martes, 28 de julio de 2015

La decadencia de la iglesia católica y su campaña ' a favor de la vida'


La decadencia de la iglesia católica en el mundo es un hecho evidente. La reciente visita de Bergoglio al continente con más católicos en el mundo -visitó Ecuador, Bolivia y Paraguay- tuvo claramente la intención de enfrentar el crecimiento de cultos y sectas ajenas al control del Vaticano en la región. Su discurso levantó las cejas de los sectores más conservadores e incluso de la televisora estadounidense Fox Center lo calificó como la ‘mayor amenaza mundial’. 

Sus llamados para reivindicar a los pobres, marginados, presos, indígenas así como las luchas por evitar la depredación de la naturaleza por parte de las transnacionales prefiguran una estrategia encaminada a paliar los daños ocasionados por un clero secular cada vez más entregado a los dueños del dinero y expuesto al escrutinio público por la práctica frecuente de abuso de menores y encubrimiento de pederastas por obispos y arzobispos en todo el mundo.

Pero eso no parece influir en el clero veracruzano, el cual empecinado en mantener su apoyo a las posturas políticas más retrógradas no ha estado a la altura de los tiempos que corren, a pesar de los esfuerzos de Ratzinger y ahora de Bergoglio para armonizarla con los cambios culturales de los últimos treinta años. Ciego ante el reto que representa acabar con la pederastia y el abuso de los derechos humanos básicos de las monjas -por señalar sólo dos problemas importantes- el clero veracruzano está muy lejos de encabezar a la población para enfrentar la crisis cultural y social que nos aplasta. 

Uno de los elementos clave de su decadencia –y esto no es privativo del clero veracruzano por supuesto- está sin duda representado por el pésimo nivel intelectual y político de sus cabezas más visibles así como de la estrategia general que coloca en la picota a la diversidad sexual y a los derechos de las mujeres sobre su cuerpo y su vida. 

En lugar de enderezar sus críticas al crecimiento de la pobreza y la desigualdad, al contubernio perverso entre autoridades y narcotráfico, al cinismo gubernamental saqueador de recursos públicos para ganar elecciones, el clero pretende recuperar su prestigio con base en la defensa de una familia tradicional, cada vez más debilitada por las condiciones económicas y culturales que vivimos. De cara al creciente desprestigio de los partidos políticos y la democracia liberal no concibe la posibilidad de cubrir el hueco que aquéllos han dejado, En cambio, la iglesia insiste en una interpretación obtusa del evangelio que condena y estigmatiza, que promueve el odio a la diferencia y a todo lo que sea visto como una amenaza a su particular interpretación del mundo.

Si bien es cierto que de vez en cuando los mandones de la iglesia católica en el estado han puesto el dedo en la llaga con respecto a la coyuntura marcada por el desprecio  por la vida con dignidad y la apología de la violencia rara vez se movilizan públicamente para manifestar su postura al respecto. Pero no pierden ocasión para declarar o salir a la calle a defender un “Sí a la vida”. Pero no se refieren a la vida digna de millones de personas que viven en la miseria y la humillación sino a la posibilidad de elegir, rasgo consustancial al ser humano.

En los países occidentales se tiende a señalar al Islam como el mayor lastre de las sociedades que profesan dicha religión, acusándolo de ser la causa principal de su atraso, criticando la opresión sobre las mujeres y su negativa a instituir sociedades más libres y tolerantes. Y al mismo tiempo, en el mundo occidental, la iglesia católica reproduce un discurso de odio velado o abierto, dependiendo de las circunstancias, hacia las mujeres y su derecho a elegir o a las personas que profesan la diversidad sexual.

Uno de los elementos claves para comprender el mundo en que vivimos es precisamente la existencia de sociedades cada vez más diversas, heterogéneas, en donde el reto no significa regresarlas a la edad media sino abrir canales de comunicación que nos permitan reconocernos a pesar de nuestras diferencias, sean estas culturales, económicas, políticas y sobre todo espirituales. Lejos está de comprender lo anterior Hipólito Reyes Larios, el arzobispo de Xalapa. Empecinado en defender su particular interpretación de la biblia –a contrapelo del discurso de su jefe Bergoglio- la ignorancia y la intolerancia asientan sus reales en su discurso, compuesto de frases absurdas que en lugar de unir ofenden y estigmatizan, ajenas a una mirada compasiva de la realidad en la que vivimos. ¿De qué otro modo se puede comprender que señale a las madres solteras como una plaga? 

