viernes, 19 de mayo de 2017

¿Por qué matan impunemente a periodistas en México?

Lo primero que urge entender es que México tiene una larga historia de violencia de Estado en la construcción de la libertad de expresión. A diferencia de algunas metrópolis occidentales, el ejercicio de los derechos básicos en esta región del mundo es una lucha que sigue involucrando altos contenidos de represión y sangre. La libertad de prensa/expresión es una conquista social que el Estado no reconoce ni protege. El periodismo independiente –que es el único periodismo auténtico– está en la orfandad institucional e intensamente asediado por el binomio narcotráfico-Estado. (A modo de paréntesis, cabe señalar que el concepto liberal de “libertad de expresión” es insuficiente en nuestra época. Es urgente resignificar esa “libertad”, porque en la era que corre, el principal “enemigo” de ese derecho no es el Estado, sino los conglomerados privados que monopolizan la producción-selección-circulación de información. Sin duda que el Estado es un centro de autoridad que coarta esa libertad, pero no sin la acción acaparadora de los actores particulares, cuyos dueños definen los contenidos de la prensa con absoluta opacidad e impunidad. Por cierto que en materia de acaparamiento mediático, México es primer lugar en concentración de medios de comunicación a escala mundial). 

Cabe recordar que en 2016 se cumplieron 40 años del golpe a Excélsior, orquestado por el expresidente priísta Luis Echeverría Álvarez, y que se tradujo en la reducción a añicos del que hasta entonces era el periódico más importante de América Latina (bajo la dirección de Julio Scherer García). La persecución persistió, y en 1982, el sucesor presidencial de Echeverría, José López Portillo, atacó financieramente a la revista Proceso (también dirigida por Julio Scherer), y justificó el golpe con la tristemente célebre frase “no pago para que me peguen”. En 1984, tan sólo dos años después de ese ultimátum, Manuel Buendía, el otrora periodista con más presencia en la prensa escrita, fue asesinado con cinco disparos en la espalda. Antes del homicidio, Buendía conducía una investigación que hurgaba en las conexiones del narcotráfico con políticos de México y Estados Unidos. (Más tarde se descubrió que el conductor de la motocicleta en la que escapó el asesino material, era Juan Rafael Moro Ávila, sobrino de otro expresidente, Manuel Ávila Camacho). De acuerdo con la Federación de Asociaciones de Periodistas Mexicanos (FAPERMEX), de 1983 a la fecha han sido asesinados 231 periodistas (La Jornada 16-V-2017). 

Que México se convirtiera en un cementerio de periodistas responde a un continuum histórico, y a la relación del poder con la prensa. En contenido, esa relación no cambió sustantivamente. Persiste hasta nuestros días, pero con un agravante en la ecuación: el “narcotráfico gobernante”. El periodismo en México transitó de una relación patológica gobierno-prensa a una relación gobierno-narcotráfico-prensa, infinitamente más tóxica y letal. 

La evidencia sugiere que la mayoría de los informadores ejecutados no forman parte del jet set periodístico en México. Los “notables” del periodismo nacional están protegidos por el gobierno y el narcotráfico. Trabajan para esos dos actores. El resto, los que practican el periodismo auténtico (independiente), están a merced de los caprichos del maridaje narcotráfico-Estado. Documentar el infierno en México involucra necesariamente pisar los talones de ese binomio. En este país bañado en sangre, la delincuencia organizada de Estado –señaladamente el narcotráfico– es la institución dominante. 

Narcoperiodismo 

Javier Valdez Cárdenas (que en paz descanse), extraordinario periodista y excorresponsal de La Jornada, advirtió sobre la insospechada proliferación del narcoperiodismo. 

