viernes, 16 de septiembre de 2016

El rompecabezas continental: la colombo-mexicanización de Argentina

En los prolegómenos de la guerra contra el narcotráfico en México, un conjunto de comportamientos e indicadores alimentó el rumor de una “colombianización de México”. Unos creían que se trataba de una exageración; otros, de un augurio soberbio que carecía de asideros científicos e históricos. Si bien es cierto que el enfoque no era exactamente el más apropiado, porque el objeto de preocupación generalmente gravitó alrededor de eso que llaman “la proliferación de los cárteles” y no de la acción del Estado (es decir, la disposición de la guerra), lo cierto es que el diagnóstico prevenía acerca de una realidad que era perfectamente predecible en función de los indicadores observados en el análisis. En la actualidad, y este es el tema que nos interesa tratar, es posible observar un desenvolvimiento concertado de esos indicadores en la Argentina. Es un asunto que urge atender, porque lo que está en cuestión es la vida de miles de personas, y el riesgo latente de reinstalar el militarismo, y con ello disolver la organización social de base, que es uno de los patrimonios políticos más valiosos de la Argentina. La colombo-mexicanización de Argentina es la agenda del macrismo. “Narcotráfico cero” es el nombre que lleva esa agenda. 

La colombo-mexicanización

La colombo-mexicanización es una modalidad de administración del poder estatal, cuyas características definitorias son: 1) la judicialización de la política, sostenida en el estribillo de la corrupción o el narcotráfico; 2) la gestión gerencial-patronal-extractivista de la economía; 3) la instalación del paradigma estadounidense en los dominios de la agenda de seguridad, que involucra la guerra y la militarización-policialización de los territorios con la excusa del narcotráfico; y 4) la formación de un imaginario social contrainsurgente. 

En América Latina hay básicamente dos modalidades de gestión del capitalismo: la “colombo-mexicana” y la “bolivariana”. El predominio de una modalidad de gestión (por oposición a otra) no es un decreto unilateral de las élites: interviene el sujeto social. La alta intensidad de movilización social en Sudamérica evitó (por lo menos temporariamente) la universalización del modelo colombo-mexicano, que es básicamente sangre y fuego con pocas o nulas concesiones. La caída en cascada de las gestiones “bolivarianas” responde a una contradicción inherente de esos gobiernos: anularon a ese sujeto social al que deben su ascenso al poder. 

La gubernamentalidad colombo-mexicana es la fórmula de la restauración oligárquica que las propias gestiones bolivarianas sedimentaron, después de cooptar, anestesiar o domesticar a la base social. 

El gobierno de Mauricio Macri da señales de avanzar en la dirección colombo-mexicana. Esos cuatro elementos antes referidos se desenvuelven concertadamente en su administración. La guerra es la posibilidad de habilitar ese escenario. 

El narcotráfico 

En la narrativa oficial, la delincuencia es una amenaza extraña que distorsiona la trama de relaciones sociales comprendidas en el Estado. El mal es un subproducto de la “otredad”, nunca una cría o extensión del propio cuerpo civilizatorio. En este metarrelato, la figura del narco encarna el traumatismo exterior que interfiere accidentadamente, perturbando un equilibrio social, que, según el discurso gubernamental, es preciso liquidar con el “músculo” de las instituciones. 

Pero esa disposición “higiénica” del Estado es sólo discursiva. La evidencia demuestra que las estrategias de seguridad de los Estados, alimentadas por esta noción de presunta exterioridad de la delincuencia, nunca consiguieron el objetivo declarado: debilitar el crimen organizado. La fraudulencia de la agenda antinarco, tributaria de la receta estadunidense, es un ejemplo de esta inconsistencia. Recientemente, la OEA reportó que el porcentaje de la producción de droga colombiana es incluso superior al volumen que producía en los albores de la narcoguerra: “Colombia se convirtió en el proveedor del 85% de la cocaína mundial”. Y en México la situación no es tan diferente: en el marco de la guerra contra las drogas, la industria del narcotráfico llegó a posicionarse entre las tres primeras fuentes de ingreso de la economía nacional, sólo detrás de las remesas y el petróleo. 

La historia de la droga en esos países está marcada por pactos de sangre con funcionarios públicos de alto rango, cónclaves empresariales, agentes de la fuerza pública e instituciones financieras internacionales. La guerra favoreció ese empoderamiento criminal. 

El narcotráfico es un recurso organizacional para la configuración de un clima tóxico de negocios que es rentable para los actores dominantes de la economía, que por regla concurren en las estructuras formales. 

