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lunes, 3 de octubre de 2016

Colombia: el “sí” a la guerra es responsabilidad histórica de las élites

Resumen Latinoamericano
Otra vez el estribillo de la “guerrilla terrorista” y el epíteto antediluviano del “castro-chavismo” sofocaron la posibilidad de triunfo de un valor: la paz. Y otra vez la opinión pública, que no es pública y sí un opinionismo rústico, endosa la factura de la derrota a las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). “El ‘no’ es un rechazo de los colombianos a la actitud de las FARC”, dicen los ignaros e incautos. Persiste el relato de la realidad colombiana en clave terrorista. Flagrante error de la dirigencia política en turno, que decidió someter intempestivamente a sufragio un proceso de paz, pero que no preguntó en otra época si los colombianos querían la guerra. El mundo al revés: deciden unilateralmente la guerra (que es un antivalor), y consultan a la población para la refrendación de la paz (que es un valor). El yerro consistió en “partidizar” apresuradamente los acuerdos. La apuesta de Juan Manuel Santos era refrendar ipso facto las negociaciones de paz con la impronta plebiscitaria, a fin de capitalizar electoralmente esa inercia, y condenar al uribismo a un ostracismo político. Irresponsabilidad inexcusable. Más cuando todos los medios de comunicación están atados programática e ideológicamente a la agenda del impresentable Álvaro Uribe. Es cierto que sólo votó el 37 por ciento del padrón. Pero también la abstención es responsabilidad de la élite política, que durante décadas se dedicó a sembrar odio, desinformación e indolencia entre la población. Triunfó el “sí” a la guerra porque es el humor social que han cultivado históricamente las élites colombianas. El uribismo es fruto de la guerra y de la convergencia de intereses oligárquicos en esa guerra. Las razones de la reciente disposición comicial (el “sí” a la guerra) no están en el liderazgo uribista –al menos no primeramente–, sino en las especificidades del conflicto colombiano, y en el predominio de ciertas clases sociales que se apoyan fuertemente en una lógica rígida de guerra para dirimir el conflicto político y neutralizar a la sociedad. 

La guerra es un componente primario de la política colombiana. En esa suerte de “omnivariable” se alojan las explicaciones de eso que la prensa llama “El ‘no’ a la paz”. 

En este sentido, la pregunta que todos formulan es por qué se impuso el “sí” a la guerra. Este artículo acude a cuatro claves explicatorias para responder esa pregunta. 

Las circunstancias de conflicto armado en Colombia justificaron tener un gasto militar elevado e ininterrumpido. Sólo por concepto del Plan Colombia, se estima que el gobierno colombiano aportó 4 mil millones de dólares. Por cierto, que, de ese monto, un porcentaje mayoritario correspondió a las erogaciones del primer turno presidencial de Álvaro Uribe. Cabe hacer notar que el gasto militar tiene un efecto anti-democrático, porque es un gasto que no es susceptible de fiscalización ciudadana. El gasto militar, por definición, está fuera del alcance del escrutinio público, y desplaza a la población de la arena pública. Por añadidura, el indiscreto encanto del militarismo infecta de autoritarismo a una sociedad. En la administración de Álvaro Uribe ese gasto aumentó extraordinariamente. Y Juan Manuel Santos prohijó ese dispendio como ministro de defensa de Uribe. Esa es una primera clave explicatoria. 

Una segunda clave explicatoria es que, a esa ponderación del gasto militar anti-democrático, se sumó una campaña de criminalización de la protesta social. En la administración de Uribe, esa satanización-criminalización se hizo extensiva a la totalidad de la oposición política, incluidos los actores formales e institucionales. Fue una intensa operación propagandística que tenía como propósito desautorizar a cualquier agrupación de la izquierda. Eso derechizó profundamente a la sociedad colombiana. 

Por añadidura, en el marco de la gestión uribista, el gobierno propuso la Ley 975 de “Justicia y Paz”, aprobada en 2005. En la práctica, esa ley proporcionó un instrumento jurídico de amnistía y reducción de penas para los grupos paramilitares, y puso en evidencia el doble rasero de las negociaciones de paz: firmeza contra la guerrilla, indulgencia con los ejércitos paraestatales. El rigor de “la ley y el orden” que, por un lado, exhibió el uribismo contra la insurgencia popular, y la negligencia, omisión o connivencia que, por el otro, mostró en relación con los grupos paramilitares, es una prueba fehaciente de eso que en las estimaciones de las élites gobernantes se entiende por “Justicia y Paz”. La impunidad que envolvió a la acción paramilitar es una tercera clave explicatoria. Gina Paola Rodríguez, politóloga colombiana, advierte: 

“Las condiciones obtenidas por los paramiltares en el proceso de desmovilización abierto por la Ley de Justicia y Paz dieron una muestra fehaciente del tratamiento preferencial del que eran objeto en tiempos de Uribe. La negociación de su gobierno con los paramilitares arrojó más déficit que ganancias por convertirse, con intención o no, en un proceso proclive a la asimilación y convalidación de las redes mafiosas, sus economías y zonas de influencia política antes que a la verdad, justicia y reparación de las víctimas” (Rodríguez, 2014). 

