jueves, 22 de marzo de 2012

El legado de Felipe Calderón: un país en llamas.

El presidente de la república ha seguido promocionando su imagen con la especie de que su legado será una policía federal nueva, profesional y acorde con los estándares internacionales, lo que según él acabará con la violencia y la inseguridad. Al mismo tiempo, el encargado de organizar esa fuerza policiaca se encuentra envuelto en un conflicto que claramente demuestra lo contrario.

El montaje cinematográfico que realizó García Luna al detener a Florence Cassez confirma no sólo el desprecio por la legalidad sino la falta de profesionalidad, la improvisación, la idea de que el fin justifica los medios sin hacer un juicio de valor previo, sin medir las consecuencias de la acción. En otras palabras, la supina ignorancia de la ética política, que en estos tiempos debería ser la base para la toma de decisiones de nuestros gobernantes.

En realidad el legado de Calderón es y será la institucionalización de la superficialidad, de la impunidad y de la violencia. Y esto es el resultado de una ignorancia evidente de la ética política, que es el instrumento clave para medir hasta donde el fin justifica los medios. Porque en el espacio de la ética no existen soluciones a contentillo ni mucho menos predeterminadas. Muy por el contrario, cada situación exige una reflexión que puede dar como resultado que el fin justifique los medios pero no necesariamente. Pero entonces ¿cómo saber cuando mis acciones están justificadas por el fin que persigo? Un elemento clave para obtener una respuesta es preguntarse si los medios están acordes con el fin deseado.

En su libro El poder y el valor, Luis Villoro nos da un par de ejemplos que pueden servirnos para profundizar en el problema. Por un lado nos recuerda la decisión de Benito Juárez de fusilar a Maximiliano y se pregunta si en realidad la acción del oaxaqueño se justificaba o no. En realidad el dilema estaba entre la sobrevivencia de la república mexicana y el derecho a la vida del malogrado emperador.

Nadie puede negar que el austriaco tenía derecho a vivir, más aún cuando muchos historiadores le han reconocido su buena fe aunque también su desconocimiento de la realidad política mexicana. En este punto, la pregunta entonces es si el medio, la acción, generará un ambiente acorde con el fin perseguido, o sea, la restauración de la república y de las libertades consustanciales a dicho régimen político. Y aquí fue evidente que con la desaparición física del emperador se lograba, primero, enviar un mensaje claro a las naciones del mundo para evitar futuras invasiones; pero al mismo tiempo el fusilamiento generaría un cambio de la realidad política mexicana, en donde las libertades republicanas y la soberanía nacional estarían garantizadas, al menos en teoría, cosa imposible de concebir en un imperio.

El segundo ejemplo es el de la revolución encabezada por Miguel Hidalgo, quien evidentemente tenía las mejores intenciones de generar un clima de libertades opuesto al sometimiento de los habitantes de la Nueva España frente al imperio español. Es por eso que Hidalgo se lanza a la lucha. Sin embargo, después de ser testigo de batallas en las cuales morían miles y miles de personas y, al mismo tiempo, ser consciente de que el fin deseado se alejaba más y más no le quedó más remedio que aceptar la responsabilidad de sus acciones y sobre todo de las consecuencias. Fue así como las crónicas describen a Hidalgo llorando por su error, reconociendo así que se había equivocado, que el fin no justificaba el medio elegido. En eso radica la grandeza de Hidalgo y el reconocimiento de su lugar en la historia de México, a pesar de que el país vivió una guerra que duró once años y que lo sumió en la pobreza y la desesperanza.

En este sentido, si bien Calderón -en el colmo de su soberbia- se ufana de ser un valiente que enfrentó el problema del narcotráfico, resulta evidente que es un ignorante de la ética política, no sólo porque presume de logros inexistentes sino sobre todo porque no muestra el menor remordimiento por las consecuencias de su decisión. A meses de terminar su nefasta administración el país está peor que hace seis años en materia de seguridad y el tan campante.

Insisto, sólo a un ignorante de la ética podría haberse decidido a echarle gasolina al fuego con el argumento de que era la única manera de apagarlo. Sin medir las consecuencias de su acción, el señor de Los Vinos trató de convencernos de que no había otra opción y que sólo así, en un futuro las cosas volverían a la normalidad. Sin embargo las cosas empeoraron, debilitando a las instituciones de la república, empezando por el poder judicial pero también el ejército y los partidos políticos, que cada vez más demostraron su incapacidad para hacerle frente al problema. La impunidad y la violación sistemática de los derechos humanos fue el resultado inmediato y ahí están las cifras para el que se niegue a aceptarlo. En un contexto de pobreza generalizada, de desempleo rampante y de crisis económica mundial sólo a los poderosos de este país (hay que reconocer que la responsabilidad no es sólo de Calderón sino de la mayor parte de la clase política y de las empresarios nacionales y extranjeros) se les pudo haber ocurrido acentuar la violencia social para acabar con ella.

En todo caso, Calderón deberá pagar las consecuencias aunque hoy se niegue a reconocerlo. Los crímenes de lesa humanidad, que se han disparado en su sexenio, no prescriben y tarde o temprano deberá de pagar por ello. Por eso creo firmemente que su legado es un país en llamas, más lejos que hace seis años de la anhelada paz social y la concordia entre los habitantes de este país.

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