En eso acierta el periodista Carlos del Frade, cuando escribe que “‘Argentina sin narcotráfico’ es decir lo mismo que ‘Argentina sin capitalismo’, porque el sistema tiene cinco vías principales de acumulación desde hace décadas: petróleo, armas, medicamentos, narcotráfico y trata de personas” (La Tinta 1-XI-2016). 

La guerra contra el narcotráfico no puede atacar esos negocios extralegales sin atacar la totalidad de esa economía a la que debe su existencia (gerencial-patronal-extractivista). La predisposición de Macri de adherir a la Argentina al Acuerdo Transpacífico, en detrimento de la integración del Mercosur, es un aliciente a esa economía que entraña altos contenidos de criminalidad. La persecución judicial del kirchnerismo por presuntos vínculos con el narcotráfico es alharaca política electoral. 

La guerra contra el narcotráfico 

Lo primero que es urgente entender es que la guerra contra el narcotráfico no es una guerra contra el narcotráfico. En este sentido, corresponde hurgar en los derroteros de esa modalidad de configuración bélica para descubrir qué es eso que sí es un objetivo militar de esa guerra. La evidencia constata que el blanco es la sociedad. 

La estrategia toral de la narcoguerra es la ocupación militar-policial de los territorios. En Colombia y México, el involucramiento de las fuerzas armadas en tareas de seguridad interior tuvo un efecto socialmente dramático.

En 2001 en Colombia, cifras no oficiales reportaron cerca de 700,000 víctimas de la guerra contra el narcotráfico. En 2014, el número de personas desplazadas ascendía a 5,368,138 (Dawn Paley en Drug War Capitalism). 

En México, las cifras de la guerra contra el narcotráfico reportan un saldo de horror: 150,000 homicidios, 27,000 desapariciones, dos millones de personas desplazadas forzadamente de su lugar de origen, 689% de aumento en materia de secuestros, más de 100 periodistas asesinados, un incremento de 1000% en materia de violaciones de derechos humanos por parte de efectivos militares. En la actualidad, México es el segundo país con más muertos por violencia, sólo detrás de Siria. 

La “guerra contra el narcotráfico” es un escenario bélico que habilita el control militar-contrainsurgente de la población. Es una violencia de Estado que engloba simultáneamente tres guerras: una guerra de ocupación militar, una guerra contrainsurgente, y una guerra de exterminio. 

Tras lanzar el programa “Argentina sin narcotráfico”, Mauricio Macri espetó: “Hay que ganar esta guerra”. 

Argentina: vuelta al laberinto de la gestión militar contrainsurgente 

En agosto del año en curso, Macri declaró: “Fijamos tres líneas: caminar hacia una Argentina con pobreza cero, enfrentar y derrotar al narcotráfico y unir a los argentinos. En todas ellas se necesita de las Fuerzas Armadas”. Que es básicamente una prescripción de guerra. 

Hay básicamente cinco indicadores que anuncian la colombo-mexicanización de Argentina: 1) la presencia de la consigna de "narcotráfico cero" como eje toral del programa de gobierno; 2) la derogación de la disposición que coloca a las fuerzas armadas bajo el mando civil; 3) la propaganda "inflacionaria" del fenómeno de la inseguridad que circula hasta la hipertrofia en los medios; 4) el proyecto de instalación de bases militares estadunidenses en zonas estratégicas de Argentina; 5) la satanización-criminalización de la protesta social, y una persecución ilegítima de opositores políticos.  
Estos elementos antes señalados, que apuntan al ensamblaje de un escenario de guerra contra el narcotráfico, tienen lugar en el marco de un ciclo de neoliberalización precipitada y de restablecimiento del maridaje con la agenda de Estados Unidos. El macrismo apuesta por reeditar la gestión militar contrainsurgente, con base en una mezcla de guerra sucia heredera de la dictadura y un diseño estadunidense de guerra contra las drogas. 

El anticuerpo contra la colombo-mexicanización macrista es una tarea política improrrogable.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Fragmento del programa radial "Lo menos pensado" de Radio Barbarie en Argentina

    • El terrorismo de Estado en México 
    • La visita de Enrique Peña Nieto a la Argentina 
    • Ayotzinapa: el crimen que sigue impune 
    • La desaparición forzada 
    • La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación 
     • La mexicanización de Argentina

jueves, 1 de septiembre de 2016

Dilma y Temer: dos caras de la misma moneda

Consumado el golpe contra Dilma Rousseff las buenas conciencias se rasgan la vestiduras y denuncian dramáticamente el fin de la democracia en Brasil. En realidad, más allá de los estilos y los matices discursivos, tanto Dilma como Temer promueven las políticas neoliberales, garantizando los grandes negocios para las corporaciones internacionales. Al igual que las aparentes diferencias entre Clinton y Trump -que han preocupado a liberales y conservadores en los EE. UU.- el conflicto en Brasil no es por el modelo económico sino por el manejo de los recursos del estado para enriquecer a grupos políticos y garantizar su permanencia en el poder. 

