El ascenso de Jorge Mario Bergoglio al
papado ha provocado en Latinoamérica reacciones encontradas: por un lado muchos
están contentos porque el jefe del Vaticano proviene de Argentina y se
considera que ello será benéfico para la región, aunque no queden muy claras
las razones; para otros, sin embargo la noticia no puede ser interpretada más
que como una muestra más de enorme crisis que enfrenta la iglesia católica y de
sus intenciones de utilizar al subcontinente como punta de lanza para volver a
ocupar el lugar que alguna vez tuvo en el ámbito internacional.
En mi opinión, el nombramiento del
ahora llamado Francisco primero revela algunas claves para comprender la
situación por la que está pasando la institución religiosa más fuerte en
Occidente. En primer lugar, el ascenso de un obispo argentino se debe a que la
iglesia católica sabe que en Latinoamérica está su principal bastión, pues no
cabe duda de que al sur del Rio Bravo es en donde reside la mayor parte de su
feligresía (40% del total) y que, a diferencia del continente europeo, cuenta
también con el apoyo de varios gobiernos y de las oligarquías regionales. No es
casual que la mayoría de los obispos latinoamericanos formen parte de la
fracción más conservadora de la iglesia y que además hayan sido señalados
repetidamente como aliados de dictaduras militares y gobiernos neoliberales.
Asimismo, y tomando en cuenta la
tendencia en los pueblos de Latinoamérica a votar por gobiernos progresistas
-que impulsan reformas para legalizar el aborto o el matrimonio entre personas
del mismo sexo y la posibilidad de que éstos puedan adoptar infantes- la
iglesia católica pretende contar con un líder que conozca la región y pueda
articular un frente organizado para contener la tendencia mencionada. Se trata
entonces de fortalecer a los partidos de derecha que coinciden con el papa en
bloquear cualquier iniciativa que atente contra los valores religiosos. En este
sentido destaca la consonancia entre el discurso de Bergoglio con el de Enrique
Peña, y en general con todos los gobiernos populistas de derecha, que colocan a
la pobreza como el principal problema de la región. Esta afinidad no
es casual y está encaminada a sintonizar la ofensiva derechista con la misión
del Vaticano: inhibir cualquier protesta organizada de millones de católicos
latinoamericanos y promover el voto hacia los partidos que coinciden en
anatemizar cualquier intento e apartarse del canon católico y que además
aplican la política económica neoliberal a rajatabla.
El estilo amable y austero de
Bergoglio se ajusta perfectamente a la ilusión del Vaticano de dejar atrás los
escándalos de pederastia y corrupción. No se puede descartar la posibilidad de
que endurezca su posición con respecto a los Legionarios de Cristo o al mismo
Opus Dei, congregaciones favorecidas por Karol Wojtyla y por su sucesor,
Ratzinger, principales responsables de los escándalos que sacudieron y sacuden
a toda la estructura vaticana alrededor del mundo. Se han difundido hasta el
cansancio los hábitos de Bergoglio en la prensa mundial: viaja en clase
turista, utiliza camiones y metros, se prepara su comida, etcétera, pero tales
excentridades -los cardenales, en general, llevan un estilo de vida muy
parecido al de un alto ejecutivo de una transnacional- no pueden ocultar sus
visiones de la política -repetidamente denunciadas incluso por otros jesuitas
con respecto a su postura frente a la dictadura militar en Argentina o incluso
su crítica sistemática de las reformas de los Kirchner en la última década- ni
mucho menos los intereses o los que responde.
Por todo lo anterior, queda claro que
el campo de batalla para la supervivencia y la salud de la curia romana está en
Latinoamérica y no en lejano Oriente o África. Y es aquí en donde procurará por
todos los medios recuperar su debilitado poder, aliándose con las oligarquías
regionales, terratenientes, militares y lacayos del capital financiero. Hoy más
que nunca parece cobrar vida el viejo dicho que nos recuerda la dinámica del
Vaticano para salirse con la suya: A dios rogando y con el mazo dando.
En todo caso, la crisis de la iglesia
católica viene de lejos y el nombramiento de un argentino como obispo de Roma
no puede hacer milagros. Más bien parecen patadas de ahogado, esfuerzos vanos
de una institución caduca que se resiste a cambiar y que se aliará con quien
sea con tal de mantener la ilusión de su regreso triunfal. Antes de su
nombramiento, los especialistas en el tema especularon con la idea de que el
nuevo papa debería ser joven y enérgico para promover los cambios
indispensables que sacaran a la iglesia católica de su decadencia. Sin embargo,
el ascenso de Bergoglio –que tiene más de setenta años, ha sido señalado como
cómplice de la dictadura argentina y se opone firmemente a reformas sociales-
confirma que la cosa no tiene remedio. La decadencia de la iglesia católica no
la para nadie.
Que lastima que esto no tenga una difusión mas amplia...
ResponderEliminarExcelsa entrada por cierto.
Saludos desde España.