martes, 3 de mayo de 2011

Péguele usted con el dedo índice al escritorio de un burócrata y verá lo liberador que es

La lectura es liberadora. Cuando la imaginación se echa a volar somos capaces hasta de llegar a la Luna. Incluso a Marte, ¿por qué no? Pero al final lo importante es construir un criterio personal, y bueno, mantener sus afinidades políticas, religiosas, literarias e intelectuales hasta donde le plazca a cada quién.

Hasta ahí los moderados.

Hay también la posibilidad de llevar al extremo todo y partir de la duda primigenia, aquella en la que después de aceptar nuestra existencia y tenerla asegurada, nos lleva a querer participar activamente en lo que podríamos llamar eufemísticamente, los asuntos de la comunidad.
Dudo, luego existo dijo el célebre ensimismado y varios siglos después los emprendedores lo siguen alabando, tanto como desprecian públicamente al que les dio la mejor explicación del proceso económico: el célebre comunista.

Quizá a Diógenes le hizo falta colgarse un letrero que dijera: no soy responsable de mis actos, para que la usura desmedida tuviera algún argumento filosófico. Pero no los tiene. Sólo tiene, por ejemplo, a la Biblia o a la Constitución para justificarse.

Jamás habré de considerarme un jurista ni siquiera un constitucionalista titulado pero me parece grave la situación de que un libro que se supone tan importante para la vida –como la Biblia– no termina sirviendo más que de registro histórico de las barbaridades de los políticos.

Será que aquellos libros que se suponen tan importantes para la vida en verdad no lo son?

Tanto la Constitución como la Biblia son libros conservadores, que no les gustan las tachas ni las enmendaduras en su objetivo primordial: que las cosas sigan exactamente como están para los políticos y los curas y sus mecenas.

?Si no cómo sería capaz la Biblia de motivar los más oscuros pensamientos del padre Maciel? ¿Si no cómo sería posible que un analfabeta como Fox haya hecho enmiendas a la Carta Magna?

Ahora sí.

Para no llegar al anarquismo –tan terrible– deberíamos caer en una efervescencia legalista, en la que cada individuo sea una Constitución en sí mismo, y cumplir con los requisitos simples y sencillos del autoplebiscito y la regulación de la desregulación de los asuntos constitucionales.

Desde las altas oficinas de los rascacielos nos están diciendo que lo que han logrado –concentrar las ganacias de todo el mundo en bolsas de valores– solamente genera crisis recurrentes. Sobre todo porque desde esas oficinas –y con sus aviones, y sus teléfonos, y sus armas– presionan a los países como el nuestro, en el que eso que llamaremos eufemísticamente como el pueblo, aun no le interesa participar de los que ya había llamado, los asuntos de la comunidad.

Pero no vaya usted a creer, agraciado lector, chapeteada lectora, que si en países como el nuestro el pueblo no participa en los asuntos de la comunidad no es por apatía o falta de interés personal, es precisamente porque ni siquiera tiene satisfechos los asuntos personales, llámense alimento todos los días –de preferencia de 3 a 5 comidas (ja)–, trabajo bien remunerado (jaja) y una vida digna (lol.

Y este precisamente sería un momento muy adecuado para que los artistas –usando su extraordinaria imaginación– y el arte –aquél que parece un invento– transformen las cosas.

No se trata aquí de incitar a la revuelta, sino a la reflexión. El poder funciona concentrado, centralizado, pero sólo para algunos, para muy pocas personas.

La pregunta que tengo es cómo puede ser diferente. La respuesta debe salir de la imaginación, y no de los partidos políticos.

A la imaginación la echa a volar la lectura. También el hambre, la infancia, la vejez, la muerte y la vida misma es imaginación. Con la imaginación creamos ideas, conceptos… modelos, cosas. Transformamos el mundo que nos rodea: primero construyendo para los dioses y luego para nosotros.

Pasa lo mismo cuando a nuestra imaginación la utilizamos para el arte: creamos, y con la creación, transformamos.

Hace más de dos mil años crearon la Biblia. Hace más de 90 la Constitución Mexicana.

De un modo u otro, las cosas siguen igual.

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