Así las cosas, la decadencia de la iglesia católica radica en la incapacidad de sus cuadros dirigentes para analizar la realidad con objetividad y realismo político, más allá de su misión evangélica o precisamente por ella. Y mientras tanto la marcha en Xalapa no fue precisamente multitudinaria. Atrás, muy atrás, quedaron los tiempos en que, por ejemplo, la salida del santísimo era acompañada por la mayoría de la población ¿Será que tampoco ve eso Hipólito?

sábado, 25 de julio de 2015

El extraño caso de la desaparición del Estado: respuesta a “Desaparecer el Estado” de C. González

El liberalismo político está en crisis. Las divisas de esa doctrina –estado de derecho, democracia, derechos humanos, soberanía popular– están sujetas a franco cuestionamiento. No es preciso ser un especialista (ese monje posmoderno que insiste en inyectar sentido allí donde sólo quedan consigas cadavéricas), o quizá es preciso no ser especialista, para reconocer la deterioración o quebranto de los pilares materiales e inmateriales del liberalismo moderno. Puede discutirse legítimamente que todavía tienen cierta vigencia referencial ese conjunto de creencias. Pero también cabe notar que inciden sólo tangencialmente en la trama política. Nadie piensa seriamente que las elecciones constituyen un ejercicio democrático. O que la titularidad del poder reposa sobre las espaldas de la población. O que los derechos humanos tengan facultades legales o políticas para atemperar la agresión contra las poblaciones. En todo caso son buenos deseos en un entorno de descomposición sin freno. 

En eso acierta C. González cuando dice –siguiendo algunos planteamientos de Eric Hobsbawm– que en una perspectiva de larga duración, la coronación del liberalismo político se tradujo en la entronización de las corporaciones. Pero también es cierto que este “fracaso” de las promesas de bienestar (liberales) es objeto de una manipulación que favorece la proliferación de falsas nociones. Por ejemplo, en relación con el Estado y su presunta desaparición. Que las instituciones de Estado liberales únicamente suministren insumos cosméticos no significa que el Estado esté en proceso de desaparición. El problema reside en el concepto dominante de Estado de ascendencia liberal.

La definición académica tradicional de Estado señala que se trata de un cuerpo político cuyos elementos definitorios son: población, territorio, administración, gobierno, reconocimiento diplomático. Pero esta conceptualización es estéril. En la tradición liberal, el Estado es una especie de “mal necesario” sin cuya acción coercitiva las asociaciones humanas estarían condenadas a la ruina, pues prevalecería un “estado de naturaleza” donde los hombres, presumiblemente guiados por una pulsión utilitaria congénita, perseguirían sus propios fines en detrimento de la vida en comunidad. Luego, algunos de los pensadores liberales más influyentes agregarían que el Estado debía existir en función de la protección de la propiedad privada. Los liberales más modernos añadirían al inventario de “prerrogativas” la defensa de otros bienes inmateriales como los derechos humanos. Probablemente la definición clásica de Estado, es la citada por el sociólogo Max Weber, heredero de esa tradición liberal (aunque con retazos transfigurados de marxismo), que define el Estado como coacción legítima o monopolio legítimo de la violencia. 

Pero ninguna de estas definiciones tiene valor probatorio, pues no consiguen explicar algunas de las dinámicas rutinarias de los Estados modernos. Son meras conjeturas ideológicas que esconden un cierto culto por la autoridad. Con frecuencia, estos influjos liberales se traducen en errores teóricos garrafales, e involuntarias apologías de autoritarismo, incluso ahí donde las intenciones puedan juzgarse como académicamente neutrales u honestas.

Hemos dicho que el Estado es básicamente una forma de organización de la violencia. El Estado liberal es una modalidad específica de organización de la violencia. Lo que está en ruinas o en vías de extinción es esa forma concreta de violencia: es decir, liberalmente organizada. 

Pero por ningún lado se observa que el Estado palidezca. Desaparecen los presupuestos básicos que animaba la tradición liberal. Pero otros derroteros animan o legitiman la acción de Estado. La represión de oposiciones o poblaciones marginales, la promoción de un clima económico favorable para la inversión privada, el adelgazamiento de gasto público, la priorización estructural de los beneficios por encima de las personas, la expansión de la órbita militar y la consiguiente contracción de la arena pública, son algunas funciones que manifiestamente efectúa el Estado, sin distingo del color o ideario o partido o gobierno que dirige ese Estado (con honrosas excepciones en el sur del continente).

Esas funciones definen al Estado actual. La “aniquilación del Estado” es una quimera que comparten escuelas de pensamiento técnicamente antagónicas. Más bien asistimos al nacimiento de un “otro” Estado. Las características de ese Estado es el tema que debe ocupar a los analistas, lejos de las caducas supersticiones liberales. 

La idea de la “desaparición del Estado” es una ficción con fines políticos encriptados. El propósito es ocultar el maridaje de las corporaciones con un Estado emergente declaradamente antisocial. Y esconder el predominio de las corporaciones en la definición de lo público. Paul Krugman dice que “las malas ideas florecen debido a que benefician a los grupos poderosos. Esto ocurre sin duda”
En otro aspecto acierta C. González. Escribe: “un Estado que si fuera realmente controlado por la gente no estaría de acuerdo en la existencia de monopolios privados o grandes consorcios como los petroleros o los mineros, ni en la transferencia directa de capital público a manos privadas, ni en la socialización de las pérdidas ni en la privatización de las ganancias”. 

viernes, 24 de julio de 2015

Sin izquierda, ¿qué nos queda?