Por definición –decía Valdez–, el narcoperiodismo consiste en redacciones infiltradas por el narcotráfico bajo dos modalidades: sin paga y a sueldo. Los primeros, no remunerados, ejercen la profesión bajo amenaza de muerte y sin ninguna libertad editorial (el sueño húmedo de los priístas). Los segundos, esos que figuran en la nómina de algún cártel, responden a los mandatos de los narcos, y definen los contenidos de la línea editorial en función de las agendas criminales, aunque no pocas veces bajo coerción e intimidación. En este entorno criminoso, el periodista tiene básicamente cuatro posibles escenarios: el alineamiento con el editorial narco, el abandono de la profesión, el exilio o la muerte. 

En 2015, Javier Duarte de Ochoa, otro “distinguido” soldado del PRI, y exgobernador del estado de Veracruz, advirtió a los reporteros de la entidad: “Pórtense bien (sic). Todos sabemos quiénes andan en malos pasos. Dicen que en Veracruz sólo no se sabe lo que todavía no se nos ocurre… No se hagan como que la virgen les habla” (Noé Zavaleta en Proceso 9-VIII-2015). 

El narcoperiodismo es la evolución natural de la relación histórica PRI-periodismo: del “no pago para que me peguen” al “pórtense bien” (que, en la entidad más peligrosa de América Latina para el ejercicio periodístico, significa “plata o plomo”). 

Narcoguerra 

La agresión a los comunicadores no es un daño colateral de la guerra. La recapitulación de la historia nacional permite identificar que se trata de un modus operandi naturalizado, consustancial al PRI-Estado. Lo cierto es que la guerra contra el narcotráfico multiplicó las agresiones contra el periodismo. Los asesinatos de informadores en México se dispararon a partir de 2006, coincidiendo con el inicio de la guerra. Las cifras advierten que los periodistas críticos e independientes constituyen un objetivo no declarado de la guerra. El homicidio es un recurso rutinario para neutralizar por la eliminación física y el terror al periodismo independiente. 

“En los 20 años que duró la guerra de Vietnam (1955-1975) fueron muertos 79 periodistas, habiendo sido el conflicto armado con mayor cobertura de prensa en la historia y uno de los más letales, con una cifra de muertos que, según las fuentes, superó los 4 millones. La cifra contrasta vivamente con los más de 120 periodistas asesinados en México desde 2000, en una situación completamente diferente a la del sudeste asiático” (Raúl Zibechi en Resumen Latinoamericano 31-III-2017). 

La guerra habilitó la excepcionalidad que requerían las élites gobernantes para aplastar por la fuerza el derecho a la información y la libertad de expresión, y sin costos políticos. “Fue el narco”, excusan sistemáticamente los políticos cuando matan a otro periodista. La guerra amplió el horizonte de la corrupción e impunidad a niveles insoportables. 

Narcoestado 

El narcoestado tiene básicamente cuatro características definitorias: 

1. La institución dominante es la empresa criminal (sobreempoderamiento del narcotráfico) 

2. La estatalidad se afirma esencialmente en términos militares (militarización) 

3. El gobierno acude al terror para dirimir el conflicto social sin agotar instancias institucionales (terrorismo de Estado)

4. La política y la economía se organizan delincuencialmente (narcopolítica-narcoeconomía) 

La primera víctima de este orden omnicriminal es la transparencia e información. Los negocios que concurren fuera de la legalidad por regla requieren altas cuotas de discrecionalidad. En México la gobernabilidad esta fuera de la legalidad. Y esa circunstancia o condición encierra una verdad políticamente inconfesable: que el Estado es el artífice material e intelectual de la crisis humanitaria en México. 

Por eso los asesinatos de periodistas permanecen envueltos en un manto de opacidad e impunidad. Porque no hay Estado que soporte la verdad que ellos conocen.

martes, 16 de mayo de 2017

¿Quien mató a Javier Valdez?


El reciente asesinato del periodista sinaloense Javier Valdez confirma, una vez más, que las agresiones a la libertad de expresión en México no son un daño colateral producto de la violencia social que nos ahoga. No, por el contrario, son parte esencial de la dinámica represiva del narcoestado mexicano, el cual se caracteriza por la alianza estratégica entre los gobernantes y los cárteles del narcotráfico para mantener en funcionamiento la dinámica de acumulación por desposesión.

