domingo, 29 de abril de 2018

México 2018 [VII]: votar masivamente por AMLO; desbordar a AMLO

Arsinoé Orihuela Ochoa

El espectáculo del primer debate fue francamente grotesco (¿dantesco?). Básicamente destacaron dos realidades, que acaso ningún observador mínimamente alerta osaría objetar: uno, que está en marcha una acción concertada –diseñada por la élite gobernante– contra el candidato que encabeza arrolladoramente las preferencias electorales, Andrés Manuel López Obrador (y no es conspiracionismo; no hace falta más de dos dedos de frente para advertir la maquinación); y dos, que, por casi un siglo, las clases gobernantes (incluidos los gobiernos de la novelesca “transición”) reprodujeron su estancia en el poder con base en la exclusión de “los mejores hijos de México”. 

La peor ralea de fariseos: corruptos, criminales, asesinos, mediocres de cabo a rabo, demagogos, estultos e ignorantes, gobernaron el país a su antojo y con escasos contrapesos. La gobernabilidad de la “dictadura perfecta” involucró decisivamente el aplastamiento sistemático de nuestras facultades, atributos e inteligencias. Asistimos al estadio más acabado de la degradación de la política nacional. El debate (dislate) presidencial es un signo inequívoco de esa descomposición, que a más de uno debió provocarle riesgos de embolia cerebral. 

Insisto que las únicas dos conclusiones que arroja ese remedo de ejercicio boxístico fueron, por un lado, el compló anti-AMLO, de menor escala, y por otro, el compló a escala ampliada, que consiste en la acción unificada de un conjunto de fuerzas e intereses que están dispuestos a llevarnos a la inmolación material, moral y cultural. No hace falta referir a los pormenores de lo ocurrido en el debate, porque eso significaría seguir estrujando una herida que supura a chorros, tal como haría una persona perturbada que recapitula hasta el hastío un episodio traumático para autoboicotear su sanación. 

De estas dos conclusiones antes referidas, resulta una enseñanza que debe ascender a plan de acción nacional, a saber: la obligatoriedad de votar masivamente por AMLO en la próxima elección –aun cuando no se trate exactamente del líder más carismático o convincente, y a pesar de la tibieza de un programa que aspira a gobernar a “ricos y pobres” (¡sic!)–; y la no menor responsabilidad de desbordar a AMLO por el flanco izquierdo una vez que gane la elección. 

AMLO es la posibilidad de un desbordamiento de las agendas sociales, largamente incubadas en la entraña de la sociedad mexicana, hoy postrada por un baño de sangre y un ciclo infernal de destrucción. Acaso allí radica el trillado “miedo” de las élites económicas, y de las castas políticas enquistadas parasitariamente en la ubre del Estado: que el programa de AMLO habilite la irrupción de las “clases peligrosas” (o en el argot peñanietista: “la prole”). 

Hasta ahora (insisto: hasta ahora), a los dueños del dinero les cautiva la idea de desmontar a “la mafia del poder”, porque esa “pandilla de malandros” (sic) ha acumulado tanto poder que está obstruyendo la dinámica de los grandes negocios (especialmente esa fracción de la “mafia” que se apoya fuertemente en el factor narco; y eso explica que AMLO proponga una amnistía, que en sentido estricto es una fórmula para “capturar” los dineros del narco sin la colateralidad de la violencia del narco). El temor, no obstante, es que ese “desmontaje” desencadene “al tigre” (dixit AMLO), es decir, al México subalterno. 

En cualquier caso, los ricos y poderosos tienen un “plan B”, mucho más tóxico e infinitamente más lesivo: la alianza PRI-PAN-PRD-MC-etc… Y la inclinación por ese “plan B” depende de la correlación de fuerzas que de aquí a la elección prevalezca. El voto-aprobación de las mayorías juega un rol clave en esta elección. Solamente un apoyo masivo a AMLO inclinaría la balanza en favor de éste, y en favor de una oportunidad que, por razones estratégicas, los electores en México no pueden desaprovechar. Alguien (si no mal recuerdo fue Malcolm X) escribió que, si un pueblo tiene la posibilidad de cambiar el curso de la historia en una elección y no lo hace, ese pueblo está enfermo. (Además, entiendo que la venganza no goza de buena prensa, y, desde ya, alcanzo a escuchar las feroces objeciones de los beatos demoliberales, pero, cumple preguntar: ¿acaso un triunfo de AMLO –el némesis que tanto temen los ultraconservadores– no significaría una especie de venganza en plato frío contra Carlos Salinas de Gortari –el primer golpista neoliberal?) 