La cuarta clave explicatoria es la formación de un imaginario ciudadano contrainsurgente, que está entretejido con los procesos antes referidos, pero que ha seguido su propio decurso a través de los medios de comunicación y los discursos esgrimidos en la arena púbica. Carlo Nasi, profesor de la Universidad de los Andes, describe esa percepción social: 

“Para muchos ciudadanos del común, frente a una guerrilla que no ha hecho más que engañar en las negociaciones, causar un daño creciente… sólo existe una respuesta apropiada: derrotarlos completa e incondicionalmente. En esto, Uribe ha sido hábil en interpretar (y potenciar) un deseo colectivo” (Nasi, 2007). 

Es cierto. Pero lo que no dice Nasi es que ese “deseo colectivo” no es natural: es una fabricación en cuyas fibras reposan los contenidos de la política de guerra, tan largamente alimentada por las élites en Colombia. El modelo de publicidad política en ese país se alimenta de ese longevo escenario bélico, cuya conflictividad real ha sido ficcionalizada en desmedro de la guerrilla y de los actores políticos de oposición. Y el resultado de esa gigantesca campaña propagandística es una derechización recalcitrante de ciertos sectores de la sociedad. La política de “seguridad ciudadana” de Álvaro Uribe es el epifenómeno de ese continuum. Antonio Navarro Wolff, exmilitante del grupo armado insurgente M-19, escribe: 

“La política de seguridad centra sus esfuerzos en el terreno militar y policial. Su objetivo principal es el fortalecimiento de la fuerza pública, continuando lo que había empezado cuatro años antes, en términos de aumentar el pie de fuerza de las instituciones militares y policiales, incrementar el total de soldados profesionales, desplegar unidades policiales a todos los municipios del país, y metas similares. Si bien en ella se menciona la necesidad de participación ciudadana, el énfasis está puesto en la cooperación ciudadana para conseguir información que sirva para labores de inteligencia y la realización de operaciones contrainsurgentes. O sea, se trata de una cooperación ciudadana como elemento de guerra con una visión de corto plazo” (Navarro, 2005).

Max Yuri Gil, del centro de investigación Corporación Región, ilustra con precisión ese imaginario ciudadano tan hondamente naturalizado en Colombia: 

“Con el cuento de que tenemos un enemigo, esta sociedad ha sido diezmada, intimidada, se ha vuelto una sociedad muy autoritaria, muy favorable a la eliminación de todo lo que consideran una amenaza, así sea un niño de la calle, un desplazado, un habitante de calle, un drogadicto. Aquí hay una acción de asesinato, y la gente dice ‘ah, mejor’. Eso es limpieza. Es terrible lo que eso significa. Esto ha jugado un papel crucial en la construcción de lo que uno puede llamar una ‘sociedad contrainsurgente’ y una sociedad autoritaria. Una sociedad contrainsurgente porque todo lo que le suene a guerrilla hay que eliminarlo: sindicatos, partidos políticos de izquierda, asociaciones estudiantiles. Todo lo que le suene a izquierda hay que exterminarlo. Y todo lo que les parezca que afea a la sociedad. Pero es un discurso hipócrita, porque esos que justifican matar al niño de la calle, ante los grandes ladrones del capital financiero jamás alzan la voz, ni dicen vamos a matar a los empresarios corruptos. Nada de eso. Eso les parece que es ser muy listos. En cambio, ese otro, ese marginal, esa es la carne de moler del sistema penal colombiano”. 

A la pregunta que todos hacen (¿por qué triunfó el “sí” a la guerra?), cabe responder, apartados de las ficciones liberales o politológicas instrumentales, que las determinantes esenciales de la realidad política colombiana, incluido el reciente revés plebiscitario, descansan en la guerra y su correlato social: la “sociedad contrainsurgente”. 

La condición de posibilidad de una paz auténtica en Colombia estriba en la desactivación de las fibras contrainsurgentes que impregnan la política y la sociedad colombianas. El “no” a la paz es una oportunidad para profundizar esa lucha y desmontar ese dispositivo.

http://www.jornadaveracruz.com.mx/Post.aspx?id=161006_093057_448

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