Ser de izquierdas no se lleva. Adscribirse políticamente a tal definición ideológica conlleva ser identificado como fundamentalista, devoto de una religión cuyos rituales trasnochados provocan rechazo. Hoy se les considera una secta. La izquierda es un lastre si se quieren ganar elecciones y tener poder. Se le achaca un discurso proveniente de categorías como clases sociales, explotación, colonialismo interno, imperialismo, capital trasnacional, proletariado, burguesía, sectores medios, bloque dominante, etcétera. El argumento para descalificar tal lenguaje consiste en señalar que los votantes no entienden, que se pierden en una selva discursiva, los asusta y es contraproducente. Así no se puede avanzar. La nueva estrategia debe superar la dicotomía derecha-izquierda. Por consiguiente, es mejor buscar el punto medio, hablar de generalidades de coste político cero.

Al igual que la economía de mercado ha desvincu­lado la relación entre el capital y el trabajo para construir una sociedad de esclavitud consentida, los nuevos partidos emergentes reniegan de situarse en la izquierda o en la derecha, facilitando el control social y la dominación política neoliberal, bajo una estrategia comunicativa que oculta la realidad. Prefieren hablar de "la gente", siendo esta la categoría acuñada para desintegrar la identidad colectiva de lo nacional-popular, negando los intereses comunes de clases trabajadoras. Los discursos que escuchamos a los dirigentes de los partidos emergentes, fundamentalmente en España, están llenos de frases como: "debemos entender los problemas de la gente"; "saber lo que la gente quiere"; "reivindicar lo que la gente demanda"; "ser representantes de la gente"; "constituirse en una herramienta para que la gente participe"; "interpretar el sentido común de la gente". A cualquier pregunta se responde: "habrá que consultar a la gente". ¿Cómo hemos llegado a tal nivel de mediocridad teórica y analítica? Veamos.

Con el advenimiento de la ideología neoliberal de la globalización, una narración histórica dominante, dependiente de la revolución burguesa e industrial, saltó por los aires. Se afirmó con rotundidad que la dualidad capitalismo-socialismo llegaba a su fin. Una mayoría de científicos sociales consideró la caída del Muro de Berlín y la desarticulación del bloque comunista como el inicio de una nueva era en la historia de la humanidad. No más vivir bajo el temor del holocausto nuclear. La paz perpetua, descrita magistralmente por Kant, parecía tocarse con la mano. La comunidad internacional se felicitaba y los dirigentes políticos vivieron un momento de euforia. Los colores tradicionales del espectro político se desdibujaron en pro de una caracterización menos "ideológica" y más pragmática. Las grandes ideas-fuerza, centro del debate teórico y motor de programas políticos, fueron cuestionadas, y finalmente consideradas obsoletas. Ni Marx ni Keynes. Era el tiempo de Adam Smith. Sus discípulos, vilipendiados durante décadas, Hayek, Von Mises, Friedman o Rawls, pasaron a la ofensiva y se convirtieron en el referente para el proyecto refundador del capitalismo. Los organismos internacionales, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, junto a las trasnacionales aconsejaron la desarticulación del estado de bienestar. La propuesta fue clara: despolitizar, restar derechos sociales, reformar los espacios de acción colectiva y realizar un ataque a las formas organizativas de las clases trabajadoras hasta lograr su total desprestigio. Sindicatos de clase y partidos políticos de izquierda fueron cuestionados. El momento subjetivo de la política, principio articulador de la conciencia social del "nosotros", fue remplazado por un yo superlativo, construido desde las fuerzas del mercado. A paso lento, el sujeto social perteneciente a una sociedad de clases, a una nación con identidad colectiva, fue remplazado por la figura de un consumidor anónimo defensor de un individualismo extremo. Consumidor de política, sexo, amor, educación, sanidad, cultura, ocio y dinero.

El Estado, la nación, las relaciones sociales, económicas, la política, la familia, la moral, la religión y la cultura debían "modernizarse", transformarse en nombre de la economía de mercado. Las tecnociencias proporcionaron las herramientas para el advenimiento de la sociedad de la información y la comunicación global. El concepto acuñado por Marshall McLuhan: "aldea global" sirvió para sintetizar los cambios en la vida cotidiana y mostrar la influencia de los medios de comunicación en la era informática. La razón neoliberal impuso su narrativa, su lenguaje, sus íconos y sus mitos. Las clases sociales se diluían en el mercado y no tenía sentido proyectar sus relatos en forma de acción política. La separación entre derechas e izquierdas llegaba a su fin. La democracia de mercado inventaba un nuevo modo de producción: el democrático representativo-autorregulado.