Por último, cabe prevenir que la primera parte del plan de acción nacional –votar masivamente por AMLO–, involucra a sectores e intereses de arriba y abajo. La segunda parte –desbordar a AMLO– es la agenda de la “prole”; la empresa que, silenciosamente, impulsan los actores organizados que militan abajo y a la izquierda. 

viernes, 13 de abril de 2018

Ni “chavismo” ni “lulismo” sino todo lo contrario: el imperio contraataca

Arsinoé Orihuela Ochoa

Los imperios han existido a lo largo de toda la historia. Y esto lo sabe hasta un niño que cursa la educación básica. Sin embargo, el concepto de “imperialismo” siempre ha “adolecido” de mala prensa, excepto allí donde las dirigencias políticas conquistaron a sangre y fuego el derecho a proferirlo públicamente. Actualmente, y casi en cualquier ámbito, el uso de este término provoca urticaria por “panfletario” e “inelegante”. Y aunque se admita que ha sido objeto de falsificación o derroche verborréico, “imperialismo” es un concepto absolutamente legítimo porque connota y denota algo preciso: a saber, la capacidad de controlar, influir o dirigir con éxito lo que hacen otros pueblos o naciones más débiles, sin costo político o sanción para el agresor. Y si alguien piensa que esto es puramente ideológico, sólo basta acudir al caso que acapara en este momento la atención del mundo: la encarcelación del expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva. 

El debate sobre el caso Lula recorre básicamente tres coordenadas: uno, que se trata de un escenario exitoso de aplicación de la justicia; dos, que la condena-aprehensión es parte de una maquinación judicial fraudulenta (“lawfare”) para inhabilitar electoralmente al principal adversario de las elites brasileñas; y tres, que Lula da Silva es un aliado del capitalismo global que está cosechando lo que sembró por el contubernio con los poderes constituidos. La primera posición no se sostiene, por la sencilla razón de que no existe evidencia que convalide el acto de presunta corrupción que le imputan al líder del Partido de los Trabajadores. Los propios jueces alegaron que “no tienen pruebas, pero tienen convicciones” (¡sic!). La segunda posición es casi tautológica, porque una derecha golpista o no-institucional –como la que gobierna Brasil– sólo dispone de recursos extraconstitucionales e ilegítimos para expandir sus privilegios. Vale decir: es el comportamiento natural del ultraconservadurismo, que nunca respetó la institucionalidad. Y, “last but not least”, la tercera posición, que generalmente corresponde al intelectual de escritorio que juzga todas las realidades en abstracto, e ignora que, hasta antes de Lula, Brasil era sencillamente una esclavocracia (que, por cierto, los ultraconservadores aspiran a reeditar). 

Y aunque es a todas luces evidente que Lula es víctima de una persecución criminal, lo cierto es que la lección más relevante ha sido desterrada de la discusión: a saber, que nuestra región –Latinoamérica– continúa despojada del derecho vital de conducir un cambio social o político, en cualquiera de sus modalidades o variantes. 

En el siglo XXI germinaron esencialmente dos programas de cambio en la región, que por razones prácticas juzgué oportuno agrupar en dos categorías, en función de los líderes que protagonizaron esos procesos de transformación: “chavismo” y “lulismo”. Es innecesario señalar que ninguna de las dos propuestas alcanzó el grado de radicalidad de la revolución cubana. En sus orígenes, el “chavismo” impulsó un programa económico de inspiración keynesiana, acaso reformulado con arreglo a un ideario político bolivariano. Es decir, nada que no se hubiera explorado anteriormente en el continente. Por otra parte, el “lulismo” apostó por un programa típicamente demoliberal o socialdemócrata, que consistió en expandir los derechos de los más desfavorecidos, pero sin tocar la renta de los segmentos más privilegiados. Es decir, nada que no se hubiera puesto en práctica en el mundo desarrollado, especialmente en Europa, y cuyo único propósito era elevar los estándares de vida de la generalidad de la población. 

¡Qué herejía! Lo que en aquellas naciones es un derecho elemental, en América Latina es un privilegio de pocos. 

Hoy, el “chavismo” es objeto de una asfixia económica salvaje, concertada por las élites domésticas e internacionales, y tan sólo equiparable con el cruel boicot financiero-comercial que desde Estados Unidos se orquestó contra Cuba. Y el “lulismo”, que se cansó de respetar la legalidad e institucionalidad burguesa, hoy está prácticamente proscrito, y su líder tras las rejas. Como dicen (vulgarmente) en México, a las élites del poder “ningún chile les embona”. 