Para algunos el golpe orquestado en el congreso brasileño es un atentado contra la democracia, al grado de afirmar que con la salida de Dilma se acabó la democracia en Brasil. Pero es necesario señalar que la democracia a la que se refieren es la democracia liberal que tiene como función ocultar el conflicto de clase para que los intereses de la clase dominante aparezcan como los intereses generales. Ahora resulta que un gobierno represor como el de Dilma -que, por ejemplo, desplazó a miles de personas con lujo de violencia para garantizar los negocios del mundial de futbol y las olimpiadas- es legítimo toda vez que logró la mayoría en las elecciones. Su legitimidad no radica así en la defensa de los intereses generales sino en haber ganado una elección, aliada precisamente con los políticos que luego la defenestraron, para ejecutar duras reformas económicas que empobrecieron a millones de personas manteniendo el modelo económico, agroexportador, neoextractivista; para fortalecer el modelo militarista indispensable para contener el descontento social provocado por la desposesión y la represión sistemática de los gobiernos petistas. 

Ya desde los años de la presidencia de Lula, y a pesar de su contenido popular, el PT procuró establecer un débil equilibrio entre las políticas sociales y los intereses de los productores de soya transgénica, mineros, terratenientes y banqueros. Dicho equilibrio se sostuvo sobre todo por el alto precio de las materias primas producidas en el Brasil pero una vez que los precios se desplomaron, su sucesora no dudó en aplicar la receta neoliberal para mantenerse en el poder, rindiéndole pleitesía a dicha receta al grado de efectuar alianzas con los grupos más conservadores de la política nacional. Y éstos, una vez debilitada la popularidad de Dilma decidieron tomar las riendas del gobierno convirtiéndola en mártir. 

Es cierto que el golpe en Brasil modifica radicalmente la correlación de fuerzas en Latinoamérica, sobre todo si se suma a la llegada de Mauricio Macri al poder en Argentina, al acoso permanente al gobierno de Maduro en Venezuela y a la eventual salida de Evo Morales del gobierno en Bolivia. La impronta autoritaria y golpista parece extender su manto al sur del Río Bravo, subordinando la región a los designios de Washington, quien frente al fortalecimiento de la presencia de China y Rusia en el rompecabezas internacional pretende protegerse, en la medida de lo posible, con gobiernos afines en su otrora indiscutible esfera de influencia. Pero también es cierto que Lula, Dilma y el PT perdieron una oportunidad histórica, que probablemente no se vuelva a presentar en muchos años, para inclinar la balanza a favor de una alianza latinoamericana que le hubiera dado la puntilla a las pretensiones de los EE. UU de seguir siendo el poder hegemónico mundial. En lugar de ello se dedicaron a favorecer los intereses de los poderosos y a repartir las migajas entre sus votantes, basados en la esperanza de que la coyuntura económica favorable a las exportaciones de materias primas se mantuviera por muchos años. 

Es cierto también que Dilma no es la mujer hiper corrupta que pintan los que la traicionaron. Pero es innegable que ni ella ni Lula detuvieron el tráfico de influencias de sus compañeros de partido o de sus opositores. Dejaron hacer, esperando que el escándalo no los tocara a ellos, pero al final los medios de comunicación los colocaron en el mismo saco, lo que provocó un cambio en la percepción de la población acerca de las verdaderas intenciones del PT y sus líderes, lo que precipitó su caída. 

Dicho lo anterior, la tragedia brasileña, como la llama Atilio Boron, no radica en el golpe contra Dilma y menos aun en la crisis de la democracia liberal -la cual es bienvenida en la medida en que potencie los movimientos antisistémicos y retire la venda que impide a la población reconocer las verdaderas intenciones de ésa democracia. No, la tragedia brasileña radica en la creencia de que se va un gobierno popular, supuestamente atento a las necesidades de la mayoría, y llega un gobierno neoliberal, pues ambos Dilma y Temer son las dos caras de la misma moneda: el neoliberalismo caracterizado por el despojo sistemático, el desprecio por la vida y sobre todo por el militarismo fascistoide.