En las postrimerías del siglo XX, la cultura del capitalismo ganó la batalla. El enemigo, temido y a veces endiosado, fue caricaturizado. Los ex dirigentes comunistas abdicaban de su ideario y anunciaban su derrota estratégica. La palabra crisis de la izquierda se generalizó, llegando a incluir paradigmas, teorías, formas de pensar, actuar y modelos societales. La proliferación de autores adictos a este relato emergió en los cinco continentes. Una literatura subrayando el comienzo de esta era de progreso inundó las aulas, los debates y los foros internacionales. Las editoriales pertenecientes a las trasnacionales de la comunicación se encargaron de su difusión a escala planetaria. Las mentes se acoplaron a los nuevos retos del neoliberalismo. El individuo exaltado y elevado a la condición de dios no tendrá límites, su poder es ahora infinito. Para ello debe sentirse dueño de sí mismo: en una palabra, empoderarse. Pero, no para configurar un proyecto colectivo como lo entendía Paulo Freire, tomar conciencia de la pedagogía del oprimido. El triunfo cultural del neoliberalismo consiste en defenestrar a la izquierda en pro de un vacío ideológico que no cuestione la economía de mercado. Los partidos emergentes son sus mejores representantes.

lunes, 20 de julio de 2015

El “Chapo” Guzmán o la carabina de Ambrosio o las tribulaciones de una prensa desorbitada o la restauración de la guerra

La expresión  “carabina de Ambrosio” comúnmente está asociada con la inutilidad u origen apócrifo de una cosa. De acuerdo con el relato popular, el adagio alude a un bandolero del siglo XIX que acostumbraba atracar a sus víctimas con una carabina falsa. El mundo criminal de nuestra época no es tan cándido; pero sí el uso político-mediático que rodea sus intrigas. Las interpretaciones de la prensa dan tumbos al compás de estos montajes circenses. 

Esta semana la nota estelar de la prensa fue la fuga del celebérrimo capo Joaquín “Chapo” Guzmán Loera. Y como si se tratara de un hecho trascendental para la vida pública del país, los medios nacionales e internacionales cubrieron hasta la hipertrofia el acontecimiento. Llama la atención que la primera licitación de la ronda uno para la entrega del patrimonio energético, y los oscuros procedimientos que cortejan la adjudicación anticonstitucional de los hidrocarburos, recibiera un tratamiento francamente marginal en la prensa. O que la escalada de represión contra los maestros pasara prácticamente inadvertida en los medios tradicionales. Casi toda la atención se concentró en el escape del ahora prófugo capo sinaloense o en la fútil visita a Francia de la actoral pareja presidencial mexicana. Naturalmente la prensa contribuye decisivamente a la epocal conversión de la política en política ficción. Yerran aquellos que definen a los medios de comunicación como un “cuarto poder”. En México y el mundo, la prensa define los contenidos de la política, e incluso pone y depone presidentes a su antojo. Televisa o el “canal de las estrellas” es un “primer poder”. Eso explica que los medios informativos estén tan atentos a las peripecias escapatorias de un hampón “estrella” y a las protocolarias acrobacias de un remedo de “estrella pop” presidencial en galas transatlánticas. En este desierto de espejismos las malinterpretaciones son la norma. 

Casi todos los analistas coinciden en señalar que la fuga de Guzmán Loera, ocurrida la noche del sábado 11 de julio en el reclusorio de “máxima seguridad”(sic) del El Altiplano, en Almoloya de Juárez, Estado de México, es sintomático de la corrupción institucional, y especialmente de la podredumbre del sistema penitenciario. Esta interpretación también permea el imaginario ciudadano. Una encuesta de CNN México revela que 9 de cada 10 mexicanos opina que la fuga del connotado “Chapo” se debió a la corrupción de las autoridades. Y claro, Donald Trump y consortes aprovecharon la escaramuza para regurgitar hasta el hastío la consigna de la presunta “cultura” de corrupción del mexicano. Esa narrativa sólo tiene un beneficiario: Estados Unidos. Es Estados Unidos el principal interesado en alimentar ese discurso de nuestra “corruptibilidad” nacional, incluso aunque aluda a aspectos puramente formales o institucionales. En ese subterfugio se incuba la posibilidad de profundizar la intervención de Estados Unidos en la agenda doméstica, y de hacer avanzar el ensamblaje o yuxtaposición de soberanías en materia de seguridad y otros renglones de crucial importancia para el gobierno norteamericano. 

No es casual que el secretario de gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y el embajador de Estados Unidos, Anthony Wayne, se reunieran el martes 14 por la tarde para acordar el fortalecimiento de “la coordinación y colaboración que existe entre ambos países, a fin de lograr la recaptura de Joaquín Guzmán”. El miércoles 15 algunos diarios nacionales dieron cuenta del involucramiento del FBI y la Administración Federal de Drogas (DEA) en las operaciones de persecución del capo. Un día después, la DEA –como si se tratara de una autoridad ungida constitucionalmente– declaró que utilizaría cárteles enemigos al de Sinaloa para atrapar al prófugo delincuente. “Estamos buscando en todos lados, estamos observando a gente que ayuda a su organización, a sus familiares que podrían estar involucrados; a sus exasociados, a cárteles rivales que posiblemente puedan hablar con algunos de sus subalternos”, declaró Jack Riley, director de Operaciones de la DEA (Proceso 16-VII-2015). No es nada original el guión. En 1993, la táctica de cacería de Pablo Escobar en Colombia se apoyó fuertemente en una alianza con el grupo paramilitar “Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar) y gente del cártel de Cali. Al final no hubo captura sino abatimiento de Escobar, cabeza del cártel de Medellín en aquel tiempo. Y las instituciones de seguridad colombianas, la cuestionada presidencia de Cesar Gaviria, y el Plan Colombia o Plan de Estados Unidos para Colombia (antecedente consanguíneo de la Iniciativa Mérida) consiguieron recuperar amplios márgenes de aprobación y credibilidad.  