Para nadie es un secreto la profunda relación que existe entre los políticos y los narcotraficantes en todos los niveles de gobierno; tanto en el municipio, donde es más visible, como en el nivel estatal y nacional. El caso Ayotzinapa demostró que la relación perversa entre política y narcotráfico recorre a todas las instituciones del estado y en lugar de debilitarse se fortalece. Ganar elecciones exige mucho dinero, y si viene del narcotráfico para evitar su detección, mejor. Es así como se establece el carácter del estado, pues a cambio del apoyo económico los políticos están en la mejor disposición de extender una patente de corso para los cárteles. 
 
En este sentido no estamos frente a un falla del estado, consecuencia de malos políticos que son rebasados por el narco, sino ante la manera en que el estado liberal en decadencia ha procurado imponer el modelo de acumulación. Si se asume que el estado liberal existe para garantizar las condiciones de reproducción del sistema económico, habrá que aceptar que dicho estado es capaz de cualquier cosa para cumplir su misión: guerras, terrorismo, espionaje, asesinatos, alianzas con quien sea, golpes de estado, campos de concentración y matanzas de niños mujeres y ancianos.

El asesinato de periodistas en México tiene una doble finalidad: silenciar a un sector estratégico de la sociedad a punta de balas y sobre todo, seguir manipulando la libertad de expresión para favorecer a los poderosos. Porque todos sabemos a quienes favorecen semejantes acciones: si, a los políticos y sus patrones, quienes serían los principales afectados ante un contexto en donde la libertad de expresión cumpliera con uno de sus roles más importantes, a saber, desnudar la ilegalidad e impunidad de políticos y empresarios indispensable para hacer efectivos los grandes negocios.

Que el trabajo sucio lo hagan los cárteles es fundamental en la dinámica en cuestión ya que resulta una excelente cortina de humo para evitar que pueda verse lo que hay detrás de ellos. Y es que, si bien el narcotráfico es un típico ejemplo de acumulación por desposesión -ya que no sólo se alimenta del despojo de tierras para la siembra de drogas sino de la extorsión, el secuestro, el robo, es decir en riqueza producida por otros- no por ello se puede perder de vista los beneficios que proporcionan a la economía ‘legal’ los ríos de dinero que manejan los cárteles.

Pero además de los ‘beneficios’ económicos están los obtenidos gracias al ambiente de terror que mantienen los cárteles para someter a la población, que son tanto o mas apreciados por los dueños del dinero y sus marionetas de colores pues allanan el camino para la impunidad y el robo legal, esencia del desarrollo del capital Es en ese sentido que el asesinato recurrente de periodistas en particular, y de miles y miles de personas en general, cumple con el objetivo de negar la libertad de expresión y de mantener el clima de terror indispensable para mantener el despojo sistemático ajeno a resistencias y críticas por parte de la población.

Con lo anterior no se pretende negar la responsabilidad de los capos del narcotráfico en la guerra civil que agobia al país, ni tampoco negar su relativa autonomía del estado y sus dirigentes. Pero si alguien se ha beneficiado con la guerra son los dueños del dinero y lo políticos que les sirven. Son ellos quienes han abierto la puerta para que los asesinatos de periodistas y miles de personas queden impunes y así, poder gozar de los privilegios que dan el poder y el dinero. Por eso y aunque a muchos no les guste, ante la pregunta del título no queda mas que responder: ¡Fue el NarcoEstado!

domingo, 14 de mayo de 2017

El holocausto nacional: acerca de por qué México es el segundo país más violento del mundo

