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viernes, 3 de junio de 2016

La guerra contra el narcotráfico en México es la adaptación nacional de las dictaduras militares sudamericanas

No es la primera vez que alguien lo piensa o lo dice públicamente. Los resultados de la guerra permiten hacer esta conjetura basada en asideros documentales, testimoniales y empíricos. La guerra contra el narcotráfico en México es la adaptación vernácula de las juntas militares en Sudamérica. En enero de este año Estela de Carlotto, presidenta de la organización argentina Abuelas de Plaza de Mayo, sostuvo durante la presentación de un reporte de Amnistía Internacional que “el narcotráfico es la dictadura de México”. Agregó: “México nos duele, es el dolor de América Latina que aún tiene abierta la herida de los años más sangrientos de nuestra historia reciente”. 

La advertencia es doblemente relevante en el presente latinoamericano, especialmente para la Argentina (el país de Carlotto), cuyo actual gobierno decidió “inflar” artificialmente el fenómeno de la inseguridad como el preámbulo de una declaratoria formal de guerra contra el narcotráfico. Este mismo gobierno, dirigido por el derechista Macri, tan sólo unos días atrás decidió derogar la disposición que, en 1984, un año después de la caída de la dictadura militar de Jorge Rafael Videla, colocara a las Fuerzas Armadas bajo el control civil (La Jornada 1-VI-2016). La construcción de un enemigo sin fronteras definidas (inseguridad), y la licencia de “autonomía de gestión” concedida a los militares, es la pareja de políticas que por regla aspiran a configurar e inaugurar un escenario bélico que abre la posibilidad de un ciclo de violencia infernal. Ese infierno que en México tiene proporciones genocidas, y que por cierto la prensa nunca atiende porque está muy “ocupada” con la “crisis” de Venezuela. El macrismo apunta a la reedición de la dictadura, pero ahora en la modalidad de “guerra contra el narcotráfico”. 

En este espacio también hemos argüido reiteradamente que la guerra contra el narcotráfico en México es una modalidad de guerra sucia o contrainsurgente, que reprime la movilización, la protesta, criminaliza poblaciones, derechiza sectores sociales tradicionalmente insumisos, y extermina grandes volúmenes de civiles inocentes. La hipótesis de que el narcotráfico es la dictadura en México se sostiene en indicadores que coincidentemente mostraron un comportamiento análogo durante los regímenes militares en Sudamérica. Por ejemplo: la militarización de las estructuras de seguridad, las desapariciones forzadas, la tortura atribuida a efectivos militares, la aniquilación de activistas-defensores de derechos humanos-periodistas, y la multiplicación de ejecuciones sumarias extrajudiciales. En suma, un conjunto de acciones que por definición constituyen una violencia de Estado. 

Al respecto, José Antonio Vergara dice que esta forma de violencia (estatal) consiste básicamente en un “ejercicio sistemático de diversas acciones violentas por parte de agentes del Estado, tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, la desaparición forzada de personas, los homicidios arbitrarios y otros tratos crueles y degradantes… [ejercicio que] ha constituido una práctica de represión política y control social reconocible en diversos espacios y momentos históricos, actualmente referida mediante el concepto de violencia organizada. Cumpliendo un rol fundamental en la sustentación de estructuras económico-sociales cruzadas por la injusticia y la desigualdad, la violencia organizada como práctica de dominación ha sido frecuente en varios países periféricos del llamado Tercer Mundo. En las décadas de los 70 y 80, las dictaduras militares de Seguridad Nacional existentes en América Latina emplearon amplia y estratégicamente formas brutales de represión y amedrentamiento masivos, en el proceso de imposición y consolidación de sus respectivos proyectos de refundación capitalista. La actuación del Estado como sujeto de esta forma de violencia, a través de sus funcionarios o de personas que cuentan con su consentimiento o aquiescencia, le confiere extrema gravedad desde los puntos de vista jurídico y ético, y la caracteriza como violación de los derechos humanos” (José Antonio Vergara en el marco de un congreso en Salvador de Bahía 24-IV-1995). 

