos de los trabajadores en las últimas tres décadas demuestran claramente que se ha dado vuelta a la página de la historia. Sin embargo, el estado no puede cancelar los festejos pues sería riesgoso ignorar el valor que la mayoría de la sociedad mexicana le atribuye al conflicto social, que provocó más de un millón de muertos. Lo festejan a regañadientes, tergiversando los hechos y tratando de manipular la memoria colectiva para eliminar la idea de que los movimientos sociales son el motor del cambio social, la expresión más acabada de las aspiraciones de las y los mexicanos.
Y es esa herencia la que quiero enfatizar aquí. El significado fundamental de la llamada revolución estriba en la certeza de que la participación política de las mayorías es fundamental para definir el rumbo de una república, para el mantenimiento de la salud pública. La división del norte y el zapatismo fueron la expresión más clara de los ideales populares y hoy representan el pilar de la memoria colectiva de este país.
Por lo tanto, conmemorar el centenario del alzamiento popular iniciado en 1910 tiene que colocar en el centro del análisis la intervención de los trabajadores del campo y la ciudad en la cosa pública, su derecho a tener derechos, sus aspiraciones de construir una sociedad más justa y humana. Reivindicar esa herencia es el mejor homenaje que le podemos hacer a todos los que participaron en la bola; manteniendo vivos sus ideales, sus convicciones podremos reconfigurar el destino de nuestra sociedad. De otro modo seguiremos a la deriva, amarrados al barco decadente de los Estados Unidos que nos llevará a olvidar quiénes somos y para donde queremos ir. Por eso este veinte de noviembre habrá que gritar con fuerza ¡Viva Emiliano Zapata! ¡Viva Francisco Villa!
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