En un pronunciamiento reciente, Luis Videgaray Caso, el novicio canciller de México (aquel que concertó –a espaldas del público– la “visita de Estado” de Donald Trump a México en la víspera de la elección en Estados Unidos, y que catapultó al ahora presidente anti-mexicano en las preferencias electorales), dijo sobre Venezuela que “[a los gobernantes mexicanos] nos interesa que se reestablezca, de una manera clara, con un calendario, la plenitud de las instituciones de la democracia”. Aproximadamente 15 días después de ese obtuso anuncio diplomático, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) de Londres, presentó un informe anual que reporta que México es el segundo país más violento del mundo, sólo detrás de Siria. Y exactamente al día siguiente de ese informe, la prensa nacional filtró un video que capta el momento en que un elemento militar ejecuta a un civil (rendido en el piso e inerme) con el tiro de gracia. Este “incidente” ocurrió en el municipio de Palmarito Tochapan, en el estado de Puebla, en el marco de un “presunto” operativo militar cuyo “presunto” objetivo era desmantelar una “presunta” banda de ladrones de combustible. La acción no es tan diferente de otra de reciente factura en la comunidad de Arantepacua, en el estado de Michoacán, donde policías estatales ejecutaron a cuatro personas, después de que el grupo de efectivos policiales acudieron a retirar un “presunto” bloqueo carretero y rescatar unas “presuntas” unidades vehiculares que gente de la comunidad “presuntamente” había retenido. En México la presunción de los hechos es la sombra obscena que escolta el único hecho fehaciente en el país: que México es un holocausto en cámara lenta. Pero para Luis Videgaray eso no tiene ninguna relación con esa infrecuente urgencia por “restablecer” eso que él llama “la plenitud de las instituciones de la democracia”. 

Estos dos casos de ejecución sumaria extrajudicial antes referidos, abonan al ya de por sí largo inventario de atrocidades impronunciables cometidas por personal de la fuerza pública. México registra centenares de masacres. Y de esas masacres es posible identificar algunas que involucran manifiestamente al Estado. Trátase de ejecuciones sumarias extrajudiciales cuya sistematicidad pone al descubierto un modus operandi conscientemente concertado. Por un ejercicio de memoria, cabe recordar algunos casos no tan apartados temporalmente: Villa Purificación, Jalisco (104 muertos); Tlatlaya, Estado de México (22 muertos); Tanhuato, Michoacán (43 muertos); Apatzingán, Michoacán (16 muertos); Iguala, Guerrero (6 muertos y 43 desparecidos). Con el estribillo gubernamental de una supuesta “cacería” de delincuentes, el Estado habilita el holocausto nacional. 

A propósito de holocaustos, el 14 de marzo de este año, el fiscal de Veracruz, Jorge Winckler Ortiz, anunció el hallazgo de lo que podría tratarse de “la fosa clandestina más grande del mundo”. Hasta ahora han sido exhumados 250 cráneos. El exgobernador de ese estado y exprófugo de la justicia, Javier Duarte de Ochoa, continúa detenido en Guatemala, a la espera de una extradición que el gobierno de México “sigue sin solicitar formalmente” (¡sic!). En las imágenes difundidas por la prensa guatemalteca, el exgobernador, acusado de delincuencia organizada y desfalco mayúsculo del erario público, figura campechanamente sonriente: es la confianza que concede la filiación al Partido Revolucionario Institucional, que es el partido que lo subió al poder, y acaso el único partido en México (aunque con ramificaciones blanquiazules, amarillas, verdes etc.), que, cabe subrayar, tiene casi un siglo ininterrumpido de monopolio en la escena política nacional. Por cierto que en esa misma entidad, el pasado 5 de enero (y tan sólo un mes después de estrenar mandatario estatal), dos turistas originarios de Oaxaca fueron ejecutados a quemarropa y otros tres desaparecidos por personal de las fuerzas armadas. El peritaje del ministerio público confirma que la Policía Naval falsificó documentos oficiales que constatan la culpabilidad de elementos de la Marina. 

