“¿Puedo fumar aquí adentro?”, preguntó con tono de súplica una noble clienta de un establecimiento nocturno cuyo nombre omitiré debido a que un servidor forma parte del contingente proletario que allí labora. “Claro”, repliqué. Y añadí acuciosa y empáticamente: “Aquí aún no llega la desquiciada cacería de fumadores. Es más, permíteme obsequiarte un cigarrillo [no suelo referirme a la gente de ‘usted’; me parece un anacronismo segregacionista]. En estos tiempos de fascismo sanitario, el cigarro es como el agua: no se le niega a nadie. Es necesario solidarizarnos, o de lo contrario la ceguera social nos arrojará a un estado marginal de existencia”.
Francamente me parecen descabellados los argumentos que respaldan la aplicación de las normas anti-tabaquismo: “El humo de tu tabaco también daña a tus hijos”; o “Fumar te mata… y no solo a ti”. Estas advertencias moralinas se proponen estigmatizar al consumidor: el recurso de alinear a las “víctimas pasivas” (categoría apreciablemente dudosa) en oposición a la amplia bandada de fumadores ha demostrado ser altamente efectiva.
Me va a disculpar el lector pudibundo, pero ¡basta de mamadas! La culpa de las enfermedades asociadas al tabaquismo la tienen las empresas que producen los cigarrillos, y no el fumador corriente. Al reverso de las cajetillas aparecen anuncios que advierten al consumidor de los daños que ocasionan las sustancias tóxicas que posee el cigarro. Por ejemplo: “Este producto contiene alquitrán, partícula tóxica causante del cáncer”; o “Contiene talio, insecticidas y pesticidas”.
Desconozco si mi pregunta peque de inocencia (nótese la ironía), pero, ¿cómo madres llegaron los pesticidas, insecticidas y raticidas al tabaco que uno fuma? Sugiérole al prosélito iracundo de esta turbia campaña que antes de emitir un juicio relativo al fumador someta a valoración esta deleznable incógnita.
¿Porque nadie cuestiona el uso de tales sustancias en la producción de cigarrillos? No he escuchado una sola crítica al proceso de producción del cigarro. Sólo escucho necias reprensiones al agente de dicho hábito: el fumador. Típica estratégica para el desenredo de controversias de orden público: se corta el hilo por lo más delgado.
Hace unos años conocí a una anciana en Cuba, con 102 años de edad encima, que fumaba un promedio de media cajetilla al día. Cuando amagué con abordar el tema de su longevo vicio, la señora atajó con una sentencia inexpugnable: “Joven, en su país los fumadores se mueren de cáncer pulmonar por toda la mierda que le aplican al tabaco para propiciar la adicción. El tabaco por sí solo no mata”.
Lejos quedaron aquellos felices días en los que uno podía caminar por doquier, con cigarrillo en mano, sin sentirse asediado por imperturbables miradas inquisitorias: discriminación fehaciente disfrazada de benevolencia sanitaria.
En mis años mozos de crío imberbe, el odio humano se saldaba con la persecución de comunistas… Hoy se persigue empedernidamente a los fumadores. ¡Maldigo a la modernidad y el progreso!
Recuerdo la primera vez que sufrí el desprecio de una “víctima pasiva”. Estaba sentado en una banca pública en las inmediaciones de un café de marca mundialmente conocida, en un suburbio de California, cuando un empleado del negocio referido se aproximó a un servidor y solicitó enfáticamente que apagara mi cigarrillo. Yo respondí con la siguiente expresión: “Fuck you, god-damned fascist”.
Sugiérole a la abnegada “víctima pasiva” que traduzca al idioma que mejor le acomode la expresión citada.
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