domingo, 24 de agosto de 2014

Estados Unidos al desnudo: el ilustrativo caso de Michael Brown

Por allí algunas voces no tan acreditadas se empeñan en minimizar el caso de Michael Brown: el joven negro de 18 años asesinado a balazos por un oficial blanco, en el condado de Ferguson, en Missouri, estado ubicado en el proverbialmente racista medio-oeste de Estados Unidos. Y la apreciación –con certeza deleznable– es básicamente que en otros lados ocurren cosas más siniestras. Y vamos a conceder que la observación es parcialmente cierta. En México, por ejemplo, las desapariciones forzadas, los decapitados, las ejecuciones extrajudiciales, el barbarismo de la delincuencia, sin duda revelan un estado de crisis humanitaria que a menudo se omite, o que ciertamente no alcanza los niveles de cobertura mediática que desató el caso Brown. Otras opiniones, aparentemente con buenas intenciones, sugieren que el problema es más bien de orden legal e institucional, y que la actuación indebida de los “agentes del orden”, en Estados Unidos o en cualquier parte del mundo, es un asunto infelizmente inevitable, y que en todo caso la anomalía radica en la ausencia de mecanismos óptimos de investigación, procuración e impartición de justicia. 

Pero cualquiera de estos dos remedos de crítica yerran en la estimación del problema en Ferguson, que por cierto no es sólo un problema en Ferguson. El asesinato de Michael Brown abre una llaga que nunca cerró en la sociedad estadounidense. Y no nos referimos sólo al aspecto más visible: el racial. Si no a las desigualdades lacerantes en un país donde la marginalidad tuvo y tiene color. Y a la violencia inmanente en el modo de vida norteamericano, que no sólo comprende a Estados Unidos, sino a todos los pueblos donde el tío Sam instaló su señorío. 

La trascendencia de la noticia, y del hecho mismo, estriba en dos aspectos fundamentales: uno político, otro coyuntural. 

El orden interno de Estados Unidos es un retrato del orden que se extiende al resto del mundo. En este modelo de sociedad, las diferencias se explotan sistemáticamente para afianzar un orden cuyo principal rasgo es la reproducción de asimetrías que favorecen a las elites en turno. El liberalismo consolidó este orden desigual al prescribir (paradójicamente) la igualdad jurídica y formal de la persona abstracta. Esta formalidad constitucional reivindica la paridad legal de las personas en un contexto de disparidades materiales, que consiguientemente redunda en una aplicación inicua del derecho público. Esta falsa noción de comunidad reproduce en la práctica la relaciones de dominación, pero ahora encubiertas tras el velo ceremonioso de la equidad e igualdad abstractas. Que el 40 porciento de la población carcelaria en Estados Unidos sea negra, cuando este grupo étnico representa sólo el 12 por ciento de la población total, y que año tras año cientos de negros sean asesinados extrajudicial e impunemente por agentes policiales blancos, pone al desnudo el carácter sofístico de esa generalidad formal. El brutal asesinato de Michael Brown, y los relatos exculpatorios que cínicamente acompañaron su muerte, son ilustrativos de esa violencia estructural tan profundamente cimentada en Estados Unidos, que por añadidura abarca al resto del mundo. No es gratuito que las guerras de agresión en Palestina, Irak o México se valgan de narrativas subrepticiamente racistas, o que a menudo encuentren justificación en algún precepto formalmente sancionado en el derecho internacional. Para Immanuel Wallerstein, los dirigentes de Estados Unidos, a diferencia de los líderes del último Reich germánico, interpretaron más adecuadamente la función del racismo: “Hitler no entendió el objetivo central del racismo en la economía-mundo capitalista. El propósito del racismo no es excluir a la gente, mucho menos exterminarla. El propósito del racismo es mantener a la gente dentro del sistema, pero como inferiores a los que se puede explotar económicamente y usar como chivos expiatorios políticos.” En esta última coordenada, en el de los chivos expiatorios políticos, es donde se debe situar el inédito ascenso de un negro a la presidencia de Estados Unidos. 

Pero también el aspecto geopolítico coyuntural es crucial para conocer la dimensión del caso Brown. Precisamente cuando arrecian los crímenes y agresiones de Estados Unidos y su “eje del mal” (epíteto endosado con frecuencia a los gobiernos que no se someten a su yugo) contra múltiples pueblos en el mundo, Gaza, Siria e Irak señaladamente, aunque también México con la cruzada expropiatoria en curso (recursos energéticos etc.), la situación en Missouri viene a agregar una variable más a la ecuación: la vocación violenta del sistema en Estados Unidos queda expuesta, pero ahora no sólo en territorios remotos sino también intramuros. La comunidad internacional de inmediato manifestó su preocupación por los hechos en Ferguson, en un gesto diplomático acaso inédito. Cabe observar que los países del ALBA emitieron un comunicado que no debe pasar desatendido: “Los países miembros de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América… expresan su profunda preocupación por los hechos de violencia desatados en la ciudad de Ferguson, Estado de Missouri, Estados Unidos de América, por el asesinato del ciudadano afro-americano Michael Brown de manos de un funcionario policial, en circunstancias poco claras y que revive el grave problema de la discriminación y violencia racial que aún no ha sido resuelta en esa nación… Los países del ALBA-TCP expresan su solidaridad con la comunidad afro-descendiente de los Estados Unidos de América, y hacen un llamado a las autoridades de ese país, a sus instituciones, para que realicen una investigación justa, clara y transparente, y ejerzan el control del orden público con respeto a los Derechos Humanos”. 

Un escenario virtual, y sin duda deseable, es que el asesinato de Michael Brown detone la indignación en Estados Unidos. Y que este estallido se traduzca en una alianza de la población norteamericana con otros pueblos igualmente asediados por la fuerza militar estadounidense. Justamente acá reside el temor de las elites en Estados Unidos. Y por eso cobra un relieve sin parangón el homicidio de Brown. 

La conclusión es que la situación en Missouri no es un asunto menor. Que la extensa cobertura mediática es apenas sintomática de la relevancia de este ominoso acontecimiento. Que en la muerte del joven Michael Brown se articulan una multiplicidad de luchas e injusticias irresueltas que van mucho más allá de la legítima exigencia de una investigación imparcial del delito. Que el encuentro con otros pueblos y luchas es un imperativo impostergable para la sociedad estadounidense, si ha de procurar salir de la situación de represión que se vive externa e internamente, cortesía de un poder inusitadamente radical respecto al uso de la fuerza en el mundo. 

Violencia, racismo y opresión son las divisas que Estados Unidos produce y exporta con más aforo. Este es uno de los hechos que registra fehacientemente la crisis en Missouri. 

Es preciso capitalizar políticamente esta auto exhibición involuntaria.

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