Pero no sólo los militares lo pasan cancheramente bien en este México ensangrentado. También los delincuentes. El año pasado (2016), la “justicia” nacional concedió el beneficio de “cárcel domiciliaria” a Ernesto Carrillo Fonseca, Don Neto, y en 2013 a Rafael Caro Quintero, criminales de alta ralea, y antiguos líderes del cártel de Guadalajara. Algún tribunal colegiado “maiceado” decretó falta de pruebas e irregularidades en el proceso de enjuiciamiento, ¡casi 30 años después! Pero en México, la impunidad es un deporte gubernamental que no sólo involucra a las altas esferas de la delincuencia organizada: reiteradamente, la CIDH ha denunciado que el 98% de los delitos en México no llegan a tener una sentencia condenatoria. 

En ese mismo año de 2016, centenares de maestros fueron arrestados por oponerse a la contrarreforma educativa. Algunos fueron liberados. Pero otros –no pocos– fueron confinados en cárceles de máxima seguridad. También dirigentes estudiantiles denunciaron que en 2016 el gobierno fabricó numerosos delitos en su contra que no tenían ningún asidero probatorio. Mientras el holocausto nacional discurre en un silencio ensordecedor (cortesía de la negligencia de los actores de la arena internacional y los medios de comunicación), el gobierno de México atiende eso que entiende por interés nacional: exonerar delincuentes de alto perfil, y recluir y fabricar delitos a maestros y estudiantes. 

“En México, el crimen organizado es un conjunto de actos que la ley considera delictivos, pero que son cometidos por funcionarios del Estado en la persecución de sus objetivos como representantes del Estado”. Esto sostenía el profesor español Carlos Resa Nestares, en su libro “Sistema político y delincuencia organizada en México”. La característica fundamental del crimen organizado en México es que se origina, alimenta y sostiene desde las estructuras del Estado. Y aunque eso lo saben o intuyen todos, en 2006, el presidente espurio, Felipe Calderón Hinojosa, decidió declarar la guerra contra el narcotráfico. Y, para ello, dispuso el despliegue de 45 mil militares en las calles del país. Pero dejo intocada la estatalidad; esa que coincidentemente aloja a los actores del narcotráfico. Si lo imaginamos en formato de dibujo animado, la imagen es la de un perro persiguiendo en círculos su propia cola. Con el agravante de que las fuerzas de seguridad nacionales ya estaban habilitadas para matar con licencia de impunidad. Porque en eso consiste una guerra interior. Y, en efecto, la guerra catalizó la muerte a gran escala. 

La guerra nunca fue contra el narcotráfico, sino por el control del narcotráfico, con la población civil inerme en medio del fuego cruzado. La guerra respondió a la urgencia de romper las añejas alianzas del PRI con los cárteles de menor envergadura, diseminados en la geografía nacional (Juárez, Golfo, Zetas, Familia Michoacana etc.), con el propósito de recentralizar el narcotráfico bajo la égida de la confederación de Sinaloa. Por eso en la administración de Vicente Fox (correligionario de Calderón), “El Chapo” “escapó” de la cárcel. Y por eso el priísmo de Peña Nieto reaprehendió al connotado capo di tutti capi, acaso para seguir con el designio de la recentralización, pero ahora bajo la tutela del Cártel de Jalisco Nueva Generación (que, según la DEA, actualmente es el cártel con más presencia en el país). La guerra contra el narcotráfico es una utilización específica de la fuerza pública que una cierta nomenclatura de Estado instrumenta para perseguir una agenda políticamente inconfesable. La guerra habilitó el escenario bélico que requerían las elites dominantes en México: a saber, la destrucción de la dimensión social del Estado (derechos laborales, derecho al usufructo del territorio, derecho a la seguridad, sindicalización etc.), y el enseñoramiento de la dimensión militar-criminal que permite la continuidad del bandidaje de Estado. 

México está dirigido por un puñado de castas beligerantes (en disputa intermitente) que cogobiernan con el narcotráfico, y que compran la impunidad en Estados Unidos a un altísimo costo político: i.e. el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el Plan Mérida, la guerra contra el narcotráfico etc. 

Y acaso por eso México es un holocausto en cámara lenta, y el segundo país más violento del mundo.