No pocos especialistas se rasgan las vestiduras alegando que la fuga de Guzmán Loera representa un golpe a la credibilidad de las instituciones y sus altos mandos. Pero ese es precisamente el tenor de los reclamos que abren el horizonte para la restauración de la imagen gubernamental e intergubernamental (Estados Unidos-México), que todo hace suponer está detrás de este teatral ardid escapatorio.

Con una eventual captura o abatimiento del “Chapo” todos los frentes de poder dominantes en México ganan. 

Es por lo menos discutible el argumento de que este “bochornoso” episodio marca el fin de una estrategia, la caducidad definitiva de una política de seguridad orientada a la aprehensión de los jefes de la droga o al descabezamiento de los cárteles. Si en los próximos días o semanas o meses el “Chapo” fuera recapturado, las instituciones de seguridad mexicanas, el gobierno de Enrique Peña Nieto, y las estrategias estadounidenses comprendidas en la Iniciativa Mérida o Plan México recuperarían un terreno en materia de legitimidad que de otro modo se antoja perdido. 

Los jefes criminales son empleados de los Estados y los bancos. Y las estructuras horizontales de los cárteles modernos, constituidos como consejos empresariales, permiten el reemplazo y rotación de esos empleados. A algunos de los líderes se les encarcela temporariamente o extradita. A otros se les da muerte. Pero las redes financieras y políticas se conservan incólumes. Pedro Peñaloza, investigador en temas de seguridad de la facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), hace notar:  “El error estratégico es que en México se descabeza, pero no se desarticula. Sólo se arresta a los gerentes de los cárteles, pero no se hace nada con la red de complicidades políticas y económicas que sustentan al narcotráfico. Pese a la captura de Guzmán, no se tocaron los bienes, cadenas de producción ni de distribución del cártel de Sinaloa. Cuando sean detenidos miembros de la clase política que son cómplices, se estará desarticulando” (La Jornada 13-VI-2015). El escape de Guzmán Loera no significó de ningún modo una reformulación de la estrategia. Al contrario, tras la noticia de la fuga el gobierno dispuso 10 mil policías federales –incluidos elementos de élite– para la pesquisa del narcotraficante sinaloense. Y además, a petición de Estados Unidos, la Interpol emitió una alerta para su búsqueda en 190 países. 

La segunda huida del “Chapo” no es exactamente el “Waterloo mediático en que el Estado mexicano terminó de perder la guerra al narco”. De hecho, el gobierno convenientemente alega “traición desde el gobierno”. La visita a Francia de Peña Nieto acompañado de más de 400 personas, incluidos funcionarios de alto rango, militares, empresarios y anexos, exonera al menos mediáticamente al presidente y secuaces. Desde el punto de vista de la estrategia de seguridad actual, la fuga del “criminal más buscado a escala mundial” es un bálsamo que alienta la continuidad de los aspectos torales de esa estrategia. 

Todo indica que la intriga de la fuga es un montaje teatral en el que convergen los intereses dominantes de la trama del narcotráfico, y no un “descalabro” que propicie una reformulación de los planteamientos que rigen el curso de la fraudulenta guerra contra el narcotráfico.  


domingo, 12 de julio de 2015

Ley de tránsito del estado o la ley de hierro de la policía

El sábado 4 de julio, alrededor de la dos de la madrugada, un grupo de jóvenes fue retenido en la vía pública por una patrulla de la policía estatal, exactamente en la esquina de Xalapeños Ilustres y José María Mata. Se les ordenó que colocaran las manos sobre la pared. Una fila cabizbaja de cerca de diez o doce varones de corta edad, y cinco oficiales con atuendo de policía militar fuertemente armados registrando con violencia las pertenencias personales de los jóvenes. La escena parecía tomada de ese acervo de imágenes que durante décadas mantuvieron en la confidencialidad las dictaduras sudamericanas, y que muestran el férreo control del espacio público que impusieron las juntas militares en contra de la totalidad de la población civil. En esa época se argüía la presencia de una conjura comunista. En nuestra época el presunto enemigo es vago e impreciso; aunque la excusa que escolta a estos operativos cuasimilitares es casi religiosamente la cacareada “seguridad pública”. Después de la auscultación aparentemente rutinaria, los elementos de la policía regresaron a la patrulla. A la distancia se alcanzó a escuchar a otra persona, que nada tenía que ver con el asunto, proferir un par de improperios folklóricos en contra de los efectivos policiales. Como si se tratara de una terrorista o disidente político o estudiante universitario (que no son lo mismo pero en los cálculos del gobierno son iguales), los agentes evacuaron otra vez la unidad y avanzaron en posición de ataque hacia el “insolente” transeúnte. El hombre, de unos 35 años de edad, corrió en dirección al establecimiento más próximo e ingresó por la entrada principal, acaso pensando que allí no podrían seguirlo. Los policías entraron al lugar sin titubear, y con lujo de violencia amagaron con aprehender al “fugitivo”. Después de un forcejeo bochornoso, los agentes de la policía estatal abandonaron el sitio y abordaron nuevamente la patrulla, dejando libre al hombre.

