domingo, 8 de mayo de 2011

Mexicanos perdidos en México

Damián Huergo
Rebelión


Durante el último tiempo se volvió un lugar común decir que México es un país que sólo puede ser bien narrado por extranjeros. Para solventar la tesis señalan obras consagradas como 2666, de Bolaño, o Bajo el volcán, de Lowry. En la otra vereda, como si hubiesen asumido el desafío, varios escritores mexicanos contemporáneos (algunos con mayor talento que otros) publicaron libros hiperrealistas sobre el narcotráfico, la corrupción del sistema político o el machismo asesino, entre otros temas cruciales que cambiaron la tipología de su país. Es en este contexto literario y social donde irrumpe el escritor norteño Carlos Velázquez (1978) con su particular maquiladora literaria, capaz de mezclar las crónicas de Pedro Lemebel con los films de Santiago Segura, y crear una literatura que piensa y hace pensar a su sociedad desde el lado que más la repugna: la responsabilidad propia, la que está adentro, en el repulgue de cada uno de sus nobles ciudadanos.

Velázquez lleva publicados los libros de cuentos Cuco Sánchez blues (2004) y La Biblia Vaquera, festejado en el 2009 por la crítica de su país. En lo que va de su corta producción literaria, el autor nacido en Coahuila se las ingenió para retratar la realidad mexicana sin caer en los tópicos de la “narcoliteratura”. Una de las claves –mejor dicho aciertos– de su obra, fue asumir que para narrar un país que naturaliza la decapitación de mujeres el único realismo posible es el absurdo y la ironía que incomoda. Es en está línea como debe leerse La marrana negra de la literatura rosa, su último libro. En los cinco cuentos que lo integran no figuran –por lo menos en el primer plano de las historias– narcos ni sicarios ni políticos corruptos. En cambio, sí desfilan novias ambiciosas que ponen a sus parejas a dieta de cocaína para bajar de peso, travestis desesperadas, estrellas de rock con síndrome de Down y otros personajes de los submundos mexicanos que por estar ocultos no son menos reales o miserables que los que aparecen en las páginas de policiales.

Como todo buen escritor satírico, Velázquez ridiculiza los temas en boga que circulan en los discursos cotidianos y literarios de su país. Uno de sus blancos preferidos es el machismo. En perlas con nombre de slogan publicitario como “No pierda a su pareja por culpa de la grasa” o en “La jota de Bergerac”, Velázquez alinea un ejército de chicas Almódovar que –habituadas a los ataques de nervios– manipulan a los hombres para agredir a su propia madre o para usarlos de medio en su venganza de género. Con absoluta libertad, Velázquez maneja recursos de la sátira y del humor mordaz para construir efigies masculinas que luego serán destruidas con movimientos o palabras sutiles. Tal es el caso del cuento que le da nombre al libro, donde un machote mexicano sale del closet luego de que su marrana negra le endulce el oído con novelas rosas; o en el magistral “El club de las vestidas embarazadas”, donde el hilo del absurdo se tensa al máximo al transformar a un marido infeliz en un bebé-adulto en pañales amamantado por una travesti.

A pesar del fuerte color local que tiene la obra de Velázquez, su trabajo tiene parangón con otras plumas latinoamericanas como Andrés Caicedo, Junot Díaz, Gustavo Escanlar, Pedro Lemebel o Washington Cucurto. En común tienen el uso de lenguajes en tránsito y de cierta sinceridad sin anestesia para masticar vacas sagradas. Además, comparten la construcción de personajes fuertes que funcionan como una continuidad de sus contextos sociales, restando así lugar a distinciones binarias como exterior-interior, individuo-sociedad u otras trampas del pensamiento.

La marrana negra de la literatura rosa cumple el rol de ser el embajador de la literatura de Velázquez en la Argentina. Sólo cinco cuentos le bastaron al escritor norteño para probar que México puede ser bien escrito por mexicanos. Y, sobre todo, para mostrar que una tierra en llamas no siempre es conveniente narrarla desde las cenizas.

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