En el año 2007, cuando Calderón arrancó la agenda de la guerra, salieron a la calle 45 mil militares. De acuerdo con un informe del departamento de defensa de Estados Unidos, en 2009 la cifra de militares en combate ascendió a 130 mil. Es imposible ignorar el reporte de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (2013) con respecto a esta incursión de las corporaciones militares en la guerra contra el narcotráfico: 

“El involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública ha tenido un efecto directo en el aumento (sic) a violaciones graves de derechos humanos. Las quejas presentadas… por violaciones de derechos humanos por parte de militares se han incrementado en un 1000%... Particularmente resulta preocupante el incremento en la cifra de desapariciones forzadas desde que dio inicio [la pasada administración federal]”. 

Insistimos que esta conjetura de la guerra como modalidad de dictadura al servicio de una guerra contrainsurgente está acompañada de una amplia evidencia empírica. Tan sólo entre 2007 y 2011 se registraron 71 asesinatos de activistas, defensores de derechos humanos y líderes sociales, cerca de 30 asesinatos políticos, y más de 50 ejecuciones que involucran a periodistas e informadores (Nancy Flores en La farsa de la guerra contra las drogas, 2012). En no pocos casos, los responsables de los crímenes son agentes estatales o paramilitares que gozan de la protección del Estado, y los métodos usados van desde la calcinación, decapitación, tortura letal, hasta la violación física y asesinato brutal de mujeres. Se trata de huellas criminológicas que prueban la presencia militar en la comisión de esos delitos de lesa humanidad, y una administración del terror semejante a la efectuada durante el periodo de la guerra sucia en México o las juntas militares sudamericanas. 

Acaso la novedad de la guerra contra el narcotráfico es que esta “tajante descalificación” de la naturaleza política de la disidencia se hace extensiva a la totalidad de la población. Todos los ciudadanos son susceptibles de una acción represiva de Estado, en un orden de excepción que exime a la autoridad hasta de su responsabilidad formal más básica: la verdad jurídica. La muerte en este México de guerra encierra una triple injusticia: la de la criminalización, la de la humillación y la del olvido. La suspensión general de garantías individuales y colectivas es el signo de una guerra sucia subsidiaria de la guerra contra el narcotráfico. El inventario de agresiones contra civiles es una prueba fehaciente de esta hipótesis. 

Por ejemplo, en materia de tortura, la incidencia es alarmante. En octubre de 2015, Amnistía Internacional condenó la epidemia de ese delito en México. Y advirtió que lo más preocupante es la rutinaria participación de la fuerza pública en la violación de un derecho humano básico (i.e. anulación de toda protección jurídica del detenido). Según datos de la Procuraduría General de la República, el número de denuncias por tortura a nivel federal aumentó más del doble entre 2012 y 2014, ya que registró un aumento de mil 165 a 2 mil 403. 

La tendencia al alza de la cifra de secuestros es notable desde el 2004. Según estimaciones del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, este delito creció 689% entre 2004 y 2014 (Solís en Forbes 8-IV-2016). 

En suma, y con base en reportes de organizaciones no gubernamentales y de derechos humanos, e incluso de algunas dependencias estadunidenses, el saldo de terror de la guerra contra el narcotráfico en México asciende a más de 150 mil muertos y más 30 mil desapariciones (algunos organismos civiles señalan que la cifra supera los 60 mil). En relación con esta última modalidad de crimen, se estima que cerca de 78% involucra a agentes estatales, lo que configura desaparición forzada, y por consiguiente crímenes de Estado. 

La guerra contra el narcotráfico es una criatura de la guerra sucia en México mezclada con el diseño estadounidense de guerra contra las drogas. Neutralización de la sociedad, militarización, exterminio e impunidad son sus figuras más conspicuas. La evidencia sugiere que Estela de Carlotto tiene razón: el narcotráfico es la dictadura en México. 

Colofón: Esta información debe traducirse en movilización popular a gran escala. Y un primer acto político en esa dirección es castigar a los partidos que contribuyeron a configurar en México ese narcoestado que es dictadura. Las elecciones en puerta representan una oportunidad (aun cuando su alcance es francamente acotado) de desterrar a esos dos partidos que todos sabemos que están estructuralmente acoplados con el narcotráfico.


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