La lección es lapidaria: el imperio contraataca. No es una fabricación ideológica. América Latina no conquistó todavía el derecho a decidir sobre su destino. Ni “chavismo” ni “lulismo” sino todo lo contrario: imperialismo sin concesiones ni disfraz.

viernes, 6 de abril de 2018

Brasil: la conspiración de las cucarachas

Arsinoé Orihuela Ochoa

Habitamos una época de división política aguda. Nadie puede objetar seriamente esta condición contemporánea. Es difícil encontrar puntos de consenso o convergencia, incluso dentro de los círculos de confianza, los amigos o la familia. Los instrumentos de comunicación no ayudan a sortear el divisionismo. Por el contrario, las fuentes de información provocan-potencian el desconcierto, produciendo viralmente noticias falsas. La noticia falsa no es una ocurrencia inédita. Existe desde tiempos inmemoriales. Acaso la novedad es la “viralidad” de la mentira. No obstante, y a pesar del entorno de desencuentros e intrigas, prevalece la certitud generalizada acerca de algunas cuestiones que se antojan más bien triviales, pero que, por lo menos para la ocasión, pueden ayudar a graficar una alegoría en un contexto de perversión e inexactitud palabraria. 

Por ejemplo, nadie contradice la idea de que el único ejemplar animal que consigue sobrevivir a cualquier clima, circunstancia, ecosistema o superficie es la “blattodea”, conocida popularmente como “cucaracha”. De hecho, hasta ahora no se ha descubierto ningún antídoto altamente eficaz para el control de población de esa plaga. 

Se sabe, además –y para asombro de no pocos–, que la cucaracha puede sobrevivir a una disección de cabeza por un largo período de tiempo. No es accidental que la cucaracha común tenga una cabeza pequeña –prescindible– y largas patas espinosas. Irónicamente, este insecto tiene alas, pero no puede volar, salvo en casos extraordinarios. 

Los “blatodeos”, o “baratas” como las conocen en Brasil, resisten volúmenes formidables de radioactividad. De allí proviene la leyenda urbana de que resistirían los efectos de una guerra nuclear.

Aunque aptas para soportar altas dosis de radiación, estos insectos carecen de un mecanismo regulador de temperatura. Esto ocasiona que, en un entorno de calor hostil, caigan fácilmente en desesperación, y no pocas veces mueran boca arriba. 

Por cierto, esta posición “patas arriba” también es un recurso de simulación al que acuden como mecanismo de defensa, para eludir, por la táctica del disimulo, los riesgos que entraña el mundo exterior. 

Curiosamente –y talvez esto no lo saben todos–, las cucarachas tienen antenas porque son ciegas, y eso explica que su actividad se desarrolle primordialmente en la noche, mientras otros duermen, y que acostumbren vivir atrincheradas en alguna grieta, esperando el momento oportuno para irrumpir en domicilios extraños, asaltar contenedores de basura y atormentar a incautas doncellas. 

También, es de dominio común que este insecto no provee ningún beneficio a la comunidad humana, y que su infestación se explica por el error –humano– de ignorar las consecuencias de los actos: por ejemplo, la formación de irreflexivas sociedades de consumo que propician altos contenidos de residuos antihigiénicos o llanamente tóxicos. 

Pero no sólo no proporcionan ningún beneficio a la comunidad humana. Estudios recientes, señalan que las secreciones que producen las cucarachas contienen alérgenos que provocan trastornos en las personas. Peor aún: los científicos consideran que esta población de insectos es uno de los principales vectores de transmisión de enfermedades en los seres humanos. 

Los especialistas advierten que las cucarachas han cambiado poco o nada desde su aparición en el Carbonífero, hace 300 millones de años. Esto sugiere que se trata de una especie que nunca evoluciona, pero tampoco se extingue. 

Y aun cuando se trata de insectos perjudiciales para la salud pública, llama la atención que, en casos de sobrepoblación, la gente llega a acostumbrarse a su presencia. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo un 10% de los hogares encuestados admitió que las cucarachas representan una amenaza para la salud familiar. Es como si, a base de comparecencia cotidiana, su presencia se naturalizara. 

En Brasil, 20% de los adultos en edad de votar piensan que las cucarachas deben gobernar. 

La historia de las cucarachas podría resumirse con un adagio popular: lo que no mata fortalece. 

Tengo el recuerdo de un viejo amigo que, en su insondable soledad, acostumbraba ponerle nombre y apellido a las cucarachas que visitaban su casa. Yo, en mi feroz desconsuelo, decidí hacer lo mismo. Elegí, para las primeras cinco inquilinas, los siguientes nombres: Michel Temer, Eduardo Cunha, Sergio Moro, Rodrigo Maia y Jair Bolsonaro. 

#LulaLivre


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