miércoles, 27 de enero de 2010

Nueva Orleans (Haití)

Dicen las noticias que el ochenta por ciento de la mancha urbana de Nueva Orleáns quedó inundada, léase destruida, pues hay que recordar que con los vientos de más de 240 kilómetros de velocidad, con la lluvia prolongada y destructora, las delgadas y frágiles casas de madera que acostumbran hacer en Norteamérica no resistieron mucho.
No podemos olvidar tampoco que esa zona (área en la se sitúa el imaginario condado de Yoknapatawpha, del que el célebre William Faulkner se valía para situar su literatura), es una región en la cual la afluencia de esclavos, en los siglos XIX y XX, fue de las más fuertes en Estados Unidos. Por lo mismo, al sumarle la historia de racismo, desprecio y olvido que se le dio a esta gente por parte de los que ahora son sus connacionales, es una de las zonas más pobres de aquel país.
Sólo así son entendibles los innumerables muertos, la poca ayuda, los saqueos que se dieron en las grandes tiendas. También solamente así se puede entender el horror de aquella gente por tener que abandonar la tierra que recubre su historia, que le recuerda una identidad propia, en la que ha podido sobrevivir.
Enfrentemos esas pequeñas miles de muertes cotidianas que ahora nos pasan. Celebremos a la muerte como sólo nosotros sabemos hacerlo.

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