Podría sugerirse que se trató de un asunto menor e irrelevante. Pero el incidente cobra relevancia en el contexto de la instrumentación de la impresentable Ley de Tránsito y Seguridad Vial de Veracruz. Incluso algunos de los testigos de esa noche estimaron que se trató de una puesta en práctica preliminar, una especie de ensayo de lo que se avecina con la entrada en vigor de esa Ley. Y es que el nuevo reglamento de Tránsito no es otra cosa que un empoderamiento de la fuerza pública y un debilitamiento de la ciudadanía y los derechos civiles. Tan sólo tres o cuatro días después de ese incidente, una patrulla de la fuerza civil (unidad de elite de la policía estatal) estuvo involucrada en un accidente en el que se presume que fue responsable de impactar a un taxi, causando daños aparatosos a la unidad. La patrulla, marcada con el número económico F-2558 (alcalorpolítico 7-VII-2015), se dio a la fuga sin que hasta la fecha se decrete alguna sanción contra los elementos de la fuerza civil. 

La Ley de Tránsito no es llanamente un endurecimiento de la ley; es un endurecimiento de la ley contra la población civil. Que esa Ley establezca como una obligación de los peatones la de siempre “portar  una identificación con fotografía, en la cual se señale la dirección de su domicilio”, o que prevea sanciones que incluyen “arrestos administrativos” con base en criterios como la “ofensa de la autoridad”, “alteración del orden” o la “paz pública”, no es de ningún modo algo consustancial a una preocupación de orden vial. Que la Ley contemple la instalación de cámaras y radares por toda la ciudad, o que imponga multas que exceden el 1000% de un salario mínimo en el país, o que refuerce los retenes u operativos de alcoholemia, o que faculte a los agentes de tránsito para detener por capricho a cualquier vehículo, o que decrete la obligatoriedad de un “permiso para el uso de la vía pública” allí donde una persona o grupo pretenda realizar una manifestación, poco o nada tiene que ver con la seguridad o la paz o la integridad de la ciudadanía. Al contrario, se trata notoriamente de una Ley que aspira a constreñir la movilidad social, inhibir el uso del espacio público, y decretar una especie de “toque de queda” no declarado.

Las consecuencias previsibles de la Ley de Tránsito deben constituir una prueba de intencionalidad. Entre esas consecuencias predecibles destacan tres: uno, el tránsito restringido de la vía pública o la transgresión flagrante del derecho de movilidad; dos, la represión gubernamental de manifestaciones o actos públicos ciudadanos que cuestionen el ejercicio violatorio de la función pública; y tres, la persecución sin restricciones de la totalidad de la población por parte de la fuerza pública, con el propósito de imponer multas a granel y sanear el mal estado de las arcas públicas rutinariamente sujetas al bandidaje institucional.     

La constante acción vejatoria de los agentes policiales en Veracruz no es un asunto que frene a la autoridad civil en la persecución de su agenda. La evidencia sugiere que esa “acción vejatoria” es el fondo no declarado de las políticas de seguridad, incluido el nuevo ordenamiento vial. Esa terca omisión de la realidad es la norma en las alocuciones de los funcionarios públicos. Según el alcalde de la capital veracruzana:

“Hoy Xalapa cuenta con un mejor cuerpo policiaco y por supuesto que debe de seguirse fortaleciendo, no digo que sea un trabajo acabado pero hoy tenemos un mejor cuerpo de servidores públicos que cuidan los intereses, el patrimonio, así como la integridad física de los xalapeños”  (alcalorpolítico 7-VII-2015).

Cabe traer a la memoria la advertencia del catedrático José Antonio Pascual: “Disimular la realidad con los subterfugios del lenguaje puede permitir salir del paso una vez; institucionalizar ese proceder conduce a la más sutil de las dictaduras: la de la mentira ejercida desde el poder, desde cualquier forma de poder”

De la Ley de Tránsito sólo se pueden esperar dos cosas: más hostigamiento policial y más impunidad.  
http://www.jornadaveracruz.com.mx/ley-de-transito-del-estado-o-la-ley-de-hierro-de-la-policia/

domingo, 5 de julio de 2015

De la neoliberalización a la guerra contra el narcotráfico

Con frecuencia los analistas omiten la conexión entre las transformaciones del Estado y el escenario de guerra en México. Un hecho es insoslayable: la guerra y la militarización de la vida pública avanzan a la par de otro proceso no menos sustantivo: a saber, el ciclo de reformas neoliberales que arranca en la década de los 80’s, y que sigue su curso en el presente. La globalización, que no es otra cosa que la sombra obscena de la neoliberalización, coincidentemente está atravesada por dos fenómenos particularmente notorios: la desnacionalización de la economía y la militarización de los Estados.  La politóloga Pilar Calveiro especula acerca de esta correlación: “El poder militar ‘abre’ las condiciones para una nueva hegemonía; por eso guerra y globalización han sido, hasta el presente, procesos inseparables”. 

