Consumado el golpe contra Dilma Rousseff las buenas conciencias se rasgan la vestiduras y denuncian dramáticamente el fin de la democracia en Brasil. En realidad, más allá de los estilos y los matices discursivos, tanto Dilma como Temer promueven las políticas neoliberales, garantizando los grandes negocios para las corporaciones internacionales. Al igual que las aparentes diferencias entre Clinton y Trump -que han preocupado a liberales y conservadores en los EE. UU.- el conflicto en Brasil no es por el modelo económico sino por el manejo de los recursos del estado para enriquecer a grupos políticos y garantizar su permanencia en el poder.
Para algunos el golpe orquestado en el congreso brasileño es un atentado contra la democracia, al grado de afirmar que con la salida de Dilma se acabó la democracia en Brasil. Pero es necesario señalar que la democracia a la que se refieren es la democracia liberal que tiene como función ocultar el conflicto de clase para que los intereses de la clase dominante aparezcan como los intereses generales. Ahora resulta que un gobierno represor como el de Dilma -que, por ejemplo, desplazó a miles de personas con lujo de violencia para garantizar los negocios del mundial de futbol y las olimpiadas- es legítimo toda vez que logró la mayoría en las elecciones. Su legitimidad no radica así en la defensa de los intereses generales sino en haber ganado una elección, aliada precisamente con los políticos que luego la defenestraron, para ejecutar duras reformas económicas que empobrecieron a millones de personas manteniendo el modelo económico, agroexportador, neoextractivista; para fortalecer el modelo militarista indispensable para contener el descontento social provocado por la desposesión y la represión sistemática de los gobiernos petistas.
Ya desde los años de la presidencia de Lula, y a pesar de su contenido popular, el PT procuró establecer un débil equilibrio entre las políticas sociales y los intereses de los productores de soya transgénica, mineros, terratenientes y banqueros. Dicho equilibrio se sostuvo sobre todo por el alto precio de las materias primas producidas en el Brasil pero una vez que los precios se desplomaron, su sucesora no dudó en aplicar la receta neoliberal para mantenerse en el poder, rindiéndole pleitesía a dicha receta al grado de efectuar alianzas con los grupos más conservadores de la política nacional. Y éstos, una vez debilitada la popularidad de Dilma decidieron tomar las riendas del gobierno convirtiéndola en mártir.
Es cierto que el golpe en Brasil modifica radicalmente la correlación de fuerzas en Latinoamérica, sobre todo si se suma a la llegada de Mauricio Macri al poder en Argentina, al acoso permanente al gobierno de Maduro en Venezuela y a la eventual salida de Evo Morales del gobierno en Bolivia. La impronta autoritaria y golpista parece extender su manto al sur del Río Bravo, subordinando la región a los designios de Washington, quien frente al fortalecimiento de la presencia de China y Rusia en el rompecabezas internacional pretende protegerse, en la medida de lo posible, con gobiernos afines en su otrora indiscutible esfera de influencia. Pero también es cierto que Lula, Dilma y el PT perdieron una oportunidad histórica, que probablemente no se vuelva a presentar en muchos años, para inclinar la balanza a favor de una alianza latinoamericana que le hubiera dado la puntilla a las pretensiones de los EE. UU de seguir siendo el poder hegemónico mundial. En lugar de ello se dedicaron a favorecer los intereses de los poderosos y a repartir las migajas entre sus votantes, basados en la esperanza de que la coyuntura económica favorable a las exportaciones de materias primas se mantuviera por muchos años.
Es cierto también que Dilma no es la mujer hiper corrupta que pintan los que la traicionaron. Pero es innegable que ni ella ni Lula detuvieron el tráfico de influencias de sus compañeros de partido o de sus opositores. Dejaron hacer, esperando que el escándalo no los tocara a ellos, pero al final los medios de comunicación los colocaron en el mismo saco, lo que provocó un cambio en la percepción de la población acerca de las verdaderas intenciones del PT y sus líderes, lo que precipitó su caída.
Dicho lo anterior, la tragedia brasileña, como la llama Atilio Boron, no radica en el golpe contra Dilma y menos aun en la crisis de la democracia liberal -la cual es bienvenida en la medida en que potencie los movimientos antisistémicos y retire la venda que impide a la población reconocer las verdaderas intenciones de ésa democracia. No, la tragedia brasileña radica en la creencia de que se va un gobierno popular, supuestamente atento a las necesidades de la mayoría, y llega un gobierno neoliberal, pues ambos Dilma y Temer son las dos caras de la misma moneda: el neoliberalismo caracterizado por el despojo sistemático, el desprecio por la vida y sobre todo por el militarismo fascistoide.
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