Bien podría argüirse, basándonos en firmes asideros empíricos, que la guerra contra el narcotráfico es un anexo del proceso de neoliberalización. Si se admite la tesis de Calveiro, la guerra respondería a la necesidad de un recurso contra la cerrazón de ciertas áreas económicas estratégicas, especialmente en países cuyas políticas restringen el usufructo privado, principalmente foráneo. El régimen posrevolucionario en México se caracterizó por altos contenidos nacionales-estatistas, claramente adversos para las inversiones extranjeras. 

También cercana a esta lectura, la periodista Dawn Paley observa que la guerra contra las drogas es una tecnología del poder para abrir “grietas en realidades y territorios sociales alguna vez inaccesibles para el capitalismo global”. En “La doctrina del shock”, Naomi Klein defiende una idea sugerentemente similar acerca de las guerras y otros conflictos en el siglo XX:

“Algunas de las violaciones a los derechos humanos más despreciables de este siglo, que hasta ahora se consideraban actos de sadismo fruto de regímenes antidemocráticos, fueron de hecho un intento deliberado de aterrorizar al pueblo, y se articularon activamente para preparar el terreno e introducir las ‘reformas’ radicales (neoliberales) que habrían de traer ese ansiado libre mercado”.

De hecho la guerra contra el narcotráfico contribuye a alimentar el predominio de una clase: la alta finanza –clase dominante e impulsora entusiasta de la neoliberalización–, a través del lavado de caudales dinerarios provenientes de los circuitos ilícitos de la economía: 

“En esta guerra [contra el narcotráfico], lo que no se quiere ver y tampoco se investiga es la ruta del dinero sucio… Las utilidades de los cárteles mexicanos oscilan entre 18 mil millones y 39 mil millones de dólares al año sólo por ventas de narcóticos ilegales en Estados Unidos… La primera cifra implicaría el blanqueo de 81 mil millones de dólares durante cuatro años y seis meses de esta ‘guerra’. En el segundo caso, el dinero lavado ascendería a 175 500 millones de dólares” (Nancy Flores 2012)

Una característica del período neoliberal es el encumbramiento de un poder anónimo sin freno e incontestado; eso que Calveiro define como un “dispositivo económico-financiero que ninguna instancia internacional está en posición de regular”. Es precisamente esa desregulación o incapacidad de regulación lo que permite que los grandes beneficiarios de los circuitos de “dinero sucio” conserven un relativo anonimato y una impunidad a prueba de “fuego”. 

Algunos bancos como Wachovia, Bank of America, JP Morgan Chase, HSBC, Citigroup, entre otros, han sido señalados por lavar miles de millones de dólares de los cárteles de la droga, principalmente mexicanos. Pero ningún banquero o ejecutivo bancario enfrentó nunca un proceso penal. El Estado no tiene el poder ni la voluntad política para frenar esos dineros ilícitos. En dos de los casos más controvertidos mediáticamente, en los que están envueltos el Banco Wachovia y HSBC, la acción sancionadora del gobierno estadounidense se redujo a multas por concepto de 160 millones y 1.9 mil millones de dólares, respectivamente, que no es más que una ínfima fracción de los ingresos totales de esas casas bancarias. Este es sólo un ejemplo del alcance de ese dispositivo financiero “que ninguna instancia internacional está en posición de regular”. Para esa actividad onerosa y criminal la guerra contra el narcotráfico no tiene estrategia.

Neoliberalización es financiarización de la economía, que consiste básicamente en la desregulación ex profeso de las transacciones dinerarias. En este sentido, la neoliberalización de los Estados implica la omisión concertada de las operaciones que involucran recursos de procedencia ilícita. La guerra contra el narcotráfico no puede atacar esos negocios extralegales o criminales sin atacar la totalidad de esa economía a la que debe su existencia: la extractiva neoliberal.  

miércoles, 1 de julio de 2015

Lo que está en juego en Grecia el 5 de julio


Cuesta trabajo creer que en nuestros días se siga enseñando en las escuelas de derecho y ciencias sociales que el elemento central del estado liberal descansa en la soberanía nacional. Este puntal de los estados modernos se presenta como la consecuencia de la  revolución francesa y el surgimiento del la nación y por ende de la ciudadanía. Y digo cuesta creer que así sea porque en los últimos treinta años -en el marco de la reconfiguración del capitalismo vulgarmente llamada globalización, eufemismo indispensable para legitimar la explotación- los estados nacionales se han enfrentado a una acelerada pérdida de su relativa capacidad para controlar de manera autónoma su política económica. Hoy por hoy, el caso griego lo confirma claramente.

Todo la construcción teórica producida alrededor del estado liberal demuestra que la independencia, la autonomía y la democracia sólo sirvieron y sirven para ocultar el hecho de que las naciones forman parte de un sistema interesestatal en el que las reglas del juego no dependen de la voluntad general y las elecciones libres de representantes sino en el poder de las corporaciones internacionales, del capital financiero y en última instancia de la fuerza de las armas. 

Todo el discurso democrático no deja de ser mas que una excusa para imponer la voluntad del capital pero a veces las cosas se salen de control, como en la llamada crisis griega. Un gobierno legítimamente electo, que llega al poder utilizando los mecanismos consagrados de la democracia liberal, enfrenta hoy una enorme presión por parte de los banqueros internacionales para ignorar el mandato de las urnas y someterse sin restricciones a la voluntad particular, a los intereses de unos cuantos. Para nada importa que el pasar por alto el mandato popular implique la reducción dramática de los niveles de vida, las incontables tragedias familiares o personales producto de la desaparición de un futuro digno. Primero está el dinero, el respeto irrestricto a la autoridad de las instituciones financieras, y luego que venga lo que sea.

Para los latinoamericanos este no es ninguna novedad. Desde Guatemala hasta Chile y en nuestros días en Venezuela o Bolivia, la región ha experimentado de primera mano la falacia de la soberanía nacional y la democracia liberal. Sabemos mejor que muchos que los límites de la representación, articulada desde el voto universal, los partidos políticos y las elecciones, están claramente delimitados en función de los intereses de unos cuantos. Por eso, la postura de Alexis Tsipras y su equipo no deja de asombrarnos. Para los mexicanos, la postura de Siryza nos recuerda la oportunidad perdida en 1982 y luego en 1994, cuando estuvimos en una posición similar a la de Grecia hoy, navegando en el centro del huracán. En aquellos coyunturas se impusieron las políticas del Fondo Monetario Internacional que quebraron al país para salvar a los bancos. ¿Cuál hubiera sido el resultado de un referéndum en 1982, por ejemplo, para aceptar o rechazar las recetas neoliberales para México? En todo caso seguimos pagando las consecuencias de la receta que se nos impuso entonces... y nuestros hijos y nietos seguirán pagando. 

También en aquéllos años nos preguntábamos: ¿Quien debería estar más preocupado por la crisis financiera, los deudores o los acreedores? Era evidente entonces, como lo es en estos días con respecto a Grecia y la troika, que los acreedores tenían mucho más que perder. Y no sólo porque no podrían cobrar las deudas sino porque, al mismo tiempo, la suspensión de pagos ponía en cuestión todas las prácticas de los bancos para controlar y aplastar las decadentes soberanías nacionales, o sea a todo el entramado ideológica de la democracia liberal. Al mismo tiempo, ponía en tela de juicio la autoridad de los países centrales para definir las dinámicas económicas de la mayoría de la población del mundo, pero sobre todo la posibilidad de mantener funcionando el sistema financiero funcionando, al capitalismo pues.

En la coyuntura actual, la presión está concentrada una vez más en el sistema financiero internacional pues resulta imposible calcular el costo político, económico y social del derrumbe de la Unión Europea, que gira alrededor del poder financiero de los bancos europeos, particularmente el alemán que es al mismo tiempo el banco de Europa. Se ha dicho hasta el cansancio que la salida de Gracia de la zona euro significa al principio del fin del 'sueño europeo', el cual promovido en el mundo como el fin de los seculares conflictos bélicos en la región en realidad significó el reacomodo de las oligarquías europeas frente al fin de la guerra fría y un mundo multipolar. Detrás del discurso integrador que giraba alrededor de una cultura común y los ideales de la civilización occidental estuvo siempre la sed de ganancias. Después de todo el capitalismo nació en Europa.

Si la soberanía nacional fuera una realidad y la democracia hiciera posible la existencia en los hechos de sus principios básicos, las presentes reflexiones no tendrían razón de ser. Empero, lo que se observa es una lucha descarnada entre un pueblo que desde el 2010 se encuentra sujeto a medidas draconianas para mantener al sistema financiero funcionando en Europa, y un grupo de instituciones internacionales que se dedican a imponer 'rescates financieros' para salvarse a sí mismas. La batalla es en muchos sentidos la madre de todas las batallas. 

La actitud de Tsipras en las negociaciones no puede ser más que una luz de esperanza para millones de seres humanos alrededor del mundo para reconfigurar el sistema social en el que sobrevivimos. Un Si Se Puede hace temblar a los poderosos y a todos los que, encandilados con la doxa financiera del capital y la simulación de la soberanía nacional, son incapaces de tomar al toro por los cuernos abriendo los ojos a lo que tenemos enfrente. 
La resistencia griega y de su mandatario demuestra que a pesar del inmenso poder de los dueños del dinero los ciudadanos de a pie pueden desafiarlos y con buenas posibilidades de éxito. Por eso, lo que está en juego en el referéndum griego del próximo cinco de julio es, ni más ni menos, la posibilidad de concebir un mundo diferente, incluyente y centrado en el ser humano. Y claro, la desaparición en los cursos de teoría política de la interpretación acrítica de la soberanía nacional, la